Historia completa: Cuando las flores se vuelven amarillas

Historia completa: Cuando las flores se vuelven amarillas

Rosa

17/04/2019

Sentada a los pies de la cama de mi madre, el hospital parece un lugar de reposo por la noche. Lejos del ajetreo que reinaba hace unas horas, el silencio se extiende por la planta hasta el puesto dónde cuchichean los enfermeros. Hace tiempo que los pacientes de la habitación se han quedado dormidos al fin, aun sin esperanzas de que su descanso dure demasiado. Noto la respiración exhausta de esta mujer que me dio la vida, y ya apenas me reconoce, mientras pienso en esa estación de tren que todavía no he visitado.

Han pasado días desde aquella llamada, dejando tanto que desear, en la que tú y yo procuramos darle sentido a lo que estaba ocurriendo. Me pediste que fuera para intentar arreglar algo que todavía no se había roto del todo. Y a pesar de que tenía dudas y preguntas, me lancé a comprar el último billete, luchando por ignorar el importe y el precio real que estaba dispuesta a pagar.

Eran fechas complicadas para viajar. Tenía la esperanza de llegar antes que la primavera, cuando las flores se vuelven amarillas y el polen escapa de los árboles. Soy una persona acostumbrada al frío; el buen tiempo me hace sentir extraña. Sin embargo, ya había sacado la maleta del trastero, con la ropa escapando por la cremallera, a punto de decidir si había alguna posibilidad de usar el nuevo conjunto de lencería que no me atrevía a estrenar. Entonces, vi las llamadas perdidas y de inmediato entendí sin excusa que había perdido aquel tren.

Mi madre iba a salir de esta. Lo sabía en el fondo de mi corazón, al mirarla a los ojos tras la operación. No tenía ganas de rendirse. Pero para mí empezaba una larga jornada de preparatorios, llamadas familiares, cambios de horarios y comidas sin sal ni alegría. Con los nervios a flor de piel deshice la maleta, sólo para rellenarla de nuevas prendas y destinos turísticos. Al final no tuve tiempo de cancelar el billete, aunque perder el dinero era la consecuencia lógica que menos me dolía.

Decidí no avisarte. El móvil en la mano siempre dispuesto a marcar el número, y me acordaba de cómo habías ignorado mi último mensaje. Ese “tenemos que hablar” perpetuaba tal vez alguna de nuestras discusiones. Puede que ya ni aguardaras mi llegada, y mañana tuviera alguna llamada tuya en la que nos recordáramos lo triste de ver que la vida no estaba separando. Aun así, observando desde la puerta de la habitación caer el suero del gotero, despacio, sin prisa, sin expectativas de terminar, abrigaba el presentimiento de que algún día llegaría a la estación de tren, y tú me estarías esperando.

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