Historias del Arte

La miré. Desde ahí abajo era imposible hacerse notar. ¿No se daba cuenta? Mi brazo tiraba de ella con tanta fuerza que estaba segura de que la estaba incordiando. Frustrada, lancé al aire por décima vez un profundo y sonoro suspiro, con la intención de que mi desconsiderada madre se diera cuenta de lo desgraciada que me sentía. Pero nada. Ella seguía hablando con mi tía de todos y cada uno de los cuadros de la exposición. Como último recurso, decidí soltarme de su mano y escabullirme entre la gente; eso sí lo notaría.

Pasaron pocos minutos antes de que mi madre preguntara alterada:

– ¿Dónde está mi hija? ¡María!

Algunos visitantes se giraron hacia ella, y yo,en la otra punta de la sala, me hice la sorda jugueteando con una de las cuerdas que protegían los cuadros.

Unos pasos acelerados y firmes se aproximaron hacia mí. Sabía lo que me esperaba, pero no lo había podido evitar.

– ¡Cuántas veces tengo que repetirte que no te vayas por tu cuenta en lugares públicos! ¿Piensas obedecer algún día? – mi madre me sujetaba los hombros con ambas manos y se había puesto de cuclillas, no para estar a mi altura, si no para que la mirase mientras me regañaba.

– Es que me aburría mucho. ¡Llevamos aquí cinco horas!

Su rostro cambió de expresión, y supe que no pudo reprimir una sonrisa.

– Llevamos menos de una hora, no seas plasta. Mira, ¿sabes por qué a los mayores nos gusta tanto ver cuadros?

Yo lo tenía muy claro.

– Porque sois aburridos. –respondí.

– No, es porque sabemos que detrás de cada uno se esconde una historia. – dijo mientras se incorporaba de nuevo y me indicaba con un gesto que mirara al cuadro que teníamos delante.

Cada pintor –prosiguió – tiene una historia que contarte, y lo hace a través de sus pinturas. Sólo tú, yo, y todo aquel que contemple su obra puede descubrir ese cuento maravilloso digno de ser plasmado en un cuadro.

– Pero las personas no se mueven. No pasa nada. – sentencié indignada, tras observar las tres inmóviles figuras que aparecían ante mí.

– ¿Crees que te lo va a dar todo hecho? Él, Sorolla, sabe que tú conoces la historia, una historia que se desenvuelve entre tú y él. Sólo tienes que buscarla.

La miré interrogante, esperando que continuara hablando, pero ella pareció perderse en las pinceladas de Sorolla, y yo, distraída, dejé que mis ojos vagaran por la pintura.

Tres niños, más o menos de mi edad, parecían jugar al “pilla-pilla” en la arena de una playa. Las olas, brillantes por el sol, se acercaban a la orilla mojando sus pies descalzos. De repente, yo también quise correr en un día de verano, y oler la sal y sentir la brisa fresca del mar. Aquella luz y ese calor agradable me recordaban a un lugar… ¡Valencia! ¡La playa de La Malvarrosa! ¡No cabía duda! Y ahí estaba, con mi bañador de rayas y las rodillas llenas de arena. Inesperadamente, la niña del vestido blanco me miró con una sonrisa traviesa. Luego se giró y, al comprobar que el niño que la perseguía casi la iba a alcanzar, volvió a correr mientras reía y gritaba de pura diversión.

Bajé la vista. La arena se colaba entre los dedos de mis pies haciéndome cosquillas, y, de pronto, sentí unas ganas enormes de hacer un castillo. Deseé con todas mis fuerzas que mi madre no se hubiese olvidado la pala y el cubo, y como una flecha me dirigí hacia nuestra sombrilla.

– ¡MAMÁAA! ¿Y MI PALA Y MI CUBO?

Ella permaneció tumbada en la toalla y, con un gesto, me señaló una bolsa azul que descansaba a la lado de la sombrilla.

– Están ahí. Las metió papá antes de salir.

Me abalancé feliz sobré la bolsa, pero, justo cuando mis manos rozaron la tela, frené en seco. Mis miembros se paralizaron y el corazón me dio un vuelco. ¿Papá? ¿Cómo que papá?

En ese momento, unos brazos fuertes y cariñosos me agarraron por la espalda y me elevaron por los aires. El rostro de mi padre me sonreía mientras pronunciaba unas palabras que apenas fui capaz de escuchar. Estaba ahí, conmigo, abrazándome como siempre lo hacía. Yo le miraba y, sin poder contener las lágrimas, me aferré a su cuello con la esperanza de que no se marchara nunca más.

Pasaron los minutos, o las horas, o los días, no lo sé. Pero cuando por fin tuve el valor de abandonar el calor de su abrazo, me encontré con los ojos de mi madre, que también lloraban y me miraban emocionados.

Supe que no debía hablar, ni preguntar. Lo entendí: las dos abrazábamos la misma historia.

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