Nunca me he sentido asiduo a las calles, ya sea como punto de encuentro, como vía, como camino, como espacio, como atmósfera o como situación, siempre he creído y sostengo hasta el día de hoy que si hay un ambiente perfecto para el hostigamiento de la ciudad por sobre el ciudadano es sin duda el espacio de la calle. Es una de las razones por las cuales intento evitar los grandes tramos por avenidas, combinaciones, paseos peatonales, pasos de cebra, estaciones o rotondas, tanto en automóvil como a pie[1],-

-prefiriendo ajustar mi rumbo entre callejuelas, pasajes o parques, que bien gocen con la característica lujosa de lo inhóspito o aún mejor, con el milagro del vivir silencioso. Para desgracia de todos los citadinos, esos son privilegios escasos y contraproducentes con la vida rápida del hombre “pos”-moderno. El hombre moderno[2], dueño, deudor o avalado de sus pilchas, es habitante lo quiera o no del espacio que conocemos como “calle”, espacio que utiliza como transición entre puntos claves de su estructura de vida y en el cual suele tener intervalos de lucidez que utiliza para interactuar en relaciones comerciales o sociales, siempre de manera breve, exacta y efusiva, porque si hay un lugar en el que el tiempo pasa ajeno al yugo del sujeto,indudablemente se trata de la ciudad. Ese fue uno de los estandartes de mi descontento por gran parte de mi aquejumbrada vida, la relación tóxica entre espacio, tiempo y sujeto[3] presente en nuestro sistema, sin embargo,el pesar causado por el simple entendimiento de esta problemáticacarecía del peso necesario para sustentar mi fobia por el andar urbano[4],siendo yo un animal de ciudad, una rata de alcantarilla neoliberal por más que quiera pasar por Tórtola o por Mirlo, animales que con la virtud de sus alas escapan del plano de los terrenales. Esa vida, esos tiempos y ese espacio son tan míos como mi propia piel, es incapaz para mí desconocerlos y asimilarlos es prácticamente inevitable. No fue hasta hace unos días atrás, que creí comprender el origen de ese resquemor violento y rasposo que me recorría completo al alcanzar cualquiera de esos puntos de “alta densidad ciudadana”.

Corría, como buena hora de ciudad, las doce y treinta de la mañana. Llevaba yo las últimas cuatro de esas doce realizando trámites protocolares de diversa índole, algunos tan invasivos como alienantes, siendo uno de los puntos álgidos la revisión dental de reciente rutina.Se me había hecho imposible esquivar los grandes tramos por avenidas, combinaciones, paseos peatonales, pasos de cebra, estaciones y rotondas, por lo que de mi ser auténtico quedaban movimientos toscos y automáticos que podrían fácilmente ser calificados como espasmos de muerte. Consciente de la situación automatizada de mi cuerpo y la rendición absoluta de mi pensamiento, además de un evidente agotamiento emocional provocado por el devenir de la urbe misma, obligué a mi ciudadano a hacer un alto en un banquito de la Plaza de Armas que daba de forma diagonal en primera instancia con Pedro de Valdivia y su corcel, y en segunda hacia el paseo peatonal y posterior calle que desemboca en Rosas; acompañado por alguna bebida cafeinada pero Light, como para engañarme con el anhelo de una vida más sana, y alguna que otra basurita para masticar en grandes cantidades, ojalá con algún sonido satisfactorio, elementos esenciales para controlar mi constante ansiedad, algo que la mayoría de la población suele aplacar con el cigarrillo, elemento más efectivo y sofisticado para solucionar ese tipo de problema.

Me detuve ahí un momento, primero para recuperar el aliento y luego para estancarme, frenar el andar que en mi cabeza continuaba con reconstrucciones infinitas de panoramas similares al trayecto de la mañana. El banquito actuaba como una esfera de reflectasol[5]y yo como los ojos tras el artificio, era yo espectador invisible, al fin fuera del trayecto y sus caminantes, en la plaza solo brillaban los puntos álgidos de reunión en los cuales los religiosos parloteaban como vomitando su catequesis, mientras los enraizados éramos más cemento, más árboles.Mareas contrarias llenaban mi vista, se golpeaban y se entremezclaban con un vaivén efusivo, reventaban a orillas de la plaza de vez en cuando, escurriéndose por las entradas del metro y entre el pregón de los iluminados. Hombres, mujeres, cabros, niños, viejos, todos entre la corriente que el tiempo impulsaba,todos acaudalados como aluvión por ella, arrebatados, como un manojo de piedras a la merced de la ida y venida de la costa, se hundían y reflotaban, colindaban y se estrellaban, jamás deteniendo su andar grotesco. Me les quedé viendo con un asombro que creía jamás obtener de una situación tan trivial, a los pocos minutos y con mi comida ya depredada, noté al fin porqué. Los ciudadanos realizaban un movimiento extraño, muy breve, muy preciso, al momento de colindar entre ellos, ya sea de forma directa o sensorial, un movimiento que ellos parecían ignorar. Era un gesto de genuflexión tosco y veloz que arqueaba la parte superior de su cuerpo, entiéndase torso, cuello y cabeza, generando un ángulo obtuso, imperceptible al ojo urbano, con cada encuentro de miradas, con cada cruce de caminos, con cada movimiento esquivo para alcanzar la micro. Carecía de la gracia y la cadencia de una reverencia, al contrario, era un gesto lamentado, apesadumbrado, como si en ese fútil instante el cuerpo se les viniera abajo con la velocidad de un árbol talado. Al segundo volvían, se alzaban de nuevo, algunos más gráciles que otros dependiendo del desgaste de su transcurso diario, eran una vez más seres urbanos, seres en movimiento, seres en el tiempo. No lograba encontrar más que lugares comunes y obviedades para excusar una falta de explicación ante ese fascinante fenómeno, si bien la duración nimia variaba dependiendo del sujeto nadie parecía escapar de ese gesto, al menos nadie al exterior de la plaza y/o dentro de mi intruso rango de visión. Sin duda, el gesto cargaba con una naturaleza miserable y desolladora, No lograba comprender como un gesto tan potente había sido ignorado durante tanto tiempo, recordé entonces que yo rara vez me detenía en un punto intermedio, en la marea siempre había sido uno de los más dispuestos. En la corriente había un punto estanco del cual no me había percatado, como un pilote abandonado por el progreso. Un viejo delgado que había visto por otros días merodear la plaza con desconcierto y en invierno arroparse con unas frazadas viejas sobre un banco bastante similar al mío, se anclaba firme a los adoquines que circundaban y respaldaban sus pies. Permanecía quieto entre el rumor, recibiendo los empujones y las puntadas de ese mar violento de naufragios pesados, permanecía con el mentón en alto como asomándose por sobre cada edificio de la ciudad, incluso aquellos que erectos abusan del cielo. Inmóvil, sereno, jamás su cuerpo realizó la más mínima mueca, ni en una fracción impronunciable de esos segundos dejó desmoronar su pecho. Se asomaba por sobre el tiempo mismo.

Los ciudadanos le calvaban la mirada en esos avasalladores momentos de empalme, les hervía la sangre como si el hombre frente a ellos fuera la encarnación misma de un conglomerado infinito de aberraciones, le tapaban en su verborreade escupitajos disimulados y repulsiones disfrazadas, como si osara desafiar al mismo dios, sin conocer su lugar entre los hombres, sin conocer su trayecto.Sin embargo, con él el gesto inevitable de sus cuerpos alicaídos era aún más violento, era aún más lacerante. Finalmente lo comprendí, esos breves encuentros en los que sus pechos perdían el eje, en que sus músculos se deshacían como carcomidos por insectos, dejando su mirada caer sobre lo suyo, sobre lo propio. Rogaban desesperados, pedían a gritos un perdón por parte de ellos mismos,por no acompañar a ese hombre en la lucha contra el andar incesante de la ciudad, por permanecer imberbes y pasmados en la comodidad de la deriva, admirando como el caudal se hace enorme y los pilotes se pierden entre el oleaje vertiginoso. En ese momento por fin la urbe les chorreaba abortada por el cuello y la corriente se evaporaba acariciando su piel hasta perderse sobre sus cuerpos, sobre la gran ciudad y sus grandes monumentos, sus murallas, sus masas de concreto, sobre sus avenidas, combinaciones, paseos peatonales, pasos de cebra, estaciones y rotondas, sobre el tictac enfermizo y el chirrido de las alarmas, aunque fuera sólo por un instante perecedero. En ese preciso instante habíamos sido personas, aunque al continuar el recorrido el hecho se perdiera en fluir de los pasos. Una imagen así es capaz de matar a cualquiera. Por eso evado calles, elijo callejuelas.


[1] Debo decir que: En primera parte, no tengo un automóvil propio ni tengo la más mínima idea real (ficticias por montones) de cómo manejar, lo cual lo hace una experiencia completamente diferente respecto al encapsulamiento que genera el auto por su diseño de sub-espacio individual o de pequeños y seleccionados colectivos, por lo cual no puedo sostener que mi desagrado sea a tal nivel como lo es a pie, aunque la reacción y acción promedio del automovilista me dé una idea bastante concreta al respecto. En segunda parte, mi “naturaleza” ermitaña o quizás cavernícola re-significa el propósito de mis salidas, otorgándoles usualmente un objetivo específico y una ruta preestablecida de desplazamiento la cual me permita volver lo antes posible a mi espacio y yacer ahí con la armonía de mis propios demonios. Debo decir que ésta, a su vez, se ve directamente influenciada con la problemática inicial y eje de este texto

[2] se obviará el “pos” de aquí en adelante.

[3] Hombres creadores del tiempo, tiempo que configura la ciudad, ciudad que rige a los hombres, hombres configurados por el tiempo.

[4] no confundir con el término callejero, pues el uso del espacio es diametralmente diferente.

[5] Palabra googleada durante el proceso de escritura.

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