La fuerza del agua me arrastró, me separó de la mano fuerte con la que me sostenía mi padre.

Unos minutos antes, el sol nos vio reír, saltar, jugar. Unos minutos antes, el rugido del mar no me asustaba, era una aventura. Cada ola me llamaba y a cada ola, le decía que no, que no me llevaría. Que mi padre siempre me protegería.

Arrastrándome más y más lejos de la orilla, como una muñeca de trapo, el agua viscosa del mar ahora, se reía de mí. Abrí los ojos en ese remolino de la muerte. Abrí los ojos y me vi envuelta en el agua, atrapada, remolcada en la arena del profundo mar. Y sin llorar, sin sufrir agonía, pensé, así es como termino. Así he de morir. No pensé en lo que dejaba: a tan temprana edad, poco era.

Unos minutos antes, estaba llena de vida, jugando como cualquier chico con mis primas. Unos minutos antes, estaba corriendo por la arena que quemaba la planta de los pies, hundiéndonos a cada paso en ese pantano seco de granos gruesos hasta llegar a la orilla del océano, refrescando nuestra piel con la espuma que va y viene, frunciendo las cejas para frenar el reflejo del sol sobre el agua turbia del mar.

Al principio, peleé contra esa energía bruta. Traté de sostenerme en algo, pero esa corriente de la muerte, te engaña. Pensás que te aferraste a la arena pero ella también se desliza junto a ti. En mis últimos minutos, no sentí frío. No sentí fatiga. Me dejé llevar.

Unos minutos antes, mamá nos decía que no nos metiéramos hondo. Y papá y mis primas y yo nos miramos con ojos traviesos.

Sin llorar, lo acepté, pero un agua más tibia que el del mar me brotó en la piel.

Unos minutos antes…

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