Agonía del empleado que me habita

Agonía del empleado que me habita

Zonia Palencia

23/04/2017

Bogotá, centro de la ciudad, era una tarde tibia de aquellas donde el sol coquetea con la fina lluvia, que insistente, sigue cayendo. Estaba en la sala de reuniones, había llegado la hora en la que, como todos los lunes, revisábamos el cumplimiento de actividades del área. Comenzaba una nueva semana laboral tras casi seis años trabajando para la misma compañía. Pero esta reunión fue diferente, aún lo recuerdo, me vi a mi misma, como de lejos, como si mi mente, harta ya de la rutina, hubiera salido de mi cuerpo a husmear el sitio donde me encontraba para, tal vez, encontrar razones que la ayudaran a liberarse del encierro que la atormentaba.

Ahí estaba yo, impasible, ocupaba una de las sillas de aquella sala de reuniones que, aunque austera, estaba atiborrada de cosas sin sentido. Fueron llegando apuradas, una a una, las demás personas, personas que, como yo, veníamos a vender las cuatro ultimas horas del día en aquel empleo. Como en toda compañía, había empleados de todas clases: los diligentes que buscan mantenerse en primer lugar y ganarse la confianza del jefe; los alegres que van derramando su optimismo sin importar sus resultados laborales; los resignados que viven aburridos y solo quieren ser cada vez más invisibles, no obstante, mantienen la esperanza de ser reconocidos; los amargados que viven saltando de queja en queja creyendo siempre que aportan demasiado para el pago que reciben; los distraídos -generalmente absortos en sus «smartphones»- que nunca viven en el aquí y en el ahora; y los confundidos -ahí estaba yo- que sienten que ya no pertenecen a su empleo y alegan estar atrapados por un sistema que los aliena, pero se abstienen de huir de él porque no ven con claridad su futuro fuera.

La reunión inició, pero mi mente no quiso regresar a mi cuerpo y siguió observando, vio como mi cuerpo se movía, muy escasa y lentamente, como si algo estuviera muriendo dentro de él y tuviera ya una carga muy pesada. Mi mente seguía absolutamente ajena, ajena al asunto que nos reunía, ausente de la retahíla de reportes de avance, informes de proyectos y demás palabras que brotaban de cada empleado como si fueran bombas, bombas en una guerra infinita de excusas y justificaciones. Y mi jefe, del otro lado de la guerra, respondía con más palabras, sendas conclusiones y recomendaciones que se convertían en compromisos que nos quedaban, a mi y a los demás empleados en aquella sala.

Mi cuerpo con un movimiento brusco, como proveniente de un ser que estuviera luchando ferozmente por no morir, logró atraer a mi mente para retomar las recomendaciones e instrucciones que nos estaban siendo dadas, quise enfocarme en los objetivos que la organización esperaba lograr a través de las actividades encomendadas, quise entender los deseos más profundos de mi jefe para cumplirlos e incluso superar sus expectativas, pasarme al grupo de los diligentes y lograr -¿por qué no? – un merecido ascenso en la escalera corporativa. Estaba a punto de hilar todas las palabras, casi recuperaban ya todo su sentido, pero fue en ese momento cuando él apareció en la escena: mi espíritu emprendedor.

Estaba furibundo, enardecido, vociferaba y me atravesaba el alma con sus gritos sordos, gritos que solo yo podía escuchar y comprender. Se negó a aceptar las palabras, se negó a darles coherencia y significado, no podía creer que yo estuviera considerando entenderlas y seguirlas. Me reclamaba y me acusaba, recuerdo tanto, de ser el verdugo de mis propios sueños, -¿que tal eso?- cómo si no comprendiera que mis sueños eran tan importantes para mí como lo eran para él.

Por un momento quise responderle, quise pedirle que lo dejáramos para otro día, quise explicarle los motivos que me llevaron, por un momento, a considerar seguir fielmente aquellas instrucciones. Pero no fue posible interrumpirlo pues mi mente, absolutamente presente y ahora de su lado, me recordó que no existían tales motivos, que solo eran excusas, las excusas de siempre, y entonces, me quedé callada dispuesta a escucharlo nuevamente.

Me recordó con ahínco lo mucho que hemos avanzado y lo felices que nos vemos cuando estamos planeando nuestro futuro, creando aquel imperio de libertad financiera que hemos visualizado. Me gritó que los sueños de libertad y la felicidad no son negociables y ¡menos por una paga! -eso me dolió profundamente- me advirtió que no permitiría que yo echara por la borda todo el esfuerzo que habíamos hecho para vencerlo… ¿vencerlo? -me pregunté atónita- ¡pero claro¡ en ese momento, lo recordé horrorizada: ¡lo habíamos envenenado!

Si, el espíritu emprendedor me estaba ayudando a hacerlo, él habita en mí desde hace muchos años. Él nació y creció muy débil, pero empezó a volverse fuerte el día en que mi empleo dejó de ser estable: contrato va, contrato viene y mucho tiempo para pensar le dieron el espacio necesario para fortalecerse. Recientemente había empezado a seducirme y veníamos devorando libros de emprendimiento; consumíamos, como adictos, toda literatura que muestra las bondades y ventajas de ser tu propio jefe, la satisfacción de construir tus propios proyectos y darle vida a tus propias ideas; hurgábamos en biografías de grandes empresarios y hombres de negocios, ansiosos de conocer y aplicar los pasos necesarios para renunciar a la seguridad de un empleo y llegar a ser grandes emprendedores, convertirnos en empresarios de éxito dispuestos a compartir sus secretos y la abundancia creada a partir de sus prósperos negocios.

No tuve más remedio que aceptar lo que estaba pasando. El empleado que había vivido en mí los últimos 16 años estaba enfermo, agonizaba, era su fin. Me alegré, sentí alivio, mi espíritu emprendedor y yo éramos libres, habíamos logrado semejante hazaña. Sin embargo, cuando me disponía a tirarlo todo y salir de aquella reunión insulsa, miré atrás y la vi, desafiante, noté en su mirada la firme intención de seguir sembrando su cizaña, era la duda esa odiosa y saboteadora que llega y se instala sin permiso en mí para detenerme.

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