Hardboiled (Cadáveres a la deriva)

Hardboiled (Cadáveres a la deriva)

Cadáveres a la deriva

1

—¿Sabemos quién es la tipa? ¿Algún dato? –preguntó el Inspector de policía.

—Por ahora nada –respondió un cabo– al cadáver lo destrozaron, como a las otras.

—¿Alguna seña particular?

—Tampoco. Nada que nos permita saber si coincide con alguna denuncia por desaparición.

—¿Rastro de ADN?

—Tampoco jefe, muchos días en el agua, los peces hicieron lo suyo.

—¿En el Reconquista hay peces? Si está lleno de mierda ese río…

—El Luján tiene buen pique, ¿nunca tiró una línea?

—Sólo me tiré un pedo y no pasó nada. Avisame si se sabe de algo. Esta debe ser la numero diez mil de las degolladas del río.

—Quinta…

—La quinta del ñato.

—Mas o menos. La dejaron bien ñata.

—Me voy. Hasta mañana.

—Hasta mañana, jefe. Qué descanse y sueñes con los pescaditos del Reconquista.

El hombre estaba de muy mal humor. No había ninguna pista del cadáver recién hallado. Era el quinto. Todas minas destrozadas con maldad.

¿Identificación? De ninguna. Siempre la misma respuesta: “imposible identificar”.

“¡Todo mal!”, despotricaba. Tenía cinco fantasmas en carpeta. Luego repetía en voz alta mientras manejaba hacia su casa como si hablara con alguien que pudiera colaborar a esclarecer los cinco crímenes:

—Tengo cinco pares de piernas sin pies; cinco pares de brazos, sin manos; cinco cabezas sin rostros; cinco pechos sin tetas y cinco panzas sin tripas. Eso tengo. Nada más. ¡Ah! Y un río lleno de mierda.

Cómo vamos a resolver este quilombo si sólo tenemos pedazos de personas que nunca podemos identificar y bidones de mierda. ¿Alguien me lo podrá explicar?

Nadie. Pero él era viejo en Homicidios, sabía que, cuando algo no se podía explicar, era porque se trataba de crímenes que cometía alguien que conocía y muy bien los protocolos de investigación y de identificación. Avivado, el tipo (o los tipos), borraba todo aquello que pudiera delatarlo.

Se emputeció cuando un jefe le habló de un asesino serial.

—No me joda, jefe. ¿Ma’ qué asesino serial ni qué asesino serial? ¿Me vio cara de boludo? Los asesinos seriales sólo existen en la tele. No andan por ahí tirando descuartizadas. Esto es obra de un hijo de puta o de un grupo de reverendos hijos de puta que tienen protección. Lo bancan. Nadie anda tirando cadáveres al río como si fueran copitos de maíz para las palomas.

Desde entonces ese jefe no le habló más. “Mejor”, se dijo, “un boludo menos que escuchar”.

En las riberas de ese río viven decenas de lúmpenes de mala muerte, cirujas hambreados por años, alcahuetes de la policía que correrían a avisar cualquier cosa que vieron por dos mangos, un tetrabrik, un choripán. Y ni siquiera. A veces hablaban sólo para que no los cagaran a palos los canas cuando andaban torcidos.

Si no estaban en pedo, muchas veces daban buena información, pero si estaban mamados inventaban cualquier cosa. Había que saber lidiar con ellos.

Cuando ningún ciruja veía nada era porque no convenía. El miedo nunca es zonzo y es más fuerte que el hambre.

2

Esa noche no pudo dormir. El insomnio era su compañía habitual cuando no encontraba las respuestas sobre un homicidio. Cinco homicidios significaban muchas preguntas y no tenía ninguna respuesta.

Se inyectaba para dormir. ¿Cuántas aplicaciones debería hacerse para dormir, aunque más no fuera cuatro horas?

Su médico se lo reprochaba.

—Cortala con esas inyecciones de mierda. ¿Quién te las recetó?

—Nadie.

—¡Ah! Nadie. ¿En qué facultad se recibió el Dr. Nadie?

—La de la zona roja.

Putas y travestis tenían remedio para todos los tipos de insomnios.

—Tu remedio, ¿por dónde te lo inoculan? ¿por la boca o por el culo? –le preguntó el médico.

—¡Ja! No sabía que además de médico trabajabas de payaso.

—¿No lo sabías? El payaso mala onda. Dejá de “inoculearte” con cualquier mierda.

—¿Qué dijiste?

—Que dejés de inocularte con cualquier mierda.

La palabra “inocular” lo dio un empujón, le sugirió una pista.

“Inocular”. Buscó en el diccionario, una costumbre que nadie comprendía. Cuando empezaba un caso, pensaba una palabra, la buscaba en el diccionario de la Real Academia y leía con atención su significado. Afirmaba que esa le permitía empezar a resolver el crimen.

“Inocular”, leyó en voz alta, “del latín, inoculāre, injertar, inculcar”. “Introducir en un organismo una sustancia que contiene los gérmenes de una enfermedad.

Pervertir, contaminar a alguien con el mal ejemplo o la falsa doctrina. Inculcar.”

Inocular, introducir, pervertir. Las tres palabras lo condujeron a los informes preliminares de las autopsias. Eran todos similares. Describían el estado de los cadáveres, las partes amputadas, qué tipo de incisiones, no mucho más.

Llamó a su ayudante.

Una voz somnolienta lo puteó en arameo.

—¿Leíste los informes completos de las autopsias?

—Todavía no están jefe. ¿Usted sabe qué hora es? Acabo de divorciarme por su culpa.

—Mejor. Yo te presento una mina joven que te la va a chupar hasta dejártela invisible.

—¿Qué pasa con las autopsias a esta hora de la madrugada?

—Tres palabras: Inocular, introducir, pervertir.

Su ayudante terminó la comunicación. No podía defenderse de su esposa que le recriminaba que su jefe lo llamara siempre a cualquier hora.

Como no podía dormir abandonó la cama y se duchó para despejarse. Tomó café bien fuerte. “Si, si, también me dijo el doctor que deje el pucho y el café. Si, si, mañana lo dejo”. Se repitió mientras bebía y fumaba. Dos tazas de café cargado y un cigarrillo atrás del otro.

Inocular, introducir, pervertir. Repitió esas tres palabras muchas veces.

Subió a su automóvil y encaró para su despacho. Llegó rápido, no había tránsito a esa hora. Estacionó mal, como de costumbre.

La guardia no se sorprendió al verlo. Era habitual que él llegara y se fuera a cualquier hora.

—Buenas gente.

—Buenas noches, señor. Madrugando.

—Como los extrañaba los vine a visitar. ¿Café?

—En la máquina.

—Si preguntan por mí dignale que me morí anoche atragantado.

—Lo que usted diga, señor.

Se acomodó en su sillón, prendió un cigarrillo y empezó a leer los informes preliminares de las cinco autopsias.

3

Apenas entró su asistente a la oficina le dijo:

—Estos informes son una mierda.

Al hombre se lo veía desmejorado. Estaba ojeroso y somnoliento. Con seguridad no había podido conciliar el sueño luego del llamado de su jefe a la madrugada.

—Buenos días, primero.

—¡Estos informes son una mierda!

— ¡Eh! ¡Momento! Lo prometido es deuda, deme lo que me debe.

—¿Y yo qué te debo a vos?

—El teléfono de la minita esa que me la iba a chupar hasta dejármela invisible. Mi mujer acaba de presentar los papeles del divorcio por culpa suya.

—Es lo mejor que te puede pasar. Ahora nadie te va a romper las pelotas y te va a sobrar la guita.

El asistente acomodó una silla cerca del sillón de su jefe. Lo miró desconsolado y soltó una risita de compromiso.

—Lo escucho.

—¡Estos informes son para pendejos!

—Los escribió “El Morro”, jefe. El capi de tutti li capi.

—¡Bah! Pura mierda. Miente como puta vieja.

—Ya lo hablamos muchas veces, jefe. Hay que llevarse bien con los camaradas.

—“El Morro” es un pervertido, un hijo de puta.

—Todos tenemos defectos, jefe. Pero los superiores dicen que es el mejor forense.

—Porque les hace favores. Hace lo que le ordenan. Con tal de mantener a salvo su culo firma cualquier mierda –ese argumento el asistente sabía que no lo podía refutar.

“El Morro” era un cáncer del sistema judicial. Asesinó a su esposa bañándola con ácidos y luego se fue de fiesta a un descampado en el medio de la provincia donde un proxeneta lo proveía de exquisita mercadería femenina púber, casi infantil. Un pedófilo singular e incorregible. Lo salvaron los servicios que hicieron cambiar la carátula de femicidio a accidente doméstico.

—Para le superioridad es el mejor forense.

—¡Me cago en la superioridad!

—No lo diga en voz alta, por favor, que todos tenemos que comer de esto.

—Ese pervertido se debe haber echado un polvo con el cadáver antes de hacerle la autopsia. Buscame el número de “Vidalita”. Quiero hablar con él.

—Si señor.

“Vidalita” era un forense amigo. Para él, el mejor de todos. No tenía compromisos con nadie y eso lo relegaba para los ascensos. Sabía que mientras estuviera “El Morro” no lo promoverían para ninguna jefatura. “Vidalita” y “El Morro” se conocían desde su juventud. El odio era mutuo.

—Negro, querido, en qué te puedo ayudar.

—Quiero que mirés para mí un fiambre.

—Si es Paladini no hay problema.

—Una muerta, decapitada, amputada, eviscerada.

—¿Nada más? ¿La agarró un tren?

—Más o menos.

—¿Y no tenés nadie que le haga la autopsia?

—Ese es mi problema.

—¡Ah! Comprendo. No te bancás al pedófilo.

—Ni ahí. Es un mentiroso que vende humo.

—¿Cuándo querés que vaya?

—Cuanto antes, ¡ya mismo!

—¿Ya tenés tus palabras mágicas?

— Inocular, introducir, pervertir. Vos me conocés, vos me entendés

—Bueno. Voy, reviso el cadáver y busco lo que me pedís. ¿Vamos juntos? ¿Nos encontramos?

—Te paso a buscar. ¿Estás en tu casa?

—Si. Te espero.

—Abrazos.

4

A “Vidalita” no le llevó mucho tiempo encontrar lo que le pedía el amigo.

—¿Los datos de laboratorio ya los tenés?

—No. Seguro se van a perder. Después se van a perder las muestras y finalmente se van a perder los cadáveres.

—Los zombis están de moda, Negro. Está lleno de muertos que caminan. Algunos, incluso, hasta van a ser candidatos. Los políticos no mueren nunca, como los zombis.

—Así estamos.

—Bueno, veamos a la dama.

—Dale.

“Vidalita” observó meticulosamente el cuerpo. Como pudo revisó los brazos, las piernas, las axilas, la entrepierna. Giró el cadáver para apreciar la espalda, revisó el ano, parte del recto, los pliegues de los glúteos, los muslos, la parte posterior de las rodillas.

—Bien. Inocular la inocularon en varios lugares. Hay varias marcas de agujas que intentaron ocultar. Están en zonas no frecuentes pera conocidas. Las perforaciones son muy visibles.

—Droga.

—Es probable. Si tuviéramos los datos de laboratorios ya sabríamos cuál o cuáles.

—¿Creés que podrían ser varias?

—Estoy casi seguro. La torturaron a mansalva. Para mí la mayoría de las heridas que la infringieron son vitales. No aparecen rastros de que hubiera podido resistirse. Sólo podría ocurrir de ese modo si la persona está muy drogada, paralizada o muy volada, como idiotizada, incapacitada de defenderse.

—¿Las amputaciones también?

—Manos y pies, seguro. Creo que después la decapitaron y finalmente la evisceraron. El que lo hizo no es un bruto. No es Favaloro, pero no es un bruto. Tal vez un carnicero, un carnicero despostador con experiencia.

—Tu primera palabra era “inocular”. ¿La segunda?

—Introducir.

—Introducir. Correcto. Tiene desgarros en la vagina, el ano y el intestino. La empalaron. No te puedo decir con qué, pero seguro era un objeto duro y rugoso. Se ve por las laceraciones múltiples en el ano, en el recto y el canal vaginal. Tal vez un aparato fabricado para provocar esta clase de tormento.

—¿Y la última palabra?

—Pervertir.

—Pervertir… pervertir… Está claro que el tipo o los tipos son unos pervertidos. Se me ocurren muchas clases de perversiones observando este cadáver. ¿Perversión religiosa? ¿Justicia divina? ¿Simple diversión?

—Para mí es un trabajo en equipo. No es un tipo solo. Son varios. Muchos. Con poder.

—De esos sabés vos más que yo, Negro. ¿La mujer podría ser una prostituta?

—No sabemos.

—¿Investigaste los prostíbulos para saber si están faltando mujeres?

—Nadie quiere hablar.

—Esa una buena pista. El silencio es salud, decía Lopecito.

—Yo creo que todo esto es una puesta en escena.

—Puede ser. Las mutilaciones son realmente curiosas e innecesarias. Como si quisieran vendernos un Chikatilo, un Hannibal Lecter. Tendría que ver los otros cadáveres, pero estoy seguro que siguen el mismo patrón. Sexo brutal, empalamiento, amputaciones, decapitación, evisceración.

—No van a autorizar exhumar los otros cadáveres. Ni sé si todavía queda algo de ellos o ya los incineraron para borrar pruebas.

—Vos pensás lo mismo que yo.

—Por algo somos compadres.

—Orgía de bacanes. Perversiones, crimen, descarte. ¿Te acordás del loco de la ruta?

5

Una reunión de altos mandos fue convocada de urgencia por el incidente del último cadáver rescatado del Reconquista.

Los hombres llegaron puntuales. No llevaban sus uniformes, todos vestían ropa sport. Se dirigieron a un salón en el tercer subsuelo del edificio. Era un lugar amplio pero oscuro. Tenía un intenso olor a humedad. El aire era espeso y algo fétido.

La luz era tenue y muy cálida. Los jefes permanecieron en penumbras mientras duró la reunión. Apenas se podían distinguir los rostros. Fumaban exquisitos habanos cubanos Partagás y bebían whisky marca “The Macallan” que soltaba un perfume que contrastaba por completo con las fetideces atrapadas en ese sótano.

Sus voces sonaban apagadas, pero no disimulaban sus resentimientos.

—¿“Vidalita” examinó el último cadáver? ¿Y por qué metió su nariz en esa concha? –preguntó indignado uno de los jefes que respondía al nombre de “Hacha”.

—Se lo pidió el oficial que está a cargo de la investigación –explicó el cabo ayudante.

—El Negro, ¿verdad?

—Sí señor.

—¿Es su jefe?

—Sí señor –respondió tímidamente el cabo. Era el único al que una luz iluminaba por completo. Su rostro parecía demacrado y de un color bilioso.

—¿Y el Negro quién carajo es para hacer que otro forense revise ese fiambre? –dijo uno que se presentó como “Pietro”–. La autopsia la hizo “El Morro”. ¿No me van a decir que ahora desconfían de “acidito”?

Los hombres rieron a coro.

—Con “El Morro” todo bien, sólo que no tenés presentarle a tus hijas… –se burló “Pietro” con cinismo.

—¡Menos a las nietas! ¡Las prefiere bien pendejas! –agregó el que llamaban “Pinocho”.

Una risotada generalizada llenó el ambiente de ruidos.

—Si el Negro no fuera policía, habría sido anarquista –dijo el que respondía al nombre de “Urraca”–. No respeta una sola disposición. Es un “violador serial de reglas”.

—A mí me tiene lo huevos al plato –se quejó uno que parecía de muy alto rango y al que todos llamaban “Jefe”–. Siempre jodiendo, siempre hurgando donde nadie lo llama. Alguien le hizo creer que es importante.

—El cementerio está lleno de imprescindibles y de gente importante –rezongó “Hacha”.

—¿Qué hacemos, señores? –preguntó “Urraca”. La pregunta quedó flotando en el ambiente.

Luego de un largo silencio, el “Jefe” exigió una decisión.

—No tengo todo el día para perder en esta mierda –bramó.

El más viejo de los oficiales y que hasta entonces no había hablado, dijo:

—Todos conocen los protocolos para estos casos. No hay mucho que discutir. Hay que poner fin al asunto.

Todos aprobaron a mano alzada. Abandonaron el salón bromeando entre ellos.

“Hacha” llamó al cabo ayudante. Le habló al oído.

—Arregle esta mierda.

—¿Qué me sugiere, señor?

—Póngale un buen trozo de carne para que se cebe –usted me entiende–. El Negro, como el pitbull, cuando muerde no suelta.

—De acuerdo señor.

—No lo deje sólo en ningún momento.

—Sí señor.

—Vaya siempre con él.

—Si señor.

—¿Cuál es su nombre?

—Chepi, señor. Cabo Chepi.

—Lo tendré presente.

—Gracias señor.

6

La pista parecía buena. El Negro estaba seguro que esa sobreviviente lo ayudaría a resolver los homicidios de las mutiladas arrojadas al río.

La mujer fue rescatada de las pútridas orillas del Reconquista por su ayudante, el cabo Chepi. Cuando la halló estaba más muerta que viva y los paramédicos no creyeron que llegaría con vida al hospital.

El Negro nunca supo hasta entonces de una persona que sobreviviera a semejante paliza. No sólo por los golpes que recibió, sino por las vejaciones. No había visto nunca tanta saña contra una mujer. Sus laceraciones en la vagina y el recto eran espantosas. Sus senos habían sido quemados con cigarrillos y seccionados parcialmente los pezones. Tenía incisiones en las muñecas y tobillos que sugerían que quisieron amputárselos. En el cuello lucía un corte que abarcaba todo el diámetro del mismo como si hubieran intentado su decapitación.

Sus heridas coincidían con las que mostraban los cadáveres encontrados en el río. Demasiadas coincidencias.

Los médicos le aseguraron que en un tiempo no muy prolongado estaría en condiciones de declarar y que ella les había manifestado que ese era su deseo.

Debía ser paciente y esperar que se recuperara de sus heridas. Recién entonces podría interrogarla para que ella le contara quién la atacó y dónde.

Chepi estaba de casualidad en el hospital haciendo unas averiguaciones por otro caso cuando le informaron que la mujer ya estaba en condiciones de declarar. No bien lo supo, llamó al Negro para ponerlo al tanto. El oficial no perdió tiempo en dirigirse hasta allí. Había esperado con ansiedad escuchar la versión de la mujer sobre su ataque.

En el camino compró una estatuilla de la Virgen de Caacupé para obsequiársela. Si la mujer no era devota, a partir de su salvación y sanación con seguridad lo sería. Todos atribuían a un milagro de la Virgen su supervivencia.

Nombre: María Magdalena. Lugar de nacimiento: Asunción, Paraguay. Edad: 30 años. Familia: desconocida. Profesión: prostituta.

El Negro le pidió a Chepi que lo dejara a solas con la mujer. El cabo aceptó sin protestar, sabía que a su jefe no le gustaba que lo contradijeran cuando daba una orden.

María Magdalena recordaba poco de lo que le había ocurrido. Los médicos le aseguraron al investigador que el shock que vivió posiblemente la indujera a una amnesia protectora.

Pero ella recordaba un dato extraordinario. No eran rostros ni nombres, los que prefería ni mencionar.

Recordaba con precisión el lugar al que concurrió a la fiesta, no una orgía precisamente, quien la invitó le dijo que tal vez conseguiría un cliente importante.

Como ella no era una prostituta Vip, aunque era muy bonita, y como estaba atravesando un período de muchas carencias, no dudo un instante en responder positivamente a la invitación.

Era un prostíbulo muy reputado, donde iban ricos y famosos a divertirse y en donde nadie se atrevería a molestarlos.

—¿Recuerda el nombre del prostíbulo? –le preguntó el Negro

—Seguro –respondió la mujer– “Atum”. El nombre del prostíbulo era “Atum”.

7

El Negro conocía muy bien ese lugar.

—¿Atum? –preguntó Chepi fingiendo no saber de qué se trataba.

—Prostíbulo Vip, donde van los niños bien, los platudos a sacarse las ganas. Perversos con guita. Putas, putos, trabucos, agujas, vale todo. Todo lo que hay en la viña podrida del Señor y tiene unos cuantos mangos en el bolsillo del caballero o la cartera de la dama, va alguna vez a ese lugar.

—No tenía ni idea que existía un puterío así.

—¿Sabés cuál es la diversión más importante? –le preguntó el oficial mientras aceleraba a fondo para llegar cuanto antes al prostíbulo.

—No señor, ni idea –soltó una risita cínica–. Se ve que usted es un experto.

—Como me sobra la guita, ni te cuento. Me la paso de puterío en puterío. A ver, che, hacé un esfuerzo, imaginate una porquería que pueda divertir a esos tipos.

—Disculpe señor, pero todo lo que se me ocurre es viejo como el agua.

—Sólo los que van a ese lugar saben realmente lo que pasa ahí dentro. Pero dicen las malas lenguas que los tipos se pajean al borde de una pileta y eyaculan ahí. Como sos de estómago delicado no te digo lo que hacen los que están en el agua.

El cabo no pudo evitar varias arcadas.

—No, no puede ser. No le creo.

—Por lo que me importa.

—¡Qué asco, jefe!

—Así que si te invitan a darte un chapuzón decí que no, no te conviene.

—Ni que lo diga, jefe.

Chepi envió un WhatsApp.

—¿A quién le escribís? –preguntó el oficial.

—A mi jermu, que compre pechito que esta noche prendo el fuego.

—Lujo sibarita. Pechito, vino tinto y a la cama.

—Pse… a dormir.

—Pedí acá que tienen lo que quieras para que tu amigo se ponga de pie.

—Por ahora no preciso.

Llegaron. El fastuoso edificio lucía como una extravagancia de la arquitectura egipcia. Su entrada estaba adornada con efigies que reproducían faraones y reinas y algunas pinturas insinuaban los placeres que se ofertaban dentro.

El Negro ingresó primero, detrás suyo, el cabo. El personal de limpieza abandonó sus tareas y esperó que el visitante hablara.

—¿Algún encargado del lugar? –dijo el investigador.

Un hombre delgado, sonriente, de apariencia tranquila y trato amable les preguntó en qué podía ayudarlos. El Negro mostró su credencial, Chepi, al instante, lo imitó.

—Estoy investigando un intento de homicidio contra una mujer. Ella dice que el último lugar en el que estuvo fue esta hermosa casa de fiesta. Me preguntaba si ustedes me podrían ayudar a saber si la mujer delira o si realmente participó en este salón de alguna fiesta.

—¿Recuerda el señor oficial la fecha el ágape?

—Cuatro o tres meses atrás.

—Todavía están los videos de seguridad de esos meses. Los guardamos como medida de prevención un año. Nuestra sala de video cuenta con los sistemas más modernos. Si los señores se molestan, es por aquí, en el primer subsuelo. –Con una reverencia les indicó el camino.

8

Descendieron por una larga escalera pintada de rojo. Adelante, indicando el camino, el encargado. Detrás, el Negro; cerraba la marcha Chepi.

—¿Usted quién es? –preguntó el Negro al hombre que los guiaba a la sala de video.

—Soy el encargado del turno de la mañana. Somos tres los encargados, uno por turno de ocho horas. Yo me ocupo de la limpieza de todo el edificio. A veces queda que ni le cuento.

—¿Su nombre?

—Aquí todos me conocen por Anub, algunos me dicen “el flaco Anub”, los que tienen algún aprecio por mí, y los que me odian me llaman “el chacal Anub”. ¡Chacal! me gritan. Un animal horrible.

Los empleados de limpieza son vagos, remolones, ventajeros, bastante inútiles, todos iletrados. Los encargados tenemos que tratarlos como se merecen, sino todo esto sería un verdadero chiquero.

—Nunca había oído el nombre Anub. Anub me dijo, ¿verdad?

—Sí, Anub. Soy copto. Nací en medio oriente, vine al país con mis padres cuando era apenas un bebe.

—Copto.

—Sí señor, copto.

—Como mi ayudante.

—Qué curiosidad, ¿usted también es copto?

Chepi no sabía qué responder.

—Un poco –dijo– y motivó una sonora carcajada del guía.

Llegaron hasta una puerta blindada.

—La sala de video –dijo el hombre. Extrajo una llave de su bolsillo, abrió la puerta e invitó al Negro a pasar.

Chepi le disparó sin vacilar directamente en la nuca. Parte del rostro saltó hacia adelante. El investigador cayó de bruces y una profusa hemorragia mancó la alfombra.

—¡Qué enchastre! –exclamó Chepi.

—No se haga problema, nosotros nos ocupamos.

El hombre que se hacía llamar “Hacha” salió de entre las sombras.

—¡Pechito a la parrilla! –gritó entre risas–. Lo felicito. Qué buen disparo.

—Gracias señor.

—Su futuro es promisorio, cabo. Lo veo ascendido con medalla al valor y luciendo sonriente en el cuadro de honor de la institución.

—Gracias señor.

«Hacha» le habló al encargado.

—¿De “Vidalita” sabemos algo?

—Lamentable accidente en la Panamericana. El conductor de un camión se quedó dormido y atropelló su automóvil. Murió en el acto.

—No somos nada, ¿verdad cabo?

—Si señor. No somos nada.

—Carguen este bulto y vayan a tirarlo al Reconquista. De la mierda a la mierda.

—El personal de limpieza se va a ocupar, señor. Ustedes sigan con los suyo –Anub habló con autoridad.

—¿A esta hora señor lo arrojamos? –preguntó Chepi inquieto.

—No se preocupe, la zona está liberada.

—Seguro. ¿Para qué estamos?

—De paso recojan el cadáver de la mujer esa, la prostituta.

«Hacha» tomó aire y mirando a Chepi exclamó:

—¡Lo felicito! ¡Qué buen trabajo hizo con esa mujer!

—Usted me dijo que usara una buena carnada.

—¡Excelente! Le dije que el Negro no resistiría la evidencia. Veía una concha ardida y salía corriendo a olerla.

—¿Algo más señor?

—No mi querido cabo Chepi. El “flaco Anub” le va a indicar el camino al estacionamiento. Ahí lo espera una combi. Cuando carguen este fiambre el chofer lo llevará donde está el de la paraguaya.

Chepi, sonriente, se despidió solemnemente.

9

Dos matones que vestían overoles negros cargaron el cadáver del Negro hasta una combi estacionada en el segundo subsuelo. Chepi llegó al estacionamiento guiado por el encargado.

El chofer esperaba de pie junto al utilitario. Era un verdadero gigante. Tal vez medía dos metros y su contextura era llamativamente grande. Parecía un luchador profesional, de esos que combaten en Ultimate Fighting Championship en las categorías pesadas. Un hombre de no menos de 150 kilos. Su aspecto infundía temor.

Chepi lo saludó con un tímido gesto. No se animó a estrechar su mano. Le dio la espalda para saludar a Anub quien sonriente le extendió la suya como si fuera a despedirse de él como de un viejo amigo.

El gigante rodeó el cuello de Chepi con su robusto brazo y lo rompió en una fracción de tiempo. El sonido fue tan potente que los matones que cargaban el cadáver del Negro se sorprendieron por el ruido que puede llegar a hacer una vértebra al quebrarse, o el de un cráneo que se rompe sometido a una presión bestial.

Asiéndolo aún del cogote, el chofer arrojó el cadáver de Chepi junto al otro.

Uno de los matones llamó la atención del encargado.

—Dice “Hacha” que nos olvidemos de la mina. Ya está en la morgue del hospital, esta noche la tiran al río después del tratamiento.

—¡Excelente! –celebró Anub–, de la mierda a la mierda.

—Cada cosa en su lugar –dijo el chofer que subió a la combi y encendió el motor listo para dirigirse a su destino.

Anub volvió sobre sus pasos. Subió las escaleras hacia el primer subsuelo donde “Hacha” celebraba con otros compinches.

El humo de los cigarros Partagás dulcificó el ambiente. Y el sonido de los hielos chocando en los vasos llenos de whisky importado, imponía un tintineo sugerente.

“Hacha” observa como un hombre de gruesos anteojos escribía un nombre con primorosa caligrafía en un diploma de tonos dorados. Una condecoración lucía resplandeciente en su bella caja forrada con un terciopelo azul que brillaba delicadamente. La condecoración estaba unida a una primorosa cinta celeste y blanca de seda natural. En la medalla se leía “Al Cabo Ernesto Chepi, caído en cumplimiento del deber”.

—¿Chepi tenía esposa? –preguntó “Hacha”.

—Sí señor –respondió melifluo Anub.

—Alguien que se ocupe de hablar con la viuda. No sean descorteses ni brutos. Tengan consideración. En la ceremonia de ascenso post mortem, gorro, bandera y vincha, ¿Me entiende?

—Si señor.

—No cabe menos que rendirle honores por sus servicios.

—Y así hará, señor. El respeto por los hombres que caen en cumplimiento de sus deberes debe alimentar las mejores tradiciones de la institución. Es lo que mantiene la moral en alto de los hombres. ¿Y con el cadáver del Negro?

—Al río con la paraguaya.

—De la mierda a la mierda.

—No podía haberlo dicho mejor.

“Hacha” se despidió. Una bocanada de humo de su Partagás rozó el rostro del escriba que terminaba de dibujar la última letra del apellido del cabo.

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