Hardboiled (Blacrrod)

Blacrrod*

1

La tarde caía gris sobre la calle empedrada del viejo pueblo. Los adoquines dejaban su tono rojo del crepúsculo tardío a medida que su luz se disipaba junto al aire húmedo. Eran las mismas veredas, los mismos adoquines de siempre, pero la pátina gris los deformaba sugerentemente. Los cinco vientos daban la misma vuelta a las viejas cinco esquinas de las antiguas propiedades.
La gente de siempre caminaba como siempre, sonámbulos que esquivaban la poca niebla que surgía de una alcantarilla donde se derramaba un brebaje caliente por una vieja cañería de hierro fundido. El vaho pequeño que se depositaba alrededor de la alcantarilla se enrulaba hasta hacer un nudo de dimensiones insignificantes y simular unos diminutos insectos que luchaban por liberarse de sus exoesqueletos.
El hombre de aspecto gris deambulaba sin tener un destino seguro. Al menos eso parecía. No estaba distraído. La distracción era una condición que erradicó hacía muchos años porque no prestar atención a lo que lo rodeaba podía significar estar muerto sin previo aviso. Morir era una posibilidad con la que convivía todo el tiempo, después de todo, su profesión era la muerte. Pero él no esperaba morir víctima de su propia distracción. No. Moriría atento, de pie, “como los árboles”, a lo Casona.
Lo que ocurría, tal vez, era que no buscaba nada en especial. Sólo caminaba como caminan los hombres grises cuando cae la tarde sobre los repetidos adoquines del aburrimiento pueblerino. O tal vez repasaba su derrota en esa partida de ajedrez que ni siquiera le pertenecía.
Y mientras caminaba sin rumbo repetía en voz baja los movimientos de los trebejos sin prestar atención a los sonámbulos rutinarios que merodeaban a su alrededor y que no comprendían de qué hablaba el hombre de aspecto gris que movía los labios como automatizado. Ellos oían incrédulos Cf1 Rf7, Cg3 Rg6, Af3 Te7, Rf1 Rf6…
Iba en su mente de Alekhine a Capablanca y con ellos dos al verano en Nottingham en agosto de 1936. Regresaba al presente gris de los adoquines y las nieblas espasmódicas y cuando parecía hallar explicación a su fracaso ante el ajedrecista de la ginebra, o era Alekhine o era Capablanca quien le reclamaban regresar a Nottingham a revisar la partida para satisfacción del vencedor y desdicha de los derrotados.
No debió perder el juego porque eso dañó su sensibilidad. Y ese sentimiento de derrota lo había dejado algo angustiado. La angustia, para él, era un estado de exaltación intensa de la pena que le provocaba cierto desequilibrio psicológico. Buscaba establecer un saludable límite entre la angustia real, provocada por esa derrota, y la angustia neurótica, provocada por las recriminaciones de Alekhine que lo incitaba una y otra vez a volver a Nottingham a repasar el fracaso. Ad2 Rg6 1-0 era el último reproche que soportaba.
Para salir del atolladero al que lo arrastraba Alekhine, recapacitaba el modo en que había ejecutado a la víctima. Era un atajo que le daba resultado. Del ajedrez a la muerte en un solo salto.
En una tertulia entre compinches habló de “exceso”, un vocablo que los sicarios no suelen tener en su diccionario. En esa profesión no existen los excesos. El fin siempre justifica los medios.

A ningún par se le reprocha un crimen, porque entre sicarios eso sería una falta de respeto difícil de aceptar. Cada uno decide el cuándo y el cómo. El que hizo el trabajo explica, los demás escuchan y aprenden, si pueden, y si no, hacen como si garuara finito.
Por eso los compadres desecharon la palabra “exceso” y la suplieron por “originalidad”. Les interesaba saber qué lo había motivado para decidir ese modo tan original de ejecutar a un condenado.
El hombre de aspecto gris respondió:
—Recordé cómo habían ejecutado a la secretaria de ese ministro que decidió hablar de las orgías en las que participaba su patrón. Me pareció adecuado el procedimiento. Fue inspirador y me provocó un estado de satisfacción interesante. De paso me vengué por mi derrota en la partida de ajedrez.
La venganza, para él, era el motor de la historia humana. Desde el Dios vengativo del Viejo Testamento convirtiendo en estatua de sal a Edith sólo por echar una miradita, a las formas modernas de venganza en la cabeza de un misil intercontinental de pavorosa puntería.
Lo que sí fue motivo de debate fue haber usado la mejor ginebra inglesa para inocularla en el intestino grueso de la víctima. Alguien le dijo: “con una nacional hubiese bastado”.
Tal vez tuviese razón. Pero la ocasión no se prestaba para el regateo.

2

El hombre que lo abordó mientras caminaba lo buscaba a él y no a otro. Llevaba el rostro semi cubierto por el ala del sombrero que había bajado hasta tapar casi por completo su prominente nariz. Las solapas del sobretodo alzadas servían para ocultar su rostro por encima de la barbilla, hasta casi el labio inferior.
—¿Usted es “El Interrogador”? —le preguntó.
¿Quién era ese personaje que se confundía con los apagados tonos de los adoquines?
—¿Usted quién es? –respondió al tiempo que lo apuntaba con su pequeña pistola calibre 6.35 cargada con balas explosivas. A quemarropa un disparo de ella era mortal.
—Me mandó “Ladilla”. Ella me dio esta tarjeta. Me dijo que usted sabría que esta tarjeta sólo podría habérmela dado ella.
Miró el pequeño cartoncito blanco estampado con letras rojas que el hombre le entregó como quien se quita una braza caliente de las manos. En efecto, esa tarjeta sólo podía tenerla la mujer que regenteaba un prostíbulo famoso en la zona del Camino Negro.
—¿Su nombre?
—Prefiero el anonimato, sólo soy un intermediario. Si le gusta, llámeme “El Intermediario”. Pero quien me envía es Blacrrod, usted lo conoce.
—No sé de quién me habla –mintió.
—Hable con “Ladilla”, se lo ruego. Ella le confirmará mi historia.
—“Ladilla” sólo concreta un negocio después de una noche de sexo. Debe haber sido muy intenso para que le diera mi tarjeta de presentación. ¿Ya se repuso?
—Todavía no, señor. Me llevará algunas semanas.
— ¿Precisó mucha química?
—Demasiada, señor.
—Cuando pueda hablaré con ella.
—Si usted fuera tan amable de no hacerme esperar. La urgencia no es mía, se lo aseguro, es Blacrrod quien espera su respuesta.
—El que espera, desespera.
—Háblele, por favor.
—¿Y después?
—Yo lo pondré en contacto con la persona que le mencioné. Él me ha dicho que usted lo conoce y muy bien.
—No sé de quién me habla. –Fue lo último que dijo antes de marcharse sin despedirse.
El hombre se acomodó su sombrero y también se marchó cabizbajo por la calle que se había llenado de frío y de hastío.

3

Blacrrod era mala palabra. Una verdadera palabrota. Nadie quería tratos con él. No había en el Sindicato nadie que estuviera dispuesto a brindarle sus servicios. Por eso tuvo que armar su propio ejército de asesinos.
“Ladilla” estaba al tanto del rechazo que todos tenían por Blacrrod y especialmente el que él profesaba hacia ese matón. No podía explicarse cómo, a pesar de ello, le dio la tarjeta de letras rojas que había hecho imprimir exclusivamente para ella. Cada intermediario tenía una tarjeta impresa en un color de tinta diferente. Las de Chopper, viejo socio, estaban impresas en tinta azul, las de Vicius, “El Desollador”, verde, las de “Ladilla”, roja. Si alguien se presentaba con alguna de esas tarjetas significaba que era una persona confiable. Pero no había nadie en el mundo que pudiera confiar en Blacrrod.

4

No era lo que esperaba hacer esos días, pero debía hablar con “Ladilla”. Sólo ella podía despejar sus dudas. ¿Por qué le había entregado su tarjeta a un hombre enviado por Blacrrod?
“El Interrogador” solía mofarse de ella diciéndole: “No hay nada peor para un Interrogador que, para quitarse una duda, tener que consultar a un piojo de concha”. “Ladilla” tomaba el chiste como un insulto. Pero era hábil en disimular sus sentimientos. Con “El Interrogador” tenía varias cuentas pendientes y una extraña pero formidable química sexual.
Llevaba con ella una pequeña libreta forrada en cuero negro y un birome marca “Bic” de tinta negra. Allí anotaba debe y haber de todas las cosas de la vida. El hombre de aspecto gris le debía unas cuantas. La columna “debe” de “El Interrogador” era muy extensa.
¿Llegaría la oportunidad de cobrarle las que le debía? En ese caso, su lema era “Paciencia, paciencia, paciencia”. Esa era su regla. No siempre el que espera, desespera. Luego cantaba a media voz: “Paciencia… / La vida es así. / Quisimos juntarnos por puro egoísmo / y el mismo egoísmo nos muestra distintos. / ¿Para qué fingir? / Paciencia… / La vida es así.1

“Ladilla” se había transformado en la informante más importante del submundo de la delincuencia. Lo que se quisiera saber sobre un asunto delictual y cuándo nadie tenía información sobre ello, había que consultarlo con ella.
“Ladilla” era fiera, realmente fea. “Negra y fiera”, decía de sí misma cuando se presentaba.
—Ladilla, negra y fiera para servirlo. En mí se inspiró Canaro. –Así se presentaba a sus clientes.
Despreciada y humillada por su fealdad, cuando escaló en la jerarquía de los informantes puso como condición que aquel hombre que quisiese información de calidad debía pasar por su cama. Y era tan feroz haciendo el amor como fea. Aún más. Podía ser brutal.
Le dijo al Interrogador en cierta oportunidad después de acabar un negocio que ocupó toda la noche:
—¿La diferencia entre hombres y mujeres? Simple. Yo puedo coger con diez tipos uno después del otro y como mucho me arderá la concha. A ustedes los agarra una mina y los vacía al toque. Con la pastilla azul, pueden tirar unos polvitos más, chirlos como juguito de paraguas, después no se les para ni con un milagro. Ustedes son un género inferior en franca decadencia. El mundo será de las mujeres y de las más feas y jodidas como yo. Sabelo: feas, jodidas y resentidas.
Esa amenaza, a “El Interrogador”, no le gustó en lo más mínimo. ¡El mundo estaba tan cambiado! que empezó a sospechar que algo de verdad había en ese vaticinio.
Pero no sólo estaba ella. También estaba Dixi, la sabiduría total. “Ladilla” y Dixi trabajan juntos en ciertas ocasiones. Dixi era el oráculo del bajo mundo. Todos los delincuentes alguna vez debieron consultarlo. Por el tema que fuera. Y él respondía a todas las preguntas con exactitud irreprochable.
Tal vez debería darse una vuelta por el santuario de Dixi, un departamento antiguo y de dimensiones colosales en los que sólo había libros, miles de libros. Los anaqueles salían del piso hasta el techo y todos estaban repletos de libros de infinitos temas y en tantos idiomas que todos creían que Dixi tenía el don de hablar en la lengua que se le viniera en ganas.
Pero antes estaba el asunto de “Ladilla”.
La llamó por teléfono. Ella atendió sin hacerlo esperar cuando vio en la pantalla de su celular quien la estaba llamando.
—¡Qué sorpresa! –gritó “Ladilla”–. No viniste más a verme. Sos un hombre importante ahora. Tomás ginebra inglesa. Tenés un mango en el bolsillo y alardeás con minas de nombres sofisticados.
—Como se ve, estás bien informada.
—¿Podría ser de otro modo siendo quién soy?
—Sos la pitonisa de todos nosotros.
—¿Pitonisa? Suena a vaginitis. ¿Tu pitonisa está sana?
El Interrogador no pudo evitar una risita.
—Seguro. Bien sana. Tengo que hablar con vos.
—Ya conocés la tarifa.
—¿Una excepción?
—No, solo por adelante.
Nuevamente “El Interrogador” no pudo evitar la risita.
—No me refería a eso.
—No hago excepciones con ningún hombre, sólo con mujeres. El mundo será de las mujeres y de las más feas y jodidas como yo, ya te lo dije. Sería bueno que lo recordaras. Hasta ese momento, cuando ya no los precisemos porque los bancos de esperma los van a suplir con creces, pasen por caja. Y vos ya sabés donde queda mi caja registradora.
—Bien. Pero te tiro un nombre.
—No lo intentes. Cobro al contado, luego informo. Te espero esta anoche.
—Si bwana –fue lo único que pudo responder el Interrogador.

5

“Ladilla” estuvo largo rato en el bidet. Lavarse de manera obsesiva luego del coito era uno de sus pires.
“El Interrogador” encendió un cigarrillo y se tomó su tiempo para preguntar lo que necesitaba saber. Ella, desde el baño, lo observaba con una sonrisita cínica. No era amor ni era sexo. Solo interés. Ella tenía claro los suyos y se preguntaba si él sospecha algo.
“El Interrogador” quería era información sobre el emisario de Blacrrod. No se dio cuenta que todo el tiempo ella lo apuntó con su pequeño revolver chato de Smith&Wesson.
—¿Conforme? –preguntó estúpidamente.
—Dos pulgadas es una buena medida.
—¡Dos pulgadas! –exclamó herido en su amor propio. Pero ella hablaba de su pequeño “chato” de dos pulgadas capaz de disparar cartuchos del calibre .357 Magnum.
—Ustedes creen que pueden hacer extraviar a una mujer por el tamaño de su miembro y no piensan que llevamos miles de años fingiendo. Somos expertas en el engaño supremo. Por eso los machos de las arañas mueren irremediablemente, su vanidad los abandona a la muerte segura, servidos en un desayuno de la araña hembra.
—¡Uh! Sos la mujer araña.
—Tela de embudo.
—¿Tela de qué?
“Ladilla” estaba fastidiada. No le gustaba esa conversación intrascendente.
—¿Qué querés preguntarme? –dijo malhumorada.
—¿Por qué me mandaste a ese tipo?
—¿A quién?
—Vos sabés de quién te hablo.
—Yo no te mandé a nadie. No soy secretaria tuya.
—Un tipo que tenía la tarjeta de letras rojas que hice imprimir para vos. Vino en nombre de Blacrrod.
—No lo conozco, no sé quién es. Yo con Blacrrod no tengo trato y vos lo sabés muy bien.
—¿Y cómo tenía la tarjeta exclusiva para vos?
—No tengo idea. Falsificar es muy fácil.
—¿Debo creerte?
—Como te fregue. Yo no le di esa tarjeta a nadie y mucho menos a alguien que viniera en nombre de ese tipo. Antes me hubiera comunicado con vos para saber qué querías hacer.
—No sé qué pensar.
—Pensá lo que quieras –miró al cielorraso como si allí pudiera encontrar unas palabras que deseaba citar–. ¿Cómo dijo el juez?
—¿Qué juez?
—¿El viejito, el que vivió más de cien años?
—No sé de qué carajo me hablás.
—Ya me acuerdo “los pensamientos son libres, los hechos son sagrados”. O algo así.
—Ahora sos filósofa también.
—¿Blacrrod? ¿Te dijo ese nombre?
—Vino de parte tuya, con tu tarjeta y en nombre de ese hijo de puta.
—Yo no lo mandé. Blacrrod es mala palabra para todos.
“El Interrogador” fue al baño, se mojó la cara y el cabello, se peinó.
“Ladilla” le habló recostada en la cama, fumando.
—¿Vos ejecutaste a un tipo de nombre Eln?
—Tal vez, ¿por?
—Porque eso dicen los comentadores.
—¿Y qué más dicen?
—Que le vaciaste una botella de ginebra por el culo.
—¿Eso dicen?
—Y que buscabas a una mujer de nombre Briseida.
—¡Cuántas cosas dicen por ahí!
—Hay mucha gente enojada.
—¿Eso también te dicen?
“El Interrogador” se acercó hasta quedar cara a cara. “Ladilla” tenía el revólver firmemente asido.
—Negra, no creas todo lo que dicen y no repitas todo lo que cuentan. Es lindo llegar a viejo. ¿Algo más que decirme?
—Hay mucha gente enojada.
—Ya me lo dijiste.
—Por algo te lo repito. Nunca hablo al pedo.
—¿Algo más?
—El amor y la venganza siempre caminan juntos.
—El dinero, negra, el dinero. El problema siempre es el dinero.
“El Interrogador” se vistió, y salió de la habitación en dirección a la calle.
Tenía que pensar en lo que le dijo “Ladilla”, ?»hay mucha gente enojada».
Pensar en esas palabras como si se tratara de una movida crucial de una partida ajedrez extraordinaria. ¿Ad2 Rg6 1-0?

6

¿De dónde podría haber sacado ese hombre la tarjeta impresa con tinta roja que él mando a hacer especialmente y sólo para “Ladilla”?
O le mintió el tipo que se presentó como el enviado de Blacrrod o le mintió “Ladilla”. Pero ella le habló de otro asunto. ¿La muerte de Eln tendría algún vínculo con Blacrrod?
Tal vez era momento de hablar con Dixi. ¿El oráculo tendría las respuestas que estaba buscando?
Tomó su celular y llamó a Dixi.
—Hola Dixi –saludó algo avergonzado.
—¡“El Interrogador”! ¡Cuánto hacía que no me hablabas! Me debés unas cuantas partidas. Dicen por ahí que perdiste con Capablanca.
El hombre no podía creer que ya hubiera circulado el chisme de su derrota con el tipo de la ginebra.
—Boludeces. Capablanca se murió hace más de setenta años.
—Setenta y seis, para ser precisos. Pero echar a perder esa ginebra… –río cínico– ¿En qué puedo ayudarte?
—Necesito tus respuestas.
—¡Uh! ¿Dudas? ¿Ser o no ser?
—No tan poético.
—¿Cenar o no cenar? ¿Esa es la cuestión?
—Cenar, yo llevo el vino.
—Pero no puede ser cualquier vino para la ocasión.
—Pedí lo que quieras.
Dixi pensó unos segundos.
—Domaine Bousquet Ameri 2015.
—Buena elección. Dos botellas.
—¡Generoso “El Interrogador”!
—Poderoso caballero es Don Dinero.
—Te espero.

7

Hacía mucho tiempo que no se sentía tan relajado. Dixi era un gran anfitrión. La cena fue exquisita. Medallones de solomillo de cerdo, peras caramelizadas y alioli de peras. Una extravagancia que el sólo el sabio del mundo de los sicarios podía cocinar con la maestría de un chef internacional.
Dixi lo invitó al salón principal. A “El Interrogador” se le hacía difícil caminar por los pasillos del departamento pobremente iluminados, en los que libros se apilaban a cada lado y estanterías pesadas ascendían hasta el cielorraso donde descansaban bellas ediciones incunables. Como de la nada, surgió la música de Bach.
Dixi amaba a Bach. “Bach fue Dios en la tierra después de Cristo”, decía él. Por eso Bach era la música de Dios.
Su discoteca era formidable.
—¿Bach? –preguntó.
—Bach, siempre Bach. Si preferís otro ya mismo cambio por la música que me digas.
—¿Qué escuchamos?
—Partitas para violín.
“El Interrogador” no amaba la música, pero esa noche cierta nostalgia lo unió a Bach de una manera para él completamente desconocida.
Llegaron al salón. En el centro, sobre una pequeña mesa de mármol blanco que flanqueaban dos grandes y hermosos sillones de estilo inglés, un tablero de ajedrez con piezas de marfil lucía ordenado esperando a los contendientes.
Pero ni Dixi ni “El Interrogador” esa noche esperaban jugar una partida de ajedrez ni siquiera para pasar el tiempo. El ambiente era propicio para las confesiones y no tardó mucho en empezar a hablar “El Interrogador”.
—Desde que se me presentó el intermediario de Blacrrod me siguen a todos lados.
—Los vi por las cámaras de video exteriores.
—Hay unos muchachos amigos que decidieron cuidarme.
—Aquí no puede entrar nadie.
—Lo sé, lo sé. Pero ellos están por ahí, dando vueltas, protegiendo esta casa.
—Sos uno de los pocos que entra a mi casa. Si esos matones quisieran entrar no lo lograrían. Te lo aseguro.
—Ya lo sé –se llamó a silencio mientras pitaba su cigarro disfrutándolo–. Estuve con “Ladilla”.
—¿Cómo anda nuestra amiga?
—Igual de fea.
—La fealdad externa suele ser incorregible. La del alma, no.
—Cuando abandoné su reducto me fotografiaron sin disimular.
—Querían que lo supieras.
—Luego se marcharon.
—¿Tenés un lugar seguro donde permanecer? Podés quedarte aquí si lo deseás.
—Te agradezco tu generosidad. Pero no es necesario. Nunca tuve un lugar. No poseo nada que tarde más de diez segundos en abandonar. No tengo hogar, ni recuerdos, ni amores. Refugios, tengo buenos refugios.
—Lo sé. De todos modos conozco a varias mujeres que hubieran hecho lo imposible por estar con vos.
—No es por amor y ni siquiera por sexo. Sólo es cuestión de dinero.
—Siempre solitario.
—La soledad es mi modo de existencia.
—¿Y cuándo te hagas viejo?
—No voy a llegar a viejo, eso es seguro.
—Qué pena.
De una caja de nogal lustrado que estaba junto al tablero de ajedrez Dixi extrajo dos cigarros Corona. “El Interrogador” lo aceptó inmediatamente y lo saboreó varias veces antes de llevarlo a su boca y encenderlo. Luego Dixi hizo lo propio. El humo ascendía dando pequeñas cabriolas que se asociaban a la música de Bach que envolvía el ambiente imponiendo un estado de total armonía.
—Me contrataron para encontrar un cargamento de merca, mucho dinero y una mujer que desapareció y que dicen es la que comandó la operación. El cargamento era de la Banda de “Los Comisarios”.
—Ellos se lo habrán robado a otros. Así que el que le roba a un ladrón…
—El nombre de la mujer no me era familiar.
—¿Briseida? –preguntó Dixi mientras seguía con la vista la gorda ceniza de su cigarro cayendo delicadamente al suelo.
“El Interrogador” sonrió no porque lo sorprendiera que Dixi ya lo supiera.
—Exacto.
—¿Y entonces? ¿Qué debería decir ahora? Ya debés saber también lo del ajedrecista.
Dixi aspiró con fuerza el aire lleno de humo y música y lo retuvo en sus pulmones por unos largos segundos. Exhaló con lentitud y miró a los ojos del Interrogador.
—Solíamos jugar por internet.
—Valiente. No delató a la mujer.
—¿Eran amigos?
—No exactamente. En el mundillo del ajedrez no profesional nos conocemos todos. Lo de la ginebra fue un exceso, perdoná que te lo diga. No lo digo por la calidad de la bebida.
Dixi dejó de mirar a su invitado. No quería que algún sentimiento suyo se hiciera evidente por su modo de mirarlo. Aspiró el cigarro largamente. Exhaló el humo y humedeció sus labios con la lengua.
—El exceso es mi modo de existencia –respondió, pero ni en sus palabras ni en sus sentimientos había rencor alguno. Dixi era una de las pocas personas que lo hacía reconciliarse consigo mismo.
—Briseida es un nombre mitológico –dijo Dixi para salir de la tensión del momento.
—¿Y eso a dónde nos lleva?
—¿Debería conducirnos a algún sitio?
—No lo sé, vos sos el sabio.
“El Interrogador” sonrió de compromiso. Dixi se encogió de hombros y continuó con su relato.
—Briseida, por Aquiles, fue raptada durante la Guerra de Troya.
“El Interrogador” recordó que algo así le dijo Eln cuando lo torturaba. Entonces lo tomó como una broma, una burla de un condenado. En boca de Dixi era una verdad revelada. Permaneció expectante y sólo el humo del cigarro de Dixi parecía distraerlo con sus cabriolas. Volvió la vista donde su amigo.
—¿Qué más? –preguntó algo excitado.
—Después de que un oráculo obligara a Agamenón a renunciar a Criseida, una mujer que había capturado, el rey ordenó a sus heraldos Taltibio y Euríbates que tomasen a Briseida de Aquiles como compensación. Aquiles se ofendió por este embargo y, como resultado, se retiró de la batalla, a la que no regresaría hasta la muerte de Patroclo. Con la retirada de Aquiles, los troyanos disfrutaron de un período de éxitos relativos. Cuando Aquiles volvió a la guerra, Agamenón le devolvió a la mujer, Briseida.
—¿Cómo debo entender lo que me estás relatando?
—Sólo es historia griega. Una mujer raptada durante una guerra, un hombre que se apropia de ella, otro más poderoso que le ordena que la entregue a cambio de otra secuestrada, el hombre que se ofende por esa orden, pero la obedece, y llevado por su enojo abandona la guerra, sus enemigos tienen éxito tras éxitos hasta que él vuelve a la guerra y le devuelven su esclava. Sólo es historia griega. No te estoy planteando un enigma.
—¿Por qué querrá Blacrrod contactarme?
Dixi suspiró desencantado.
—Blacrrod. Camino Negro. Camino de la muerte. Debería cambiar su nombre por Death Road. Sería lo más apropiado.
—Si cambiara su nombre nadie sabría de quién se trata. Nadie construye dos veces su fama. Hay cosas que no se pueden modificar ni con toda la voluntad del mundo.
—Como morir –dijo Dixi.
—Como la muerte, cierto.
—Blacrrod tiene sus propias reglas –explicó Dixi–. Como lo humillaron no una sino cien veces, todos, en especial “Los Comisarios”, decidió hacer su propio reino. Es un idólatra de San la Muerte, dicen que le hizo construir un altar enchapado en oro. Aunque yo creo que todo eso es una fábula para agrandar su importancia y hacerle creer a todos, en especial a sus enemigos, que es un tipo que amasó una inmensa fortuna, totalmente desquiciado y sumamente peligroso.
“El Interrogador” sonrió cómplice.
—Pero es un tipo muy peligroso.
Dixi continuó su relato.
—Dicen que en una reunión de sus seguidores gritó: “¿Soy una mierda salida de la reseca del Camino Negro?”
A lo que sus seguidores respondieron a viva voz: “¡SI! ¡Si! ¡Si! Tres veces, como los golpes del destino. Si-si-sí.”
Entonces, proclamó:
—Somos hijos de la mugre. Somos hijo de la mierda, la mugre es nuestra única madre. La mugre no respeta clases sociales, ni rangos, ni jerarquías, ni conocimientos, ni leyes escritas. Hagamos nuestra propia ley, nuestro propio reino de la mugre. ¡Viva la mugre! ¡Viva la muerte! ¡Viva el Camino Negro!
Él escribió personalmente los nuevos “Diez mandamientos de los hijos de la mugre” y los hizo esculpir en un granito rojo. Sobre esa piedra todos sus sicarios y acólitos hacen su juramente de fidelidad.
“El Interrogador” permaneció en silencio. Sabía que Dixi más no le podía decir. Ahora a él le correspondía unir las piezas, hacer su movida, para entender todo aquello que el amigo le acaba de relatar. La mujer, el rapto, la guerra, los mandamientos roñosos. El camino de la muerte.
—Me dijo “Ladilla” que había mucha gente enojada conmigo.
—La gente se enoja con facilidad.
Después de pronunciar esas palabras, Dixi pareció quedar dormido.
La música llegó a su fin. Los cigarros aun humeaban, pero sus brazas se habían vuelto casi imperceptible. Su calor era frágil.
Los hombres quedaron envueltos en la dualidad de los espejos. Cada uno entendía su imagen de un modo diferente. Afuera no se escuchaba ni el canto de los grillos.

8

El encuentro con el mensajero fue premeditado. “El Intermediario” se aproximó lo más rápido que pudo.
—¿Ya consideró entrevistarse con quien me envía?
—¿Camino Negro?
—¡No lo llame de ese modo, por favor!
—¿Por qué?
—Porque se llama Blacrrod.
—Sigue siendo un negro de mierda que nació de la resaca del Camino Negro, aunque se haga llamar Blacrrod.
El hombre agitaba sus manos, exagerando su además de negación
—Yo no escuché nada, señor. ¡No escuché nada de lo que dijo!
—Usted me mintió. “Ladilla” no le entregó esa tarjeta.
“El Intermediario” se asombró al oír esas palabras”.
—¿Me permite el señor introducir mi mano en el bolsillo interior de mi sobretodo para extraer mi celular?
“El Interrogador” quedó desconcertado.
—¿A quién vas a llamar, mentiroso?
—A nadie, señor, a nadie. Sólo quiero mostrarle una grabación que está almacenada en mi teléfono. Tal vez ella lo disuada de su descreimiento.
Él aceptó. De todos modos, sabía que en distintas diagonales de esas calles amigos suyos tenían a ese hombre en la mira de sus fusiles automáticos de alta precisión. No tendría tiempo de intentar lastimarlo.
La clave en todo atentado son los movimientos de las manos y esos movimientos eran los que seguía atentamente “El Interrogador” mientras el hombre trataba de sacar su celular del bolsillo superior interno del abrigo.
Se lo mostró como quien hace una ofrenda y luego buscó en el archivo de videos lo que estaba buscando.
—Mírelo señor, por favor.
“El Interrogador” aceptó de mala gana.
El video mostraba el momento en que empalaban a “Ladilla”. Vio cuando una estaca gruesa atravesaba su vientre desde el recto. Devolvió el celular. En su rostro no había ninguna expresión.
—Uno de los mandamientos con los que guiamos nuestras acciones dice expresamente, “Ladilla, no le mentirás a “El Interrogador” sobre quién le dio a “El Intermediario” su tarjeta impresa con letras rojas para que Blacrrod lo contacte”.
“El Intermediario” miró en dirección al cielo y señalando en esa dirección dijo:
—Él, Nuestro Señor, es muy estricto en cuanto a la mentira. No le mentirás a “El Interrogador” ni difamarás a “El Intermediario”.
¿Puede ahora el señor Interrogador reconsiderar su decisión y convenir una entrevista con Blacrrod?
—No.
—Pero señor…
—Decile a Blacrrod que se vaya a la mierda.
“El Interrogador” llevó sus manos a los bolsillos y se marchó tarareando una musiquita que pudo reconocer de inmediato. Era un pequeño fragmento de la Partita N°1 para violín de Bach, que escuchó la noche de la cena con Dixi.
Bach estaba con él y por eso permaneció absolutamente tranquilo.

9

Con la muerte de “Ladilla” creyó entender de qué se trataba todo ese embrollo, una guerra no declarada entre la banda de “Los Comisarios” y Blacrrod.
“Ladilla” era una víctima colateral de esa guerra. Nunca la quiso, pero siempre le fue útil, se entendían. Con ella podía eyacular sin ningún tipo de culpa. No era amor, no era sexo, no era dinero. Era lo que era, lo que “Ladilla” exigía como un peaje.
La muerte de “Ladilla” fue un aviso no sólo para él sino para todo el Sindicato. Una advertencia, se trataba de una guerra con reglas nuevas, al modo de Blacrrod que establecía las propias. Los códigos antiguos estaban vencidos, confiar en ellos era una estupidez.
“Los Comisarios” tampoco solían a menudo respetar los códigos. Ellos siempre encontraban algún artilugio para explicar sus traiciones. Pero procuraban que la sangre no llegara al río. Mantenían cierta apariencia.
A él lo habían contratado “Los Comisarios” por el asunto del atraco de la droga y el faltante de una millonada de dólares; la acción comando que afirmaban una mujer de nombre Briseida había liderado.
Fueron “Los Comisarios” los que le dieron el dato de que en el domicilio de Eln se había refugiado esa mujer. Ellos lo metieron en esa casa y las cosas terminaron como terminaron. Claro que él no podía achacarle ninguna culpa a “Los Comisarios” por las muertes como no podía acusar a Alekhine ni a Capablanca por sus malas jugadas en una partida de ajedrez. El rencor por la derrota en la partida de ajedrez no había sido el motivo excluyente, pero tuvo su importancia en el momento de decidir vaciarle al pobre tipo la botella de ginebra en el intestino.
No había que ser muy lúcido para comprender que al matar a Eln quedó involucrado en la guerra en favor de “Los Comisarios”. Además, la manera en que lo asesinó remitía a una venganza y no a un simple asesinato por encargo. Quien mata de ese modo sólo puede hacerlo porque está involucrado en la guerra.
No se había detenido aún en dilucidar qué relación unía a la mujer con el ajedrecista asesinado. Y si esa relación explicaba el vínculo de Eln con Blacrrod. ¿Un simple ajedrecista y jugador de póker podía estar vinculado a esa cucaracha de las cloacas del suburbio bonaerense?
El único eslabón que encontraba el Interrogador entre Eln y Blacrrod era la mujer.

10

Trató de razonar. La mujer buscó refugio en la casa de Eln porque estaba segura que él no la entregaría. De eso él podía dar testimonio. El tipo nunca la delató y prefirió la muerte a la traición.
¿La razón? Tal vez un amor pasado, una amistad poderosa, o lazos familiares. Se inclinó por esta tercera posibilidad. Briseida y Eln eran familia.
La familia es sangre y la sangre está por encima de todo. Para “El Interrogador”, de ese modo pensaba el común de la gente. La familia está por encima de todo.
¿Y qué podía unir a Briseida con Blacrrod?
Volvió a la conversación con Dixi la noche de Bach. Dixi le dijo que no le estaba planteando un enigma, pero con los sabios nunca se podía estar seguro.
Elaboró una hipótesis.
Briseida era la amante de Blacrrod. Ser la amante de ese maniático homicida resentido equivalía a ser, de hecho, su esclava. La preferida, tal vez. Pero esclava al fin. Podía ser tan perversa como él, incluso más, pero todo lo que era lo era en tanto y cuanto sirviera al héroe de las aguas servidas del camino de la muerte.
Desatada la guerra la amante de Blacrrod era un blanco seguro de “Los Comisarios”. Secuestrar a la amante del enemigo podía ser una medida aconsejable más si esta fue quien capitaneó el asalto a los camiones con la merca y los dólares de “Los Comisarios”.
Secuestrarla para obligar a Blacrrod a negociar el fin de la guerra, exigirle que devolviera la merca y el dinero robado y un nuevo reparto de territorios y negocios.
El problema con Blacrrod es que nunca negociaba. Esa era una premisa en sus métodos para mantener y expandir sus territorios. Era seguro que alguno de sus diez mandamientos así lo imponía.
Negociar nunca. Negociar era una palabra que no estaba en su vocabulario. No importaba que se tratara de la vida de hijos, esposas, familias. Nunca negociar. Era una condición tremenda pero muy efectiva. En poco tiempo sus enemigos supieron que meterse con las familias era un camino muerto. Se cerraban las negociaciones y luego sobrevenía la venganza que solía ser muy cruel.
El primer mandamiento: primero los negocios. Después la venganza. Lo único inalterable eran los negocios y los negocios nunca se ponen a discusión.
Declarada la guerra, no había tregua. Guerra hasta el fin. En todo tiempo y en todo lugar. Hasta agotar al enemigo, rendirlo y esclavizarlo.
“Los Comisarios”, viejos en el arte de la guerra mafiosa, lo usaron a él para matar a la mujer. Ella escapó por poco y Eln quedó a su merced. Él mató a Eln y ahora estaba hasta el cogote.

11

El Sindicato le mandó a decir que, para sobrevivir, el problema era saber elegir el bando correcto. La respuesta no era compleja. No hay mafia sin Estado. Blacrrod sólo podía existir si se sometía a las leyes del mercado. Y él sólo debía confiar en esas leyes no escritas que gobernaban el submundo del hampa.
Le sugirieron que no mirase la pequeña batalla que Blacrrod pretendía librar en un limitado pedazo del territorio bonaerense. La geografía era tan basta que, vista desde esa perspectiva, lo de Blacrrod era apenas la guerrilla de un lumpenaje sin otro destino que someterse al poder de los grandes grupos y vivir y dejar vivir. Sino lo aceptaba, lo eliminarían. Así de simple es la lógica en la vida.
“El Interrogador” quiso saber qué pensaba el Sindicato de la muerte de “Ladilla”, pero no hubo respuesta. Comprendió el silencio.
Luego pidió ayuda para contactar a “El Intermediario” y eso le fue concedido. Con las garantías del caso se convino una reunión en un lugar apartado propuesto por “El Interrogador”, el pueblo de costumbre, donde se desliza el suburbio y daban la vuelta cinco vientos por las cinco esquinas de las viejas propiedades.
?El primero en llegar fue “El Intermediario”. El hombre como siempre llevaba el rostro semi cubierto por el ala del sombrero que había bajado hasta tapar casi por completo su prominente nariz. Las solapas del sobretodo más alzadas que de costumbre, servían para ocultar su rostro por encima de la barbilla, hasta casi el labio inferior que estaba de un color morado, mortecino. Un cigarrillo se dejaba ver entre las solapas y el color amarillo de la nicotina se esparcía por los orificios de la nariz dando un aspecto cadavérico a su dueño.
El escenario era conocido. La tarde caía gris sobre la calle empedrada. Los adoquines dejaban su tono rojo del crepúsculo tardío a medida que su luz se disipaba junto al aire húmedo. Eran las mismas veredas, los mismos adoquines de siempre, pero la pátina gris los deformaba sugerente.
La gente de siempre caminaba como siempre, sonámbulos que esquivaban la poca niebla que surgía de una alcantarilla donde se derramaba un brebaje caliente por una vieja cañería de hierro fundido. El vaho pequeño que se depositaba alrededor de la alcantarilla se enrulaba hasta hacer un nudo de dimensiones insignificantes y simular unos diminutos insectos que luchaban por liberarse de sus exoesqueletos.
El hombre de aspecto gris se aproximó por detrás de “El Intermediario”. Cuando estuvo a prudente distancia le disparó con su escopeta calibre doce directo a la cabeza.
Voló el sombrero perforado por las municiones de acero. Un trozo del cráneo rodó hasta la alcantarilla y la sangre devolvió a los adoquines su tonalidad rojiza.
“El Interrogador” escondió el arma debajo de su amplio perramus y se marchó por donde vino.

12

A Blacrrod no debió quedarle duda de qué lado estaba “El Interrogador”. Sabía que el sicario iría por Briseida y si se confabulaban “Los Comisarios” con el Sindicato su suerte estaba echada.
En la vasta geografía delictual, Blacrrod era un personaje importante, un minúsculo ser que se había elevado por encima de la inmundicia y construido un pequeño imperio. Era un ejemplo de la movilidad social de un país despatarrado. Pero estaba lejos de ser un héroe de las dimensiones de la épica griega. Una fanfarronada vaya a saberse inspirada por quién.
Y aunque su amante se hubiera rebautizado con un estrafalario nombre griego, no sería suficiente para darle alcurnia mitológica al barro surgido de las orillas del camino negro.
“Los Comisarios”, muerto “El Intermediario”, le ofrecieron negociar.
No habría misa negra. No en esa oportunidad. Ni mítines donde la multitud exaltada aclamara al príncipe de los ratones.
Los “Diez mandamientos de los hijos de la mugre” podían ser postergados por algunas semanas. Total, todos los mandamientos religiosos se hicieron para cumplirlos siempre y cuando se pudiera. El fanatismo religioso no conduce a otra cosa más que al oscurantismo.
Así que posponer leyes presuntamente divinas, no están pecaminoso como morir inútilmente en nombre de ellas. Blacrrod demostró ser un pragmático y de los buenos.
“Los Comisarios” fueron precisos. Querían la merca, la plata y a la mujer. Sólo era cuestión de poner las cosas en orden.
Después negociarían un armisticio beneficioso para todos. Una mesa de acuerdos por un período, y nuevo reparto de los territorios. Los territorios del Ejército de los Ciegos estaban en disputa, no había razón para no negociar con Blacrrod. Deshacerse del Ejército de los Ciegos no era mala idea. Aunque no habían sido ellos los que iniciaron esa pequeña guerra, era una oportunidad que no era conveniente dejar pasar.
Sabían que fue el mismo Blacrrod quien asesinó al príncipe de los sicarios ciegos con el arma que le robaron a su amante y que luego, con esa misma pistola calibre 6.35 de fabricación belga, la asesinaron a ella. Pero ese era una historia de la que preferían no hablar por el momento.

13

—Si alguien rompe las reglas, todos tenemos derecho a hacer lo mismo.
Así le dijo “El Interrogador” a Dixi esa última cena, esa última noche. Dixi asintió con su cabeza.
—La ley o es pareja para todos o es para ninguno.
—El Sindicato me juzgó y me absolvió, pero me quitó mis credenciales.
—La cabeza de “El Intermediario” fue tu certificado de salida. ¿La encontraron?
—Sólo en parte. Los disparos con una escopeta calibre 12 son como la mordida de un yacaré. Te destrozan fácilmente.
—¿Te quitaron tus beneficios sociales?
—¡No! Mantengo todos mis beneficios sociales. Es sanción, no venganza. He ahorrado mucho, no tenía en qué gastar. No me ha de faltar nada.
—Entonces no te ha ido tan mal.
—Depende cómo se aprecie. Desde entonces sólo ando muriéndome por ahí.
—Solo.
—Completamente solo.
—¿Amor?
—Ni pensarlo. Nunca estuve para eso ni en mi mejor momento. Buscaré otra “Ladilla” donde descargar mi esperma cuando sea necesario. La edad no viene sola, amigo.
—Ladilla, no habrá ninguna igual, no habrá ninguna –Dixi murmuró el tango de Siro y Manzi.
—La del tango era una…
—No lo digas, por favor, no lo digas… –rogó Dixi por no oír una grosería sobre la mujer asesinada.
—De acuerdo. Tenés razón.
—¿Dónde vas a vivir?
—Todavía no lo decidí.
—Podés quedarte aquí lo que quieras. Esta es tu casa. No te va a faltar qué leer.
—No estaría mal una estancia entre tanta cultura.
Dixi aplaudió. Tenía varias partidas pendientes con su amigo.
—¿Y la guerra? –preguntó por curiosidad.
—Armisticio.
—¿La merca? —preguntó Dixi sonriendo maliciosamente.
—Regatearon.
—¿El dinero?
—Regatearon.
—¿La mujer?
—La entregaron de una. Sin discusiones. Alguien me dijo o creo que me dijo alguna vez “amor y traición siempre van juntos”. Pero no recuerdo quien ni por qué. ¿Me estaré poniendo viejo?
“El Interrogador” alzó la vista hacia el cielorraso. Fue la primera vez que reparó en las delicadas pinturas que rodeaban las molduras de donde pendía la bella araña de bronces y cristales.
—¿Qué estamos escuchando?
—La suite N° 1 para violoncello de Bach.
—Bach, Bach. Me está empezando a gustar esta música del tipo con peluca.
—Bach es Dios.
—¿El intérprete?
—Yoyo Ma.
—¿Yoyo? –sonrió “El Interrogador” sin poder evitarlo.
—¿Te causa gracia su nombre?
—¿Así se llama?
—Si, ¿por qué?
“El Interrogador” se llamó a silencio. Era preferible dejar pasar el momento. Echó una larga pitada a su cigarro Corona. Dixi lo imitó mientras esperaba que su compañero hiciera la primera movida. “El Interrogador” jugaba con blancas. Dixi aceptó el capricho.
—E4, amigo –dijo sonriendo.
Dixi cerró sus ojos y dejó que Bach jugara por él esa última y extraordinaria partida.

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