Aquella mañana del 15 de Junio, en la adolescencia de mis 17 años, cambió mi vida. O más bien, comenzó de nuevo.

Nunca pensé que el entrar en un hospital me pudiera causar tanta dicha.

Iba nerviosa. Con cierto miedo, con gran expectación, con la justa ilusión y con muchas ganas de despertarme de esa pesadilla en la que llevaba atrapada los últimos 8 años.

No atinaba a sentarme delante del médico y mirarle a los ojos sin verle borroso debido a mi temblaera.

A punto del desvanecimiento estaba cuando el doctor Sierra se dispuso a quitarme la férula.

Por un momento el tiempo se paró. Mi madre me cogió la mano y en la otra apareció un espejo.

—Mírate con calma —me dijo el doctor.

Lentamente fui subiéndolo hasta ver reflejado mi rostro y tan solo pude contemplarlo un instante, el instante que cambió mi vida. El instante que me salvó de aquel complejo que me susurraba al oído constantemente, induciéndome al suicidio.

En mis ojos se desató un torrente y un arcoíris se pintó en mi boca delatando la felicidad que me embargaba. Apenas pude emitir un tembloroso ‘gracias’ mientras me abrazaba a mi hidalgo salvador.

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