Hardboiled (Hasta la vista)

Durante más de 20 años he escrito de promedio 500 palabras al día durante cinco días a la semana. Graham Greene

–0–

Hardboiled

Durante más de 20 años he escrito de promedio
500 palabras al día durante cinco días a la semana.
Graham Greene

Hasta la vista 

Yoyo tomó la pequeña pistola calibre 6.35, herencia del bisabuelo, de cuando trabajó como agrimensor loteando las islas del delta. Sólo rufianes vivían en ellas por entonces y había que ir armado para hacer el trabajo. Ahí mató por primera vez en defensa propia. Le tomó el gusto y luego mató por dinero.
“Agarrala sin miedo, no muerde, sólo mata”, le decía el viejo cuando tomaba el arma. De eso se acordaba perfectamente. Pero no sólo ese consejo recordaba.
—Un solo disparo.
—Bien.
—No malgastes balas. Son caras. En el almacén no se consiguen. Hay que ir al mercado negro y el mercado negro está lleno de buchones. ¿Entendido?
—Entendido.
Un solo disparo. En la nuca, entre el cuello y la cabeza, cuando la víctima está de espaldas, desprevenida. “No hay que correr riesgos”, era la recomendación. La valentía es para otra cosa, no para el sicariato.
Una pequeña y caliente bala rebotando dentro del cráneo. Un legítimo y extraordinario desastre. Un trabajo perfecto.
—¿Y luego?
—Te vas por donde viniste. Callado y cabizbajo. La gente no sospecha de los ciegos, sólo les tiene miedo.
—¿Y el viaje?
—Como siempre.
—¿Para volver también?
—Exacto.
Yoyo recordaba que el viejo insistía con la preparación del trabajo; era muy exigente.
—¡Estudiá! –gritaba.
—Estudio.
—No seas vago. Tenés que saber todo del tipo, meterte en su cabeza, oír con sus oídos, ver con sus ojos, respirar con sus pulmones. Todo. Cuando logrés estar dentro de él, cuando sepas cómo piensa y como siente, no podés fallar. Es casi como un suicidio en el cuerpo de otro. Suicidarse en el cuerpo de otro es la mejor manera de matarse sin consecuencias.
—Fácil.
—Muy fácil.
—Pero nadie se suicida disparándose en la nuca.
—Es una metáfora, gil.
—¿Metáfora?
—Metáfora, te falta poesía.
—Porque soy ciego.
—¿Qué tiene que ver?
—Nada que ver porque soy ciego. Ciego.
—¿Cuántas veces te leí a Rubén Darío? –Yoyo levantó la cabeza como si fuera a observar el cielo.
—Muchas.
—¿Entonces?
—Rubén Darío me embola.
—Ustedes, pendejos, no aprecian el arte, están todo el día como boludos prendidos al celular.
—Rubén Darío me embola y yo no uso celular.
—No despreciés el arte. –Yoyo no apreciaba esas palabras.
Salió de su casa, el arma en el bolsillo. Subió al colectivo (le cedieron el primer asiento).
—¿A dónde baja? –preguntó el chofer.
—No se preocupe, sé dónde bajar.
—¿Cómo hace?
—¿Qué cosa?
—¿Cómo sabe dónde bajar?
—Como los murciélagos. –El hombre no sabía de qué le hablaba. Prefirió callar. Desconfiaba de los ciegos.
Cuando tenía un crimen por encargo viajar lo desconectaba. Podía viajar durante horas, sin ir al baño. “No tenés vejiga”, le decía el viejo. Tal vez fuera cierto.
El colectivo entró en el conurbano, avanzó hasta adentrarse en el suburbio profundo. Podía oler su perfume, era una mezcla humana sin igual.
Debió bajar en la esquina indicada, pero no lo hizo; decidió seguir el viaje. ¿Hasta dónde? No lo sabía. Sólo se trataba de viajar hasta donde deseara. 

Lo pensó, pero no preguntaría. ¿Qué hacia un “cieguito” en el cementerio de Villegas? El chofer se llamó a silencio, prudente el hombre, temeroso del ciego del que desconfiaba sinceramente.
—¿Terrada? –Yoyo preguntó antes de descender.
—Por esta, a la izquierda, tres cuadras –señaló como si el ciego fuera a verlo.
Yoyo descendió y desplegó su bastón blanco. Un florista, el último, se quedó mirándolo con asombro.
—¿A dónde va, amigo? –preguntó desconcertado.
—A Terrada.
—Tres cuadras adelante. ¿Mejor lo acompaño?
—No es necesario, gracias.
—Ande con cuidado, las veredas están hechas mierda y por la calle es peligroso.
—¿Chorros?
—Boludos al volante. Los chorros duermen la siesta. Aunque nunca se sabe.
—Gracias.
—No tiene por qué. –Yoyo saludó con un movimiento de su cabeza.
Encaró en dirección a Terrada. Caminaba por la calle, las veredas estaban destruidas. No temía a los chorros, a los boludos al volante, sí. Ningún chorro, ningún matón de barrio sería capaz de atacarlo. Antes de que el agresor se diera cuenta, su garganta se abriría como una granada madura o sus intestinos colgarían hasta el piso. Dentro del último segmento del bastón guardaba un largo y muy filoso estilete, el arma preferida. El mejor acero alemán. Afilado como un bisturí.
Con esa arma realizó casi todos sus trabajos. Pero en esta oportunidad pidieron que fuera con pistola. Para Yoyo no había nada igual que la muerte por el estilete entrando por la base de la nuca, cortando la médula, o en el corazón, algo por debajo de la tetilla izquierda, dividiéndolo como a una fruta roja. La bala era interesante con su fragancia a pólvora, pero era estrepitosa y para él la muerte no debía serlo. “Cosa de gustos”, dijo para sí, “ellos pagan”. Y muy bien.
La vieja vecina que veía al ciego avanzar por Terrada no salía de su asombro. Los perros se alejaban del intruso y eso que todos eran perros bravos. Ni los más pendencieros se le arrimaban.
Cuando Yoyo pasó por dónde solía parar Chuqui, el más feroz de todos los matones del barrio, el del más frondoso prontuario, se oyó claramente echar cerradura a la puerta de entrada a su casa. Chuqui conocía el ambiente como ninguno. Jamás hubiera participado de una acción contra Yoyo. La cárcel le enseñó cosas que en ningún otro lugar se pueden aprender. A reconocer a un verdugo letal como Yoyo. Y con los mejores, Chuqui, nunca se entrometería. Por el contrario, sí podía servirlo. Si hubiera podido hablar con él le hubiera preguntado: cómo era posible que un ciego, “de nacimiento”, como repetían los porongas en los recreos, podía ser un sicario tan admirado.
Virtudes de la ceguera que nunca explicaba. Hacerlo sería estúpido. El misterio agrandaba su fama. El mejor asesino ciego de todos los tiempos. Nunca fue citado a declarar en ningún tribunal porque las acusaciones se desvanecían por el escepticismo de los letrados. Nunca una prueba contundente, nunca un testigo veraz. Habladurías. Puras habladurías, se convencían jueces y fiscales. 

“Los ciegos no pueden ser sicarios”. Esa era la conclusión a la que habían llegado. Nunca, nadie, puso reparos a esa deducción.
Sospechaban de su entorno, de algún aprovechador que usaba de pantalla al pobre ciego para cometer sus crímenes. Yoyo, además, podía adquirir ese gesto insólito de inocencia que enternecía a quien lo observara apenas una fracción de tiempo. Torpemente desplegaba su bastón blanco y andaba casi a los tumbos, chocando con las paredes, tropezándose con las baldosas. Todos, conmovidos corrían en su ayuda. Nadie tan frágil y desvalido podía ser un asesino tan cruel.
Llegó a la dirección indicada. Golpeó tres veces la puerta, con mucha suavidad, acariciando la chapa que sonó suavemente. El rostro de una mujer apareció por una especie de ventanita. No se podía deducir su edad. Ni joven ni vieja.
—Se fue, llegaste tarde.
—¿Dejó algo para mí?
—Que te vayas al carajo.
—No pregunté si dijo algo. Pregunté: “¿dejó algo para mí?”
—Sólo dijo que te vayas al carajo.
—Bueno.
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—¿Estará Fulana en su casa?
—¡Por Dios! ¿Te vas a coger a la vieja esa?
—¿Vieja? –sonrió– ¿estará Fulana en su casa?
—Seguro, debe estar esperándote ansiosa, chorreando. Hace una semana que no habla de otra cosa. Y después se la va a pasar otra hablando de lo mismo. En el barrio no hay nadie que no sepa de tus hazañas en la cama. Ella te hizo famoso.
—¿Seguro el enlace no dejó nada para mí?
—Te dije que no.
—¿Puedo entrar? –Yoyo preguntó por fastidiarla.
—Conmigo nada, cieguito lindo. A lo de tu viejita.
—Quiero conversar con vos antes de ir con ella. Conversar con vos me da otra perspectiva de todas las cosas.
Pero ella no le creía ni una palabra. ¿Podía violarla? Podía. ¿Podía matarla? También podía.
—Mejor andate de tu Fulana. Ella te debe de estar esperando abierta de gambas.
La mujer cerró la mirilla de un golpe. Yoyo permaneció parado frente a la puerta sin decidirse a golpear nuevamente o a refugiarse en lo de su amante. “Vieja, no. Mayor que yo. Algo mayor.” Se dijo refutando a la mujer que acababa de despacharlo sin permitirle pasar a la casa.
Que su enlace se hubiera marchado sin esperarlo era un verdadero inconveniente. ¿Le había ocurrido alguna vez? No, jamás. No tenía excusas para su retraso, era su exclusiva responsabilidad haber llegado tarde. ¿Por qué alargó el viaje innecesariamente? Se encogió de hombros. A veces las cosas suceden sin premeditación. El amor llega sin aviso, la locura sin esperarla, la muerte sin contemplaciones. Las cosas “suceden”, así de simple, “suceden”. Nada estrafalario. Solo quiso alargar el viaje, nada más. El miedo del chofer, el perfume del suburbio, la soledad del cementerio, las calles rotas, las veredas inmundas. Todo y nada de eso fue la razón. Viajar, viajar, viajar.
Se dirigió a donde Fulana lo esperaba ansiosa. Ella lo espiaba por la rendija de la ventana de su pieza. Estaba bañada, perfumada, desnuda, caliente. 

4

No precisó llamar a la puerta. Apenas se aproximó, Fulana la abrió lo suficiente para que Yoyo pasara sin inconveniente. Lo tomó de la mano y lo llevó hasta la habitación. Dejó su bastón en el lugar donde siempre lo depositaba cuando la visitaba. Se sentó en la cama y se desnudó. Fulana acomodó la ropa en una silla que estaba junto a la cama y se acostó junto a él.
Fornicaron casi con brutalidad; a los dos les apasionaba esa forma salvaje de estar uno dentro del otro. Ninguna mujer le gustaba tanto como Fulana y ese sabor tan especial a tabaco, a café, a flujo, lo atribuía a su libidinosa madurez, a su exquisita y armoniosa madurez sin arrugas, sin quejas, sin fatigas.
Yoyo escuchó el automóvil que se detuvo en la casa donde debía tomar contacto con su enlace. Hacía algo más de tres horas que estaba con Fulana. Ella dormía, yaciendo lívida, algo exangüe. Después de cada coito, dormía media hora exacta, de reloj; pasado ese tiempo, su clítoris se alborotaba sin mediar ninguna caricia y despertaba.
La mujer no podía escuchar el sonido del automóvil deteniéndose porque en el deleitamiento del orgasmo estaba como aturdida. En cambio Yoyo podía percibir hasta el aleteo de una mariposa a muchos metros de distancia. Su extraordinario sentido del oído era uno de sus secretos, pero no el único ni el más trascendente.
“¿Cómo reconocés a tu víctima?” Alguna vez algún curioso le había preguntado. “¿Víctima?” corregía Yoyo con su pregunta. Luego explicaba: “Nada de víctima. Víctima son las de un accidente”. Lo suyo era trabajo, como cualquier otro, tan necesario como el de un fontanero destapando el caño de una cloaca o el de una prostituta ofertando su vagina por dinero. La esencia de la humanidad residía en la oferta y la demanda de todas las mercancías. Matar con eficiencia era una de ellas sólo que algo costosa. Matar era, para Yoyo, la verdadera poesía y él, el legítimo Rubén Darío que apasionaba al viejo.
“Al destinado lo oigo, lo huelo, palpo su sombra y lo presiento”. Esa hubiera sido su revelación. Pero nunca respondió esa pregunta.
El presentimiento era un acontecimiento inexplicable y el más significativo. No era un sexto sentido, era un suceso que surgía entre sus tejidos e impregnaba sus sensaciones por completo. Cuando el presentimiento alcanzaba su clímax, producía un estallido en el cerebro que le daba las precisas coordenadas de la víctima, guiaba su mano hasta el refinado estilete escondido en el último tramo del bastón blanco, y luego impulsaba con la fuerza necesaria el bisturí hasta hundirlo en el lugar precioso donde la médula se partía como el tallo de una flor en una milésima fracción de tiempo. Luego sobrevenía la nada misma. El silencio apenas roto por el lento y delicado fluir de la sangre por el tajo, el aire sin más perfume que el que emana de la muerte reciente y la epifanía que se desvanecía hasta una nueva encomienda. 

5

Del automóvil descendieron dos hombres. Reconocía la corpulenta anatomía masculina por su manera de pisar, de volcar el peso de sus cuerpos en los pies. Calzaban zapatillas, el roce de la suela con el gastado pavimento así se lo señalaba. Los dos llevaban su arma en la cintura. Para Yoyo, la vibración que producía el metal al rozar el cuero era como el frotado del arco en las cuerdas del violín. El sonido agudo correspondía a un calibre pequeño, el grave, a uno mayor.
Los hombres arrojaban sus sonidos pesados que llegaban flotando hasta sus oídos. Los escuchaba perfectamente. “Calibre 38, especial”, se dijo con absoluta seguridad.
Luego le llegaron sus olores.
Lo primero que captó su nariz fue el tufo a sobacos, después el de sus culos y testículos. La profusa transpiración entre las piernas denunciaba un largo viaje. “Vienen de lejos” dijo para sí; “mano de obra repatriada”.
Había algo más en el perfume que los rodeaba. Un olor que no podía precisar, extraño y familiar al mismo tiempo.
Desde la cama –Fulana abrazada a él como para impedir que se fuera–, como si pudiera palpar sus nucas, las reconoció amplias, fornidas, bien rapadas. Una sugerencia de sombra proponía un orificio en dirección al cerebelo escondido detrás del tronco encefálico y por debajo del lóbulo occipital. Por ahí debía colarse el potente estiletazo que aguardaba en su blanco bastón que descansaba debajo de la cama.
Pero hasta que no lo asaltara el presentimiento, Yoyo no estaría listo para actuar. Podía tratarse de compradores de droga ansiosos de buena cocaína, de pepas de LSD o de algo más sofisticado. La mujer tenía buena mercadería. Su casa podía ser el refugio de un asesino, un estafador, un proxeneta o el depósito de la droga incautada en variopintos procedimientos policiales. Pero ella no abrió su pequeña ventanita, no respondió al llamado de los recién llegados. Yoyo no tuvo dudas de que no confiaba en esos dos visitantes. Los hombres invocaron un poder superior pero la puerta no se abrió de todos modos.
En ese preciso instante sonó su teléfono. No iba a atender. Nunca respondía un llamado telefónico. No usaba celular ni teléfono fijo. Su voz nunca había podido ser grabada. Para comunicarse con él había que recurrir a viejos métodos que le enseñó el viejo y que eran parte del manual de la supervivencia del sicario. Hombre sin voz, sin rostro, sin pasado, un pobre y desgraciado cieguito en la pavorosa ciudad de la furia.
Sacudió a la mujer hasta despertarla. Ella reaccionó exaltada. Su clítoris no la había despertado como ocurría cada treinta minutos. Algo había fallado; se trataba de una inusual disociación de las coordenadas del placer y del tiempo. Se palpó dudando si ese pequeño y fascinante cuerpo carnoso rosado permanecía en su lugar o había escapado de su cuerpo. Lo encontró erecto pero indiferente.
Yoyo le indicó que atendiera el llamado. Fulana vaciló no por temor sino por su confusa anorgasmia temporal. Alzó el auricular, dijo “aló” y esperó. 

6

Fulana no insistió, un solo “aló” era suficiente. Escuchó con atención. El rítmico sonido de una respiración femenina llegaba por el auricular hasta su oído. Inhalación, exhalación, inhalación, exhalación. El aire entraba y salía de los pulmones lentamente, con ritmo de mujer. Un murmullo extraño se colaba entre inhalación y exhalación. Así estuvo por varios minutos hasta que todo sonido cesó. Entonces colgó el auricular.
Regresó junto a Yoyo. Le habló al oído:
—Ella está muerta, escuché el murmullo –le dijo. Él no se alteró.
Morir y vivir eran apenas circunstancias insignificantes en la magnitud colosal del universo. Sabía cómo habían asesinado a la mujer. El sonido de las vísceras cayendo le era inconfundible.
Fulana no estaba interesada en saber qué pasaba a metros de su casa. “Nadie muere en las vísperas”, se consoló. Se acomodó sobre él, se dejó penetrar profundamente y comenzó a moverse frotando su sexo con el de Yoyo. Pero Yoyo no estaba allí. Estaba su cuerpo, por su puesto, su caliente pene dentro de ella, pero rondaba por afuera midiendo a los dos hombres recién llegados y tratando de captar el último eco del curioso murmullo del que le habló Fulana. Una esquirla de ese sonidito había quedado pendiendo de una delgada rama del árbol que se elevaba enfrente de la puerta de la casa.
—No son profesionales y son brutos –le dijo a la mujer que jadeaba extraviada indiferente.
Los sicarios iniciados solían echar todo a perder. Proliferaba un lumpenaje barato que a falta de mejores trabajos se ofrecía por pocos dólares como esbirros. Mentían sus curriculums, exageraban sus méritos, escondían sus fracasos. Y ni hablar de los inmigrantes que llegaban de todos los países vecinos a ofertarse en el mercado de la muerte como matones inescrupulosos, guardaespaldas rompe huesos o truculentos matarifes dispuestos a todo. Eso exasperaba la natural xenofobia que Yoyo cultivaba de modo religioso.
Se trataba de un sicariato decadente y patético que iba a terminar por destruir la profesión. No podía esperarse otra cosa más que la degradación, porque el mercado empuja siempre el precio a la baja. La sobreoferta acabaría por desvirtuar la demanda. Una mercancía barata y abundante reemplazaría sin pena ni gloria al meritorio trabajo artesanal de hombres como Yoyo.
Cuando ella acabó él le pidió que se recostara a su lado. Fulana detestaba apartarse apenas terminaba, prefería quedarse tibia sobre él. Obedeció de mala gana.
Yoyo buscó su bastón. Pidió sus pantalones. Fulana estaba confundida y embroncada; él nunca abandonaba la cama hasta muy avanzada la mañana. Fornicaban y dormían hasta que el sol alumbraba con fuerza, luego desayunaban juntos.
Se tomó su tiempo, el necesario para que su cuerpo se repusiera de ese estado catatónico que le provocaban los orgasmos. Se levantó, fue hasta la silla donde había dejado la ropa del muchacho y le acercó los pantalones.
—¿Te vas ahora? –protestó malhumorada.
—Resuelvo un acertijo y vuelvo –respondió–. Se puso los pantalones, calzó sus zapatos, desplegó el bastón y encaró hacia la salida. 

7

Fulana no comprendió en ese momento a qué se refería Yoyo con lo del acertijo. Estaba muy agotada y sólo le interesaba metabolizar el orgasmo.
Él esperó detrás de la puerta. Escuchaba con atención cada ruido que llegaba de la calle. Sólo cuando percibió el sonido de una pisada, o dos, chapoteando en la sangre de la vecina, abrió la puerta y se asomó hasta el umbral. Reparó en el ruido de la suela de sus zapatos. Demasiado alcahuete. Decidió descalzarse, así podría llegar hasta la casa sin ser advertido, casi flotando a través de la calle.
Los hombres en el aguantadero estaban confiados, aunque frustrados. La tenue luz del interior caía en la vereda sin llegar a la calle. Dejaron la puerta abierta, no la cerraron. “Error de principiante”, celebró Yoyo. Escuchó que hablaban entre ellos de asuntos pendientes.
Ninguno de los dos supo cómo fue que ese fino estilete los penetró justo en la base de la nuca, atravesando los pequeños hemisferios del cerebelo. La muerte fue instantánea. Dos asesinatos sin ninguna estridencia, cómo se debía cometer un asesinato. Un trabajo profesional, sin exageraciones, como a él le gustaba. Ambos cayeron muertos sobre el cadáver de la mujer que sirvió de patético amortiguador.
No iba a revisar a la muerta. No necesitaba palpar el cadáver. Auscultarla no le devolvería la vida. Sabía que la habían destripado. Dos tajos, ida y vuelta, filo y contrafilo, y luego alguien tiró de las tripas como de la soguita del badajo mientras hacía preguntas. Nada refinado.
Si su enlace regresaba al aguantadero se toparía con los tres cadáveres. No sería un agradable encuentro, pero no había modo de evitarlo. El recado que le quedó de él fue –como boqueó la difunta antes de ser cadáver–, que se fuera al carajo. “Al carajo”. Al mismísimo carajo. Sonriendo, bromeó consigo mismo, y se dijo que no sabía dónde quedaba ni ese ni ningún otro carajo.
A él, esos cadáveres no le movían la aguja. ¿Un pretexto para justificar su retraso? Tal vez. Podría mentir así: “Temí que eso ocurriera y preferí esperar los acontecimientos”. Nadie le creería, pero con tres muertos en ese aguantadero roñoso, nadie exageraría sus recriminaciones.
Volvió donde Fulana. Ella dormía boca arriba, despatarrada, ocupando casi toda la cama.
Yoyo calculó que no habían pasado treinta minutos desde que salió de la casa y resolvió el acertijo de los dos desconocidos. Así que tenía fundada esperanza en que el clítoris de la mujer recobrara su natural ritmo de excitación y la despertara. Si el femenino mecanismo de Fulana fallaba, él la despertaría penetrándola lentamente mientras dormía.
—¿Los mataste? –le preguntó, aunque parecía hablar entre sueños.
—Resolví el acertijo.
—¿Y ella?
—¿Te importa?
—Podrías haber mirado.
—¿Y de qué hubiera servido?
—Un poco de humanidad.
—¿Humanidad?
—O algo así.
—O algo así.
—¿Qué querés?
—Qué te “calles”. “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”.
—¿Te vas a meter dentro mío?
—¿Querés?
—¡Mucho! ¡Mucho!
Y empezaron a besarse con verdadera furia. 

8

Las sirenas de los patrulleros sonaron estridentes. Yoyo supo que eran tres los autos estacionados frente a la casa de la vecina muerta. El chillido de una sirena competía con el de las otras dos. El batifondo se volvió ensordecedor. El barrio estaba alborotado.
Fulana estaba abrazada a él sin ningún deseo de soltarlo, el ruido la desesperó. En el barrio, rara vez el silencio se alteraba de ese modo. Peleas de borrachos, de esposos cornudos, pero nada como aquello que aturdía.
Golpearon a la puerta con fuerza. Fulana saltó de la cama. Yoyo, con un gesto, le indicó que se quedara tranquila. Se incorporó sereno, se vistió, tomó su bastón blanco y salió de la habitación hacia la puerta que daba a la calle. Los policías volvieron a golpear insistentes.
Abrió y captó la presencia de dos hombres que miraban azorados la forma casi vacía de sus ojos. Yoyo no tenía prácticamente pupilas, eran pequeñas, deformes, y eso le daba a su rostro una expresión que podía ser nefasta o singularmente siniestra. Las córneas tampoco eran precisamente blancas, lo que hacía a sus ojos aún más perturbadores.
Los policías permanecieron en silencio observando esas malformaciones que estaban incrustadas en el extraño rostro. Les parecía un error de la naturaleza en un semblante juvenil. Yoyo disfrutaba que la gente entrara en pánico cuando observaba sus ojos; eso le daba una ventaja sobre sus interlocutores. Ni hablar sobre sus víctimas.
—En vos se inspiró Sábato cuando escribió su informe –le decía el viejo.
—Nací muchos años después de que él escribiera esa porquería contra los ciegos.
—Un visionario, ¡qué ironía! Un visionario que escribió sobre los ciegos.
—¡Dejate de joder!
—Se llama literatura de anticipación, ¿entendés?
—Se llama boludez, ¿entendés? –con esa palabra Yoyo ponía fin a la elucubración que hacía el viejo sobre la cualidad inspiradora de la ceguera.
Los policías salieron de su embobamiento y tartamudearon frases sin sentido. Luego pudieron preguntar:
—Buen día, señor, perdone que molestemos. Somos policías.
Yoyo sonrió y fue de placer, podía oler el pánico que exhalaban los cuerpos de los policías.
—¿En qué puedo ayudarlos, señores?
¿En qué podía ayudarlos un ciego? Pensaron los canas.
—La verdad, mire… –dijo el más gordo.
—Si pudiera…
—¡Perdón! Quise decir que buscábamos testigos porque acá enfrente aparecieron tres cadáveres, y por ahí usted…
—Quieren saber si yo vi algo…
—Bueno, no… claro… perdón.
—Pero sí puedo decirles que anoche no escuché nada raro. Soy ciego, no sordo. Aquí todo es muy tranquilo.
—¿Alguien más vive aquí?
—Sí. Fulana.
—¿Fulana?
—Fulán, alias Fulana.
—¿Puede llamarla?
—Seguro. ¡Fulana! Te buscan dos policías –la mujer llegó como un suspiro hasta la puerta y aferró el brazo de Yoyo.
—Buenos días señores, ¿en qué puedo ayudar? –Fulana preguntó como salida de un túnel en el que escaseaba el aire.
—Buenos días, señora. Queríamos hacerle unas preguntas…
Los hombres estaban algo inquietos. Miraban al ciego y luego a la mujer. La diferencia de edad entre ambos era evidente y se llenaban de envidia contra el muchacho. Ella les resultaba muy atractiva. Su madurez encandilaba. Olía a sexo y su desabillé estaba un poco entreabierto y dejaba imaginar su delicada entrepierna. Los policías no podían dejar de saborearla, de los senos redondos a la cadera curvilínea. 

9

Fulana afirmó que no oyó nada y que tampoco vio algo sospechoso. Estaba ocupada en Yoyo, y Yoyo insinuó en qué se ocupó de él la mujer esas horas, provocando la sonrisa cómplice e histérica de los policías.
—¿Drogas por el barrio? –preguntó uno de los policías.
—Como en todos lados, pero no somos consumidores –Yoyo fue terminante. Fulana acompañó con el movimiento afirmativo de su cabeza las palabras del ciego.
La pregunta era por compromiso. Quienes controlaban el mercado de la droga en toda la zona era la misma policía. Nadie como ellos sabía quién vendía, qué vendía y quién consumía esas drogas. El mercado estaba bien controlado; pero el negocio del sicariato no era como el de las drogas, aunque las más de las veces marcharan juntos o casi juntos.
Los policías sabían que dos de los asesinatos habían sido cometidos por un experto y sereno perfeccionista. Los exactos puntazos en la nuca de los hombres lo indicaban. Se trataba de un conocedor de la anatomía humana. Un ciego quedaba definitivamente excluido de esa experticia. El sentido común les indicaba que ese joven invidente podía dedicarse a satisfacer la libido de esa mujer mayor que él, pero no a asesinar a dos matones formados en Puerta de Hierro (donde abundaba una fauna feroz), dos matones que tenían en su haber muchos crímenes por encargo.
El destripe de la mujer parecía obra de un sádico. Porque a la mujer le arrancaron las tripas, una a una. Una brutalidad espantosa. Una ejecución propia de la inquisición. Alguien que se regodeó torturando a la pobre infeliz ante de liquidarla. ¿Cómo no gritó clamando auxilio?
El terror puede resultar la mordaza más eficaz de todas. Se paraliza la lengua, la boca se sella, las cuerdas vocales se vuelven inútiles.
¿Qué buscarían los matones en ese lugar? No hallaron ninguna pista. Era probable que eso quedara para siempre en el misterio. Nadie aparecería dispuesto a revelar el encargo de los dos matones en esa casa, con esa mujer destripada esa noche donde encontraron la muerte a manos de un experto eficaz.
Cuando se retiraron saludaron con cierta displicencia. Yoyo, sosteniendo el bastón con sus dos manos, les devolvió el saludo diciendo:
—Un placer, señores. Si nos enteramos de algo no dudaremos en informárselo, colaboraremos con la Institución. –Fulana no asintió con el movimiento de su cabeza las palabras del amante.
Yoyo escuchó cuando los tipos cruzaban la calle diciendo: “la veterana rubia está para culearla toda la noche”.
Él no sabía cómo era el color del cabello de Fulana. Conocía sus formas en detalle. Cada curva. Cada humedad. Cada sabor. Cada misterio. Pero no sabía de qué color era su cabello, sus ojos, su piel. No podía entender la naturaleza del color. El color era un enigma. ¿Podría oler un color? ¿Oírlo? ¿Sentirlo? ¿Presentirlo?
—¿Sos rubia? –preguntó dulcificando la voz.
—Teñida.
Eso complicaba aún más las cosas. Sabía que significaba la palabra teñida, tanto como rosa, negro, cielo, luna o sombra. Puras abstracciones. 

10

Tocó los cabellos de la mujer con las yemas de los dedos. Ella sonrió y él sintió el sabor de esa risa. Fulana miraba por las rendijas de la persiana americana a los policías cargando a los tres cadáveres en la morguera.
—¿Por qué? –preguntó sin alterar la voz.
—Iban a matarnos.
—¿A nosotros dos?
—A los dos.
—¿Estás seguro?
—Nunca me equivoco cuando alguien me busca para asesinarme. Soy ciego, capto cosas que a vos te pasan por al lado y nunca les prestarías atención.
—¿Nos iban a matar a los dos?
—A vos, te iban a disfrutar un buen rato. Te iban a violar hasta despellejarte la vagina.
Fulana miró a Yoyo desencajada.
—Entonces me salvaste, corazón.
—Los desafecté, eso fue todo.
—¿Y ella?
—La destriparon.
Fulana se retorció de dolor.
—¿La destriparon? ¿Cómo sabés?
—Escucho. Vos deberías aprender a escuchar.
—¿Qué escuchás? –Yoyo no respondió.
—¿Por qué la destriparon?
—Para que les dijese dónde estaba yo.
—¿Prefirió morir a hablar?
—No lo sé. Lo dudo. Tal vez no tuvo tiempo de delatarme.
—No entiendo…
—No tiene importancia.
—¿Cuánto van a tardar en saber que estabas acá, conmigo, en esta casa?
—No lo sé, no soy adivino. Eso tampoco tiene importancia.
Con una seña Yoyo le pidió que se acercara. Cuando estuvieron uno al lado del otro, se abrazaron. Fulana empezó a llorar.
Cuando ella lloraba Yoyo se fastidiaba. Estaban vivos, no era poco. Para él había que saber apreciar lo importante de cada momento. “Carpe diem” le hubiera dicho, pero se ahorró el trabajo de explicar su significado.
La morguera partió con su funesta carga. Los últimos policías dejaron el lugar en sus patrulleros siguiendo al camión fúnebre como si acompañaran un legítimo funeral.
Fulana vio que Yoyo se acomodaba para marcharse.
—No quiero quedarme sola, tengo mucho miedo.
—En el bolsillo derecho de mi saco hay un arma, quedátela.
—¿Qué hago con un arma?
—Usarla para matar.
—¿Usarla para matar?
—Antes de que tu asesino use la suya. Es sólo una cuestión de oportunidad.
—No sé usar armas.
—No me gusta que me tomés por boludo. Soy ciego, no boludo.
Sabía que Fulana sabía usar armas desde que era una niña.
—No estoy segura de poder matar a alguien.
—Es sólo voluntad.
—No estoy segura de poder matar a alguien –insistió.
— Apuntá bien, jalá el gatillo, y el arma hará el resto.
Fulana la tomó en su mano y la observó detenidamente.
—Es una 6.35. Tiene balas dumdum.
—¿Dumdum?
—Si, dumdum.
—Parece una joda.
—Me tengo que ir.
—¿Vas a volver?
—Seguro, siempre vuelvo.
—¿Cuándo?
—Cuando pueda. Cerrá bien la puerta. No le abrás a nadie, ¡nadie! Lleva siempre el arma encima.
—Quiero ir con vos, no quiero quedarme acá.
—Imposible. Tengo trabajo pendiente. Acá vas a estar más segura que conmigo. Abrime la puerta y después que salga encerrate.
Fulana obedeció aunque deseaba que él se quedara con ella. Pero Yoyo no cambiaría de opinión. Nunca lo hacía. “Vos sabés que nunca hablo al pedo”, le hubiese dicho si insistía. Se iría y volvería cuando pudiera. No antes. Primero lo primero. 

11

Yoyo se fue por donde había llegado. La calle estaba vacía, la mañana, rara, como olvidada. Olía a barro mezclado con sangre. El cielo estaba nublado y el viento frío llegaba del cementerio con perfume a mortaja.
Los vecinos no se escondieron por el asunto de los asesinatos. ¡Por fin había algo de qué hablar! Se escondieron de la policía. Los alteraba su presencia. Los canas todo lo embromaban. Y eran unos terribles coimeros, ¡con lo que costaba ganarse el mango!
La crisis hacía estragos en la barriada. Hambre era la palabra repetida en todos los hogares. Hambre grande, pequeña, de día, de noche, a la mañana, a la tarde, a toda hora. Hambre. “¡Macri gato!” gritaban enfurecidos los vecinos. La política del gobierno los estaba hambreando. Y los canas llegaban a palos para sacarle al pobrerío hasta la última moneda que se había ganado vendiendo chucherías o drogas berretas. Si no se las daban, encerraban a los infelices por semanas en calabozos roñosos. Llegaba el fiscal, armaba una causa por drogas, por robo a mano armada o violación y los quebraban, salían buchones al servicio de esa mafia. Una maldición insoportable, mejor era morirse fumando paco.
Caminó apenas rozando con el bastón el hormigón de la calle. Los perros, como siempre, se batían en retirada a su paso, el rabo entre las patas. Olieron los perfumes de los tres cadáveres y sabían que ese que caminaba con paso medido en dirección al cementerio de Villegas, había despachado dos matones como si nada. Los perros nunca son giles, se hacen los giles cuando voltean la olla para que no los muelan a palos.
Llegó a la calle del cementerio y giró a su izquierda. La ausencia del barullo de los floristas, de las viejas lloronas con sus flores de plástico que iban a fastidiar a los muertos en sus tumbas, le dio un mal presentimiento. Algo había que trastocaba el tiempo; la soledad era singular.
Caminó tal vez diez, tal vez veinte pasos; se detuvo esperando que esa sensación adquiriera el volumen de un suceso real. Él, que podía escuchar a una sombra, olerla a la distancia, palpar su liviandad, presentirla en su etérea anatomía, no escuchó hasta que amartilló el arma. El breve sonido le recordó a su bella pistola calibre 6.35, la que el bisabuelo llevaba al Delta cuando los primeros loteos.
Oyó la detonación del arma. La bala salió del cañón, entró por la nuca, entre el cráneo y el cuello, como le habían enseñado debía hacerse. Una sola bala, respetando la economía para el homicidio por encargo.
Estalló su cerebro en una pasta rosada que salió un poco por los ojos, otro por la nariz y menos por la boca. Cayó de bruces y se rompieron algunos huesos de la cara contra el hormigón de la calle. Quedó estampado, como pintado con los dedos.
Garuaba. La mañana se llenó de hastío. El viento trajo un extraño lamento1. Los perros buscaron refugio en sus sucuchos.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS