Esas alas de plástico servían para volar, así como los coches, cuyas piezas ensamblaba con sumo cuidado, servían para viajar.

Y las cocinitas serían capaces de cocinar suculentas comidas que no alcanzaba ni a imaginar, porque aquellos pequeños dedos trabajaban sin descanso construyendo los juguetes que otros niños, de lejanos países, disfrutarían mientras a él no le alcanzaban las horas del día si quiera para sucumbir a su miseria, ni al hambre amarrado a las entrañas. Simplemente imaginaba al tiempo que contribuía a engordar los sueños de los que podían dormir caliente, comer caliente y jugar caliente.

Así que un día robó las alas y echó a volar.

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