La casa amaneció disfrazada de abundancia, los garbanzos cocían a fuego lento dentro de un puchero de cobre añejo y parcheado que aguardaba a la lumbre del hogar, sobre un trípode oxidado.

Marcela, dispuso en un plato de hojalata un buen puñado de ellos, y esperó a que se enfriaran lo suficiente, después se lo entregó a su hijo pequeño. Aquello bastaría para mantenerlo entretenido mientras ella, se ocupaba de las duras labores que exigía una casa como la suya.

A «Cintu», le gustaban mucho los garbanzos. Sus dedos menudos y hambrientos los iban cogiendo de uno en uno del plato de hojalata desmerecida y desportillada que reposaba sobre sus rodillas y sin demora los iba llevando a su boca. Mientras, su hermano Juan, 4 años mayor, jugaba despreocupado portando algo sin nombre en la mano que él aseguraba que era un coche. Solo había visto un coche en su vida, el del señor notario, pero estaba seguro de que el suyo era todavía mejor.

En la parte de atrás de la casa, había un corral, y en él, tres gallinas viejas, un par de gorrinos de pelo negro y estómago vacío y una cabra coja, única fuente de ingresos de aquella casa, en la que niños y bestias, competían casi a diario por conseguir un mendrugo de pan mojado con agua. Era este un retrato desteñido de los duros años de la posguerra española.

Justo allí se encontraba Marcela, en el corral, cuando oyó los gritos y desgarros de dolor que procedían de la sala, acudió tan pronto como sus piernas se lo permitieron, con la mente en blanco y el corazón oprimido.

Lo que vio al llegar, nadie lo supo nunca, porque lo que ven los ojos de una madre mientras su hijo sufre, permanece para siempre en la desmemoria de lo innombrable.

Solo tuvo tiempo de mandar a su hijo Juan a casa de Don Armando, el médico del pueblo, y de coger a su pequeño en brazos mientras suplicaba a dios que aquella manita pudiera volver a coger garbanzos de un triste plato de hojalata.

Pasaban los meses y aquella mano no mejoraba, la quemadura derivó en una gran infección que se extendía y subía por el brazo. Por muchos remedios y pomadas que le procuraba diariamente Don Armando, aquello pintaba mal. «Cintu» se debatió entre la vida y la muerte durante varios meses, bañado en sudor por las altas fiebres a consecuencia de la infección.

Mientras, Marcela se atormentaba. Lo de vivir por el día era difícil pero dormir por la noche se convirtió en un imposible. Se recriminaba no haberle puesto mayor cantidad de garbanzos en el plato, de esa forma su pequeño no se habría aventurado a asomarse al puchero para coger más, y su cuerpecito inestable no habría perdido el equilibrio, y su manita no habría ido a caer en las brasas devoradoras de risas infantiles.Y si… y si… acabó reduciendo a esos dos monosílabos, toda su existencia.

Pero Marcela, no iba a permitir perder a su hijo pequeño, no iba a tolerar que por segunda vez, la vida le hiciera pasar por un calvario que ella desgraciadamente conocía muy bien.

A doña Flaca no solo la conocían en el pueblo, si no también en los pueblos vecinos, sus remedios casi milagrosos contra todo tipo de males y desventuras eran conocidos en toda la comarca. La mandó a llamar con su hijo Juan y ese mismo medio día acudió a comprobar el estado del pequeño.

– Polvo de árnica- Sentenció la anciana, mientras miraba con gesto preocupado la mano del pequeño- mal remedio tiene esto, – mascullaba para sus adentros- diablo de muchacho, ¿ en qué narices estabas pensando?

– Escúchame bien, Marcela, tomas unas hojas de árnica, las mueles en el molinillo y añades aceite de oliva al polvo resultante. Ese emplaste se lo pones en la mano y lo tapas bien con una venda.

Doña Flaca, marchó a su casa y trajo una buena cantidad de hojas y flores de árnica , después preparó ella misma el ungüento y se lo aplico al niño tal y como le había explicado.

– Repítelo a diario, hasta que sea necesario.

– Muchas gracias, doña Flaca, dígame cuánto le debo.

– ¡Ande, ande comadre, qué me va a deber! ate bien al niño la próxima vez y ya hablaremos de deudas si se salva.

Ese mismo día, Marcela mató una de las gallinas viejas. Con ella, preparó abundantes caldos. Aquellos preparados que alimentaban no solo el cuerpo, sino también el alma del pequeño, se los dio a beber diariamente durante las largas semanas que permaneció encamado.

Y el milagro sucedió. La fiebre fue remitiendo, y poco a poco la herida dejó por fin de supurar.

Tras el trance sufrido, «Cintu» perdió el andar y hasta el habla, y a sus tres añitos, tuvo que re-aprender muchas cosas, entre ellas, que la vida nunca se lo iba a poner fácil pero que merecía la pena ser vivida.

Aunque más tarde de lo habitual, debido a su retraso motor y del habla, consiguió ingresar en la escuela parvularia, donde la mano de su maestra doña Juanita, le ayudó a confiar de nuevo en el mundo.

Uno de esos días en que doña Marcela cargaba a su pequeño en brazos, a la vuelta de la escuela, Don Armando los abordó a mitad de camino, se acercó a ellos con una mezcla de preocupación y curiosidad. Miró el vendaje del niño, que dejaba entrever la negrura de la árnica y su gesto y su voz se tornaron hostiles de inmediato.

– Ya veo que hay mejores médicos que yo en el pueblo – se limitó a mascullar con desprecio.

Fueron las últimas palabras que Marcela le oyó decir, pues nunca más, mientras vivió, el ofendido don Armando volvió a dirigirle la palabra, ni tan siquiera la mirada. Fue el precio que muy gustosa pagó por ver a su hijo volver a la vida.

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