Hardboiled (Un regalo de Dios)

Hardboiled (Un regalo de Dios)

Un regalo de Dios

1

Odiaba la palabra “correo”. “Correo”, era la palabra maldita. Cuando Maura pronunciaba “correo”, ella deseaba sopapearla. Si decía “voy al almacén” todo estaba bien. Pero si decía “voy al correo”, su odio brotaba al instante.
Después de oír esa palabra, la pequeña Taga se acomodaba donde la abuela, no porque fuera su protectora. Nunca lo fue. Pero ella sabía que “mamá va al correo y vuelve”, era una mentira repetida. Después de “voy al correo”, Maura desaparecía dos o tres días. Nunca menos, a veces más. Era cuando Julia deseaba sopapearla no para impedir que se fuera, sino para liberar ese odio que la atormentaba. El odio bien practicado siempre empieza por casa.
No pensó otro castigo más que una buena sopapeada. ¿Expulsarla del rancho? ¿De qué serviría? Le haría un favor, sería el pretexto ideal para abandonar a Taga.
Taga era el resultado de una violación. Viejo asqueroso del fondo de la loma que esperó a Maura tras un árbol de dimensiones colosales y la violó. No una, sino varias veces. De esa violación nació la niña.
Julia no quiso oír hablar que Maura abortara. El aborto, para ella, era un pecado abominable, mortal. Parir era un mandato divino. Y con el mandato de Dios nadie discute.
Maura se defendía gritando “ese viejo de mierda me violó”. Pero Julia creía que Maura no era tan inocente como pretendía. Algo habría hecho para excitar a un viejo que estaba más para el ataúd que para el sexo furtivo. Con seguridad ella estuvo provocando, mostrándose entre hombres a quienes hasta la sombra de una mujer les resultaba un potente afrodisíaco. El milagro de la erección en ese patético anciano sólo podía ser el fruto de una perversión salida de la entrepierna de Maura. En las mujeres, decía Julia, el diablo se manifiesta en su entrepierna.
La noticia de la violación corrió de boca en boca; fueron muchos los que merodearon horas por el rancho de Julia esperando un favor de la muchacha. Todos fueron corridos a cascotazos. Julia detestaba a esos zombis obsesivos que daban vuelta balbuceando inmundicias, babeándose idiotas, zangoloteando sus sexos en impúdico desfile.
Las aborteras fueron en manada a ofrecer sus servicios. Los instrumentos: cucharas afiladas y manos roñosas. Julia las echó como a perras, a patadas y palazos. Nada de abortos. Los que Dios manda, la mujer acepta. Sanseacabó.
Maura odiaba tanto al Dios de Julia como al viejo que la había violado. Un Dios tan injusto ¿de dónde habría salido?
Pero con el paso del tiempo llegó a odiar más a Julia que a ese Dios y al viejo asqueroso. Por su indiferencia. Por su desamor. Entonces le dejaba a la nena cada vez que se le presentaba una oportunidad amorosa con jóvenes falsamente cariñosos como todos los que conocía. Si Taga era un regalo de Dios, “te la regalo”, le decía a su madre.
—Con moño y todo te la regalo –así le gritaba Maura ante la azorada mirada de la pequeña niña. 

Cuando Maura desapareció por semanas, las cosas para Taga se pusieron extrañas.
“Voy al correo y vuelvo”, fueron las últimas palabras de su madre. Ella tomó su sillita –asiento y respaldo de mimbre–, fue donde creía estaba su abuela para no sentirse tan sola en esa covacha mugrienta. Pero Julia tampoco estaba. Ella también tenía sus escapadas.
Iba donde unos viejos se entretenían magreándose unos a los otros mientras bebían un licor patético que extraían del fermento del maíz. El mismo que en invierno usaban para encender el Bram Metal número 5, en las heladas noches norteñas.
Cuando Julia se empedaba se ponía rabiosa y era de temer. Era diestra con el verijero y tenía una puntería de los mil demonios. Guardaba un pequeño revólver y una escopeta calibre 16 con munición de sal para espantar a los gauchos que en las noches vagaban en busca de un agujero donde descargar su esperma.
Taga quedó sola en el rancho. Volvió con su sillita donde su cama y ahí se acomodó esperando el regreso de alguna de las dos mujeres. Se durmió. La despertó el hambre, su estómago rezongaba porque no había comido nada desde la mañana.
Buscó en el armario y encontró galleta vieja. Las pequeñas cucarachas huyeron velozmente cuando Taga abrió de par en par las puertas de la alacena dejando entrar la luz de la lamparilla.
Luego fue hasta el rincón donde estaba la cama de Julia. Hurgó bajo la almohada y sacó el revolver que lucía raramente luminoso. Debajo de la cama estaba la escopeta. Fue entonces que por primera vez pensó en aquello que su abuela le gritó a Maura en una de sus tantas peleas.
—Me dijo el agente que ni se te ocurra hacer denuncia contra Don Pocho. Él se te adelantó y le dijo que le cobraste bien cobrado el servicio. Que te pagó muy bien el polvo y que encima sos mala para la tarea.
Maura estalló indignada. “¡Viejo hijo de puta!”, gritó. Julia casi le da vuelta la cara de un sopapo. “No hablés así delante de la criatura”. Maura se llamó a silencio.
Pero lo más grave para Julia era que no había compartido la ganancia.
—¿También te la metiste ahí adentro, para no compartir con tu pobre madre? ¿Te creés que cago plata, que vivimos del aire?
—¡Yo misma lo voy a matar con mis propias manos a ese violador hijo de puta!
—¡Ya te dije que no putiés delante de la criatura! ¿Así que vos lo vas a matar? Ahí tenés el revolver, bajo la almohada. ¿O querés la escopeta para no fallar? ¿Sos tan ligera para matar al viejo como fuiste para abrirte de piernas por unos pesos roñosos?
Por esa conversación comprendió Taga que “el revólver bajo la almohada”, esa pequeña máquina, era el instrumento de la muerte. La escopeta era enorme, pesada, imposible para su pequeña talla. Pero el brilloso revólver cabía en su manita a la perfección, parecían el uno para la otra. 

Julia volvió muy entrada la madrugada. Taga dormía con el revolver en la mano y la escopeta a los pies, como si fuera un perro guardián. “¡Me cache en diez!” bufó la vieja mujer. Taga estaba tan dormida que no escuchó nada.
La vieja retiró las armas y las devolvió a su lugar. Dejó a la niña durmiendo en el piso y la tapó con un trapo que hacía de manta, de mantel o de repasador.
Estaba segura que esa vez Maura no regresaría. Y no regresó.
A la mañana protestaba sin prestar la menor atención a Taga. “¡Lotería! Lo único que me faltaba.” Repitió hasta el cansancio. La niña la escuchaba sin comprender qué significaba esa protesta.
Tres días pasaron en que lo único que se escuchó en el rancho fue “Lotería, lo único que me faltaba”. Todo el pueblo ya estaba anoticiado de la fuga de Maura. Algunos la vieron subirse al tren para Buenos Aires.
Una vieja inventó para mortificar a Julia que la muchacha estaba embarazada.
—¡No dije yo que era una puta! ¡Con quién se arrastró esa calenturienta!
—Un fulano que estuvo de paso. ¿No lo vio, usted?
—¿El que vendía cepillos de dientes, tijeritas y otras porquerías?
—El mismo.
—¡Me cache en diez! ¡Lo único que me faltaba! Pero a mí otro crío no me encaja, tengo esta porquería acá, mirándome todo el día como si fuera un perro. ¡Qué desgracia la mía! ¿De dónde voy a sacar la plata para darle de comer a esta mierda?
—¿Y por qué no se la da al padre?
—¿Al padre? ¿Qué padre?
—¡Vamos Doña! Todos saben que es de Don Pocho.
—Pero él nunca quiso reconocerla. Que así como decían que era de él, él decía que podía ser de cualquiera. Y que después de todo, todo fue por plata.
—Todo en la vida es por plata, doña.
—Qué va a querer ese viejo de mierda.
—La gente cambia, Julita, la gente cambia. ¡Está tan sólo! A él le vendría muy bien tener una nietita que le haga… “los mandados”.
Julia se quedó pensando. Taga miró donde estaba arropado el brilloso revólver.
—En la vida todo tiene solución –sonrió Julia al decir estas palabras.
—Es que Dios aprieta, pero no ahorca, doña. –sentenció la vecina, satisfecha.
Taga sólo se preocupaba de seguir el rastro del revólver. Todo lo que se decía en la casa desde que huyó Maura no le interesaba. Ella sólo quería saber con exactitud dónde estaba reposando la lustrosa y pequeña máquina de muerte.
Maura, una tarde de furia, le explicó cómo funcionaba el arma. Quizás la aleccionó con la esperanza de que fuera la niña quien matara al viejo que la había violado. Sería un crimen perfecto, una venganza justificada. Al revolver lo llamaron “tesoro”, y donde guardarlo fue su “casita”, una lata vieja y oxidada.
Taga era una niña de magnífica memoria y muy habilidosa con sus manitas. Lo que se le explicaba una vez, no era necesario repetirlo. Armaba y desarmaba el revolver con tanta seguridad, que hubiera despertado el entusiasmo de todos los sicarios del planeta. Un hallazgo fascinante: una graciosa niña rubia de tez rosada, con su pequeño revolver plateado cargado con doradas municiones dumdum. 

Los golpes en la puerta del rancho sonaron como el graznido de un cuervo. Julia abrió con ganas de putear al impertinente.
—¿Qué quiere? –preguntó al desconocido que la miraba entre el asombro y el asco.
—¿Usted es la dueña de una niña rubia?
—¡Soy la abuela, infeliz! ¡Qué dueña ni ocho cuartos!
—Se la compro.
Julia quedó pasmada. Permaneció en silencio, boquiabierta por un buen rato. No sabía qué decir.
—¿Cómo que se la compro?
—Se la compro. Tengo un cliente que anda buscando una niña de unos cinco años, no más. Hasta cuatro acepta, pero si es de cinco mejor. Me dijeron que la suya tiene o tendrá pronto cinco años.
—¿Quién carajo sos?
—¿Y saber eso de qué le sirve? Le vengo a ofrecer una solución.
—La niña tiene padre.
—¿El viejo Pocho?
—El mismo.
—El viejo Poco está muerto.
Julia dio un gritito de asombro pero que expresaba también su satisfacción.
—¿Muerto? ¿Qué pasó?
—Alguien lo ahorcó y lo capó. ¡Qué barbaridad! Hay distintas formas de eliminar a la competencia. Esta me vino muy bien y no tuve nada que ver, me salió baratito. Usted le iba a entregar a la niña al viejo por nada, y yo se la quiero comprar. ¿Comprende?
—Pero…
—Una nena así vale quinientos dólares. –Dólares para Julia era un misterio que no tenía ni dimensión ni explicación.
—Hábleme en pesos… pesos…
—Poco más de tres mil.
—¿Tres mil?
—Treinta mil pesos, tres mil, creo que son los San Martín rojos, bien rojos. ¿Entiende?
—¡Treinta mil querrá decir! ¡Treinta mil!
—Si, eso, perdón. Sos rápida pa’ las cunetas. Ya estás pa’ cruzar los Andes, ¿no? Agarrá la guita, vieja porque vos no sabrás leer pero sabés lo que vale la plata. Plata en mano y todo arreglado. ¿Hecho?
A Julia, siendo niña, su madre, italiana analfabeta llegada Sicilia en un barco roñoso, le enseñó que si alguien le ofrecía uno debía pedir por dos. Regatear era un arte que la tana practicaba como ninguna y sólo los turcos, nunca los judíos, la habían podido derrotar.
—Quiero sesenta mil.
—No se paga eso por una nena. ¿Entiende?
—Es blanca, inmaculada. ¿Usted comprende lo que le estoy diciendo?
—¿Segura?
—¡Cómo no voy a estar segura! La cuido yo desde que nació.
—Pero con la otra se te escapó la tortuga. Te la embarazó un viejo y se rajó dejándote el regalo. No parecés una garantía.
—Quiero sesenta mil. Si no, no hay trato.
—Tengo que hablar con mi cliente. Pero dala por señada. ¿Te dejo guita?
—¡Ay! ¡No sé! Usted me compromete.
—Agarra estos marrones que por lo menos vas a tener algo como la gente en tu mano una vez en la vida.
Julia tomó el dinero y vio partir el hombre en su auto. Taga estaba parada a no más de tres metros de la puerta de entrada al rancho escuchando la conversación de Julia con ese desconocido. Llevaba la lata oxidada entre sus manos y, dentro de ella, el brillante revólver.
Julia miró a la niña con verdadero desdén.
—Creo que te vas a ir de paseo, lejos… –dijo con entusiasmo. Taga no se dio por enterada.
—Gente de bien, te van a saber cuidar, ¿sabés?
La niña sabía que la abuela le mentía descaradamente. Pero estaba indiferente, como ausente, descifrando el porvenir. 

Casi a medianoche llamaron a la puerta del rancho. Taga dormía abrazada a su lata. Julia ignoraba su contenido. La niña estaba aterida de frío.
Miró por una ventanita para saber de quién se trataba. Era Don Marciano. Ella no supo ocultar su sorpresa al ver al hombre ir y venir inquieto, las manos en los bolsillos, hablando solo, muy exaltado.
—¡Don Marciano! ¿A esta hora? ¿Qué necesita?
—Le doy el doble de lo que le va a ofrecer ese rufián.
Julia quiso parecer sorprendida.
—¿De qué me habla?
—Va a vender la nena por treinta mil. En todo el pueblo se comenta. El tipo se mamó en lo de Moroni y dijo el precio de la mercadería. Treinta mil o se la llevan por la fuerza. Más no le van a dar.
—¡Qué porquería!
—Sesenta mil, uno arriba del otro y me llevo la nena conmigo. Traigo la plata.
—No puedo… no puedo… ya cerré negocio con ese hombre. Se va a enfurecer.
—La compra para un porteño degenerado, yo la quiero para cuidarla.
—¡Claro! Me imagino lo desinteresado que es usted.
—El tipo no va a llegar lejos, quizá mató a Pocho, hay varios que le quieren echar mano.
—Era un violador.
—¿Y ese tipo qué es? ¿El ángel de la guarda? Nadie cree que Pocho violó a su hija, todos comentan que su hija putaneaba por guita. Hay mucho comentario de eso.
—En este pueblo todos se llenan la boca con mierda. Hablan de puros pajeros que son. ¿Por qué se cree que tengo que esconder la chancha en el rancho? ¿Porque tiene miedo de dormir solita? Dígales a esos bocones que le muestren el culo donde les picaron mis cartuchos de sal gruesa cuando los pillé en el chiquero con los pantalones bajos.
—No va a poder hacer negocios con ese tipo. Lo voy a matar. Ya lo tengo decidido. Y si no me vende a la nena, también la mato. No habrá negocio para nadie.
—Conmigo no se haga el macho porque tengo mi escopeta a mano.
—Va a vender a la nena a un tipo de Buenos Aires que después la va descartar en un basural. Todos conocen al tipo, viene a buscar pibes para porteños degenerados. Paga en dólares, quinientos los negritos, mil los blanquitos que son más caros porque son más buscados y la oferta es pobre. A Taga la tiene fichada desde hace rato.
—No me venga con inventos.
—Crea lo que quiera. ¿Cuánto quiere?
—Quiero el doble.
—¿Ciento veinte mil?
—Si, el doble.
—Bien. Sesenta mil ahora. Los otros sesenta mil cuando me entrega la nena.
—¿Cómo puedo confiar en que me va a pagar?
—¿Confiar? –el hombre soltó una carcajada–. ¿Usted habla de confiar? Qué caradura. Aquí tiene los primeros sesenta mil pesos. Cuéntelos si quiere, están fajados del banco. Como yo no confío en usted ni en el tipo voy a vigilarlos. Doña, sabe que soy buen tirador. No me quiera joder porque no estoy para bromas. 

Los gritos de Julia se escucharon por todo el pueblo. Taga no estaba en el rancho y con ella desapareció el dinero.
—¡Me han robado a mi nietita! ¡Me han robado a mi querida nietita! –gritaba.
El alboroto atrajo al lumpenaje ansioso de escándalo. Con ellos llegó el primer comprador, el “recolector” de niños para los pederastas de Buenos Aires. Venía por su mercadería. Estaba desencajado.
Lo vio venir al rancho hecho una furia; sólo por precaución tomó la escopeta. Si se hacía el loco, un buen escopetazo con cartuchos rellenados con sal gruesa lo pondría en su lugar. El tipo estaba enfurecido, golpeaba la puerta con tanta vehemencia que Julia supo que iba a terminar volteándola. Y así fue. La puertita cedió a la golpiza y los dos quedaron frente a frente.
—¿Dónde está la nena?
—¡Me la han robado! ¡Me la han robado!
—No me quieras engañar, vieja… ¿La vendiste a otro, no es cierto?
—¡Qué decís! ¡Qué decís!… ¿Sos loco? ¿Qué decís?
—¡Vos querés hacerme creer que te la robaron!
—¡Me robaron mi nietita!
—Dejate de joder, vieja de mierda. ¡Le vendiste la nena a otro, hija de remil putas!
—¡Callate, degenerado! ¡Te voy a sacar a patadas en el culo! ¡Te voy a hacer meter preso por degenerado!
—¡No lo puedo creer! ¡Cómo me cagaste, vieja de mierda! ¿Qué les voy a decir a los de Buenos Aires que ya pagaron la merca?
—¿Qué decís? ¡Desgraciado! Yo no te vendí nada. ¡Quiero a mi querida nietita! ¡Mi nietita!
—¡Qué hija de puta!
—Cuidá tu lengua, degenerado. ¿Cómo voy a vender a mi nietita?
—¡Me la vendiste por sesenta lucas! ¡Por sesenta lucas! ¡No podés ser tan garca, vieja de mierda! ¡No tenés palabra!
El “recolector” intentó abalanzarse sobre la vieja y ella no dudó un instante en darle un correctivo como se merecía. Disparó a la barriga, donde las piedritas de sal gruesa no solo duelen, sino que arden durante horas al penetrar los tejidos. Para sacarle las ganas de joder por varios días, no disparó una vez, sino dos. Dos escopetazos al vientre. Dos tiros perfectos.
El hombre se tomó la panza con las manos. La sangre brotó con las tripas. Cayó muerto al instante. Julia no podía explicarse el cambio de los cartuchos, porque los que había disparado era de munición de acero. La sal nunca deviene en acero, la magia es para los cuentos de hadas pero no para los cartuchos para escopeta, así que alguien los cambió sin que ella lo advirtiera.
Al escuchar los estampidos un obeso policía corrió en dirección al rancho. Llegó sofocado. Miró al muerto destripado tirado en el piso y a Julia con la escopeta aún en las manos.
—¡Pero que cagadón, vieja! ¿Qué hiciste? ¡Qué hiciste!
—Pero yo… pero yo… –balbuceaba Julia.
—Mataste a la gallina de los huevos de oro. Esto sí que es una montaña de bosta. ¿Qué le vamos a decir al comisario? ¿Sabés la guita que le hiciste perder! ¡Qué cagada!
—Pero yo… pero yo…
—¡Otro fiambre más! Alguien mató a Don Pocho ¡y vos ahora mataste a este chabón! 

7

¿Don Pocho estaba muerto? Bien muerto. Apareció ahorcado.
—Se suicidó –afirmó el comisario apenas se enteró. “Suicidio”. Con esa carátula cerraba el caso rápidamente. Sotto voce le diría al fiscal que al hombre siempre se lo acusó de violador. Por algo sería.
Seguro que el arrepentimiento lo llevó al suicidio. “Los degenerados son así, doctor –le diría–, una pluma al viento. Un día violan a una nena y al otro se suicidan. No saben disfrutar nada”.
La escena indicaba un homicidio. Sin dudas. A Don Pocho le habían amputado el miembro antes de colgarlo. Una venganza.
El comisario no quería investigaciones. “Póngale un relleno”. Ordenó. ¿Autopsia? ¡Por favor! Un viejo desquiciado se suicida ahorcándose y van a joder con una autopsia. Con lo que cuesta.
Pero lo que sacó de quicio al comisario fue la muerte del “recolector”. Esa fue una pésima noticia.
El que recolectaba niños para los ricachos de Buenos Aires, el que pagaba en dólares a quinientos por negrito y mil por blanquito, estaba muerto. Una calamidad.
El comisario observaba a su subordinado con el peor de los ánimos. El cabo, porque era cabo, trataba de sacarse esa mirada de encima y susurraba unas palabras pero no se le entendía nada, salvo “qué cagada”. Y repetía qué cagada como si se tratara de un conjuro.
El comisario tomó aire y preguntó:
—¡Pero Gordo! ¿Qué pasó?
—La Julia lo cueteó.
—¿Se volvió loca la vieja?
—Ella dice que le cambiaron los cartuchos, mi comisario.
—¿Y la nena de la Maura?
—Nadie sabe dónde está.
—Con lo que iban a pagar por ella…
—Ya va a aparecer, comisario.
—Los Pecha Mierda van a chillar ¡y esos son pesados! No les gusta que le arruinen sus cosechas.
El policía no sabía quiénes eran los Pecha Mierda. Evitó preguntar para no comerse una reprimenda, al comisario no le gustaban los curiosos.
El comisario imaginó una solución. Dijo:
—Le decimos que el tipo se pasó de borracho y alguien lo cocinó a tiros. Que manden otro “recolector” que acá hay mucho ganado para arrear hasta la gran ciudad.
—A esa nena le habían echado el ojo unos cuantos mi comisario, había mucho dinero para todos. Ya va a aparecer, la vamos a encontrar, se lo aseguro.
—Eso espero. Organizá la búsqueda que tengo muchas deudas como para perder este negocio. Y buscá a la Maura que esa debe haber sido la que le cortó el pito al viejo.
—Si señor.
— Las mujeres son muy vengativas. ¡Todo por una cogida de mierda!
—Nada que no ocurra todos los días, mi comisario.
—Haceme el favor, traeme a la vieja. La vamos a encerrar hasta que venga el fiscal.–Trató de recordar el nombre del fiscal pero no pudo.
—¿Quién es el fiscal nuevo?
—Palomino, mi comisario.
—Cobra por adelantado y al contado.
—La vieja no tiene guita.
—Que se joda. Una temporada en el calabozo hasta le puede servir para dejar de empedarse. El cabo sonrió por compromiso y enfiló para la salida. Salió rumbo al rancho de Julia con la intención de empezar la búsqueda de la niña.
Desde lejos vio al gentío que divagaba por el lugar. La gente daba vueltas y gritaba algo que el policía no podía escuchar. Pero vio que todos le hacían señas para que apurara el paso. No podía correr. Hubiera muerto en el intento. “Estoy mal del corazón”, decía cuando alguien lo criticaba por su lentitud.
Llegó bufando. No podía ni hablar. La gente dejó un corredor hasta el cuerpo de la vieja que yacía en la entrada del rancho.
—¿Y ahora qué carajo pasó?
—Reventó, agente, reventó como un globo –dijo un testigo–. Se puso roja, vomitó sangre y cayó redonda.
—La mató el disgusto –dijo una vieja que se santiguó. 

Se precisaron varios forzudos para cargarla en una carreta. Para cuando llegara el fiscal los tres cadáveres estarían descompuestos. Así que los llevaron lejos del pueblo.
—No hay caso –el comisario rio satisfecho– todos murieron, no van a poder declarar. Cuando llegue el fiscal van a estar tan podridos que el tipo no va a querer ni arrimarse.
—Mejor busco a la nena y a la madre porque estos ya no sirven para nada–dijo el policía.
—Si, si. Busca, busca. A la nena primero, vale mucha guita. La Maura si aparece me la encerrás y después veremos.
—Si señor. Organizo la redada y salgo enseguida.
Pero a Taga no la encontraron. Marciano la sacó esa noche de la casa y también se llevó el dinero. La nena cambió los cartuchos por los que les dio Marciano y guardó su “tesoro” en “la casita”. Se marcharon de madruga en dirección a la triple frontera.
—¿Mamá? –preguntó Taga
—Espera bien al norte. –Taga guardó silencio.
Ella se llevaba bien con Marciano porque la trataba con afecto.
El viaje no fue sencillo. Viajaron en varios camiones, amigos de Marciano, discretos socios en la aventura. Él les dijo que todo era para salvar a la niña. Taga eran tan bonita que nadie dudó en ayudarla. Una linda niña, muy parecida a un ángel.
Todo lo que duró el viaje, ella no se desprendió de su “tesoro”. A Marciano le hubiese gustado saber qué llevaba en la lata oxidada tapada con un trapo roñoso. Pero Taga no se lo permitió
—¿Por qué no me dejás ver tu tesoro?
—Porque se asusta –respondió. Marciano creyó que se trataba de un muñeco.
Finalmente se reunieron los tres en una casa que parecía abandonada.
Maura abrazó a Taga y la besó muchas veces. Taga se abrazó a ella, emocionada.
—Trajiste tu “tesoro” –dijo Maura.
—Como me pediste –respondió Taga.
—Qué buena niña.
Luego se dirigió a Marciano.
—¿Está hecho?
—Seguro.
—¿Trajiste la prueba? Quiero verlo.
—Aquí no. No es para que lo vea una nena.
—¿El dinero?
—Todo. Saqué toda la plata del banco y algunos ahorros más que tenía en casa.
No nos va a faltar nada.
—¡Dios nos proteja!
—¿Entramos? –Marciano parecía realmente feliz.
Los tres entraron a la casa. Había bastante comida sobre una mesada y unos bidones llenos con agua potable.
—Tu hija es un regalo de Dios –dijo Marciano. Maura se mantuvo en silencio. Hubiese dicho “es un regalo de Dios que vos no vas a disfrutar”. Pero se mordió la lengua y se mantuvo callada.
—¿Vas a preparar algo para comer? Estas dos mujeres estamos muertas de hambre, ¿verdad? –Taga asintió con un movimiento leve de su cabeza.
Marciano se dedicó a acomodar parte de las provisiones y otras las separó para cocinar.
—¿Carne? Hay algunos cortes para unos días, hasta que crucemos la frontera.
—Un guiso. Hacé un guiso. Hace años que no comemos guiso –Taga sonrió relajada.
—Quiero ver tu “tesoro” –dijo Maura– ¿Me lo prestás?
La niña se acercó con la lata hasta donde Maura. Se la entregó, sonrió y volvió a donde estaba. 

Marciano hubiera querido saber qué tesoro guardaba Taga en su lata. Pero nunca lo supo. Giró para observar a la madre y la hija y miró a ambas con afecto verdadero.
Siempre estuvo enamorado de Maura y nunca se dejó llevar por las habladurías. Prueba de su amor mató a Pocho. A pedido de Maura lo colgó del tirante del techo en su rancho hasta que murió estrangulado. Mientras el viejo se asfixiaba, le cortó el miembro en venganza como también le había pedido.
Llevó ese trozo fofo de carne humana muerta en un alhajero de marfil como una siniestra joya, un obsequio para la mujer que amaba y que se recluyó en el baño para observar aquello con que alguna la vez ese viejo la violó tras un árbol de dimensiones descomunales.
También llevó consigo la lata donde Taga guardaba su preciado tesoro.
Extrajo el arma, revisó las balas y guardó la pistola entre sus ropas. Tiró al excusado el pene del viejo e hizo correr agua hasta que desapareció en las profundidades del pozo ciego.
Salió del baño casi sin hacer ruido, como flotando. Taga la observó sentada en una pequeña silla. También miró a Marciano que le daba la espalda mientras pelaba unas papas para el guiso. Maura llegó por detrás.
Él dijo, vaya a saber por qué:
—Tu hija es un regalo del cielo…
—Que vos nunca vas a disfrutar…
Dicho eso, descerrajó un tiro. Un solo disparo. En la nuca, entre el cuello y la cabeza. Marciano estaba desprevenido. Ni tiempo tuvo para saber qué pasaba. Cayó de bruces y se rompieron varios huesos de su cara contra la mesada de mármol.
Taga vio el crimen. También cómo Maura guardaba el pequeño revolver en una cartera no muy grande, negra, de broche dorado.
La mujer buscó el dinero donde Marciano le dijo lo había guardado. Era una suma grande, muchos fajos prolijamente alineados dentro de una valija.
Se dirigió hasta la puerta de entrada.
—Mamá va a la estación de tren y vuelve enseguida –fue todo lo que dijo.
Taga creyó entonces que “tren” y “correo” significaban exactamente lo mismo. Ella sabía que Maura no regresaría. Cuando decía “mamá vuelve enseguida”, era porque no volvería. En esa oportunidad la niña intuyó con acierto que era para siempre.
De todas las provisiones que había en la casa tomó algunas frutas y algunas hogazas de pan.
Evitó pisar la sangre que se estiraba en todas direcciones. Salió por la puerta de atrás casi sin tocar el piso.
Caminó hasta llegar a la estación del ferrocarril que estaba vacía. Allí se sentó a esperar nada, porque no había nada que esperar.
Maura desapareció, en efecto, como Taga intuyó apenas le dijo “mamá va a la estación de tren y vuelve enseguida”.
Las horas transcurrieron sin novedad. Comió algunas frutas, unos pedazos de pan, apreció los colores de las arboledas, del cielo que pasaba de azul a naranja mientras avanzaba la tarde y sintió algo de frío cuando llegó la noche.

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