Grafitis al grafitero

Grafitis al grafitero

Serafín Cruz

18/04/2019

SERAFÍN CRUZ

GRAFITIS AL GRAFITERO


Daniel dedicaba gran parte del día a su trabajo como gruista del muelle pesquero. Pasó a formar parte de la plantilla seis años atrás, en 1982, solo unos meses antes de conocer a Emilia, a la que desposó dos años después en el mes primaveral de mayo. La familia aumentó con dos preciosas hijas cuya diferencia de edad se medían en meses, pues Emilia, conocida y tratada como Emi, dio a luz a la benjamina de su hogar cuando su primogénita apenas había alcanzado a cumplir once meses de vida, siendo causas de ello un embarazo precoz —tres meses después del primer parto— y una corta gestación, por lo que el bebé vino al mundo cuando Emi contaba con ochos escasos meses de embarazo.

La pareja vivía feliz y la llegada de las niñas dieron un toque de ritmo y aceleración a la vida de ambos. El tiempo corría sin altibajos; ella, encargada de las labores de casa y del cuido de sus hijas, alcanzaba la noche sin que se percatara de ello, “el día pasa volando”, decía muchas veces. Daniel, que no regresaba hasta pasadas las ocho de la tarde, solía quedarse dormido en el sofá tras cenar con su esposa, que le esperaba para ello. Sobre las once de la noche se iban a la cama, momento en el que a Emi le podía el cansancio y avisaba a su esposo de su intención. Daniel despertaba y espabilaba y, como siempre, obedecía la voz de su mujer y se iba a descansar. Ver desnudarse a su esposa terminaba de espabilarle y, beso a beso y caricia a caricia, quedaban ambos extenuados tras una intensa práctica sexual. Los fines de semana Daniel no quería ni oír hablar de su trabajo. Se acostumbró a acudir con su esposa y sus hijas al nuevo parque de la estación, donde habían montado una nueva cafetería muy espaciosa, luego almorzaban en cualquiera de los restaurantes baratos de la ciudad, acto que Emi, tras una agotadora semana de cocinar y fregar, agradecía y, finalmente, sobre las cuatro o las cinco de la tarde, era casi visita obligada acudir a casa de alguna de las abuelas de las niñas, donde merendaban. Cuando volvían a casa, rondaban las seis. A Daniel le apetecía salir un rato por la tarde – noche, “para quedar con los amigos”, decía. Y solo disponía de voluntad para hacerlo los fines de semana. Esta cita tenía por lugar una cafetería que le quedaba a medio kilómetro de su casa y, para desplazarse hasta allí prefería hacerlo dándose un “paseíto”, como le gustaba decir, dejando su Suzuki GSR-X de 600 C.C, único medio de transporte que poseía, para desplazamientos de mayor distancia, como, por ejemplo, el trabajo.

Emi, pendiente en todo momento de sus hijas, prefería quedarse en casa, “¡Pobre, todo el día trabajando!”, pensaba, por lo que su esposo volvía a la calle un par de horas después y, en un rato, se reunía con sus amigos. Éstos eran cuatro, de edades similares a la de Daniel, pero ninguno casado.

—¿Habéis traído los botes? —preguntó Alfonso, un espigado y enjuto hombre de voz aflautada.

—No te preocupes por eso —contestó Beas, de estatura media y pelo rizado—, los tengo en el coche.

—¿Cuántos coches habéis traído? —quiso saber Daniel.

—Dos. Estos tres han venido juntos, como casi siempre; yo he venido solo. Luego te vienes conmigo y dejamos solos a estos “niñatos” —bromeó Claudio—. ¿Y tú cuándo vas a comprarte un coche? Ya tienes dos niñas…

—Lo sé… lo sé —cortó Daniel—. No creo que tarde en hacerlo.

Fabi, el único del grupo que aún no había separado los labios para hablar dijo, siguiendo la anterior broma:

—Sí, dejaremos que “las novias” vayan «juntitas».

Todos, en un cómplice estado de amistad., rieron y siguieron con las chanzas.

En la cafetería La Plaza, donde se encontraban los cinco amigos, corría la cerveza mientras esperaban que la tarde oscureciera, luego subirían a sus coches y se darían un nuevo punto de encuentro. Aquella vez decidieron reunirse en el Centro de Salud. El lugar era muy concurrido durante el día, pero más solitario que un cementerio durante la noche y, además, y como punto favorable, su ubicación estaba en las afueras de la ciudad.

Llegados al lugar elegido observaron que, salvo ellos, no había presencia humana; probablemente habría un guardia de vigilancia, pero estaría dentro. Todos llevaban sudaderas con gorros, con el que se cubrieron la cabeza. Un pañuelo sobre la cara les servía para ocultar el rostro, además de para evitar inhalar los fluidos tóxicos de la pintura. Al acabar, si tenían la suerte de no ser sorprendidos con las manos en la masa, volverían a usar los coches para abandonar la zona lo más rápido posible y, durante el trayecto, donde no faltarían las risas y las enhorabuenas de uno y otro, volverían a quedar para la siguiente ocasión.

Los primeros hombres y mujeres en acudir al Centro de Salud a la mañana siguiente pudieron comprobar, no sin asombro, las paredes con las pinturas aún frescas.

***

Daniel, sentado en su cómodo butacón de escay, ojeaba una revista de coches, tentado por el último toque que había recibido de su amigo Claudio, mientras su esposa se afanaba en la cocina preparando el desayuno.

—¿Qué lees, cariño? —preguntó Emi, bandeja en ristre, al llegar al salón.

Daniel, girando la revista para que ésta quedara a la vista de su esposa, dijo:

—¿Qué te parece si nos compramos este coche?

Un Ford Capri XL rojo de 1600 C.C aparecía ante los ojos de Emi, aunque ella no sabría acertar con el modelo.

Un par de meses después, Daniel disfrutaba al volante de su flamante Ford. Sus amigos y sus compañeros de trabajo se alegraron por ello. Daniel presumía de automóvil que, de momento, dormiría en la calle; más adelante buscaría un garaje de alquiler donde resguardarlo durante la noche y el tiempo que no lo fuera a usar.

***

Una mala noticia corrió como pólvora quemada en el sector del puerto: se anunciaba el despido de un cuarto de la plantilla de estibadores y gruistas. En los sindicatos no se anduvieron por las ramas y la huelga no se hizo esperar. En pocos días se organizó bloquear la entrada al puerto a camiones y vehículos de carga; la avenida que conducía al puerto quedaba, en gran parte, bloqueada por los huelguistas. Las manifestaciones darían comienzo a primeras horas de la mañana y durarían todo el día.

Daniel, ante el temor de figurar entre los despedidos, sintió que debía estar entre la gente que se manifestaba. El primer día de huelga se despertó antes de que las primeras luces del alba asomaran. Se enfundó unos pantalones vaqueros y una camiseta negra de algodón que ocultó bajo el mono azul que usaba diariamente, desayunó mal y pronto mientras se ponía al día de lo que estaba ocurriendo a través de su televisor, y subió a su moto para reunirse con los demás. Una humareda negra le advirtió que encontraría neumáticos quemados al llegar; no imaginó que también encontraría a la brigada anti-disturbios.

Durante los días de huelga, varios sectores afectados como daño colateral, así como las personas que diariamente circulaban por la avenida para acudir a sus trabajos, llevar sus hijos al colegio, asistir a la universidad o a los hospitales, etc… se vieron con los nervios crispados, y no tardó en haber manifestaciones contra la huelga del puerto. Los que no pudieron controlar su alterado estado acudieron a la entrada del muelle. Las protestas contra los que protestaban se agravó y comenzaron los insultos entre un bando y otro. La policía se preparó para actuar. Daniel se vio envuelto en una reyerta, y creyó hacer lo que debía pensando en que defendía el pan de sus hijas. El día concluyó sin que tuviera que lamentarse daños drásticos, aunque entre los actos vandálicos se contaba con varios contenedores quemados, semáforos destrozados y farolas dobladas. Esa noche, una docena de detenidos durmió en los calabozos. Los matinales anunciaban que las pérdidas por la huelga alcanzarían los trescientos millones de pesetas si ésta se prolongaba una semana. Daniel, libre de verse entre los detenidos, regresó a casa. El día había sido ajetreado y apenas había comido, pero mañana tocaba regresar. A través de los sindicatos se enteraría del día que se encontrara una solución.

A la mañana siguiente despertó a la misma hora y se dispuso para acudir de nuevo con sus compañeros de trabajo. Al salir a la calle y cruzar a la otra acera, tuvo que pararse y detenerse para poder leer la matrícula de un Ford Capri rojo, pues la pintura blanca que le habían dado por encima dificultaba ver los números. Con la misma pintura también habían “grafiteado” ambos costados del coche y el techo, donde podía leerse “NO A LOS DESPIDOS”.


FIN


Serafín Cruz´19

Derechos de autor reservados.

Lepe, 18 de Abril´19



URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS