La balada de Doménico y Rita

La balada de Doménico y Rita

Dicen con categórica razón, que no hay mejor forma de cuidar el corazón que andar siempre con buenos recuerdos rondándonos la mollera. Por eso y más cuando hemos llegado a cierta edad, es mejor elegir de antemano y con mucho cuidado lo que vayamos a recordar. Decidir “esto lo traigo a la mente” o “esto no lo traigo a la mente” es la manera más fácil de solucionar el problema, pero yo opto casi siempre por aceptar la primera memoria que me pase cerca del lóbulo de la oreja, a condición de que sea maleable y la pueda modificar a mi gusto. Este método tiene la virtud de exigirme pensar y como ya van quedando pocos testigos y menos con ganas de crear polémica, tengo el permiso de fundar nuevas verdades ya ocurridas.

Por eso y teniendo en cuenta que a todo jubilado nos place refrescar la remembranza, me deleito caminando por el centro de la ciudad sin apuro, imaginando variaciones de los hechos. Lo hago bastante seguido, siempre con la esperanza inútil de encontrar a algún conocido, en particular a Doménico.

Por lo demás siempre me causo goce elevar la vista y quedarme mirando las formas, tratando de descubrir detalles en las fachadas de los edificios antiguos. En general son minucias que no le importan a nadie y menos a los apurados. Se me han revelado relojes de altura detenidos cada uno justo a la hora señalada, querubines riéndose de nosotros, números romanos a puñados, palabras de variados idiomas recordándome que el mundo es un pañuelo, o sonidos como el de las baldosas flojas, hueco en la sequia y surtidor de agua después de las lluvias .

Ahora veo claro que con Doménico nos unía la pasión por todas esas cosas que son invisibles a los veloces, incapaces de ver más arriba o más abajo de la cota de sus ojos y no más allá del largo de un paso, que viven la vida ya, aquí y ahora.

Sé que ellos me apodaban “El ocioso” y a Doménico le decían “El gringo de la bolsa”. Él, en el 67, tenía unos cincuenta años y había llegado desde Italia después de la segunda guerra. Era muy callado, quizás porque todavía le duraba el susto de lo vivido. Solíamos demorarnos contemplando algo que nos llamaba la atención, mientras a nuestro alrededor surcaban los apurados.

En aquella época los nautas del centro éramos siempre los mismos y nos conocíamos por lo menos de vista y, así como nos sorprendía la desaparición de alguien, nos alertaba la llegada de un desconocido, por eso cuando apareció Rita chamuyando seductora, todos nos despabilamos al mismo tiempo.

Se hacía llamar Rita “La Salvaje”, no había cumplido el medio siglo de edad y se mantenía en buena forma física, vestía ropas un tanto provocativas para la época y con el paso de los días descubrimos que era una ávida vendedora de sexo. En general fue admitida por todos, mas quien aventó el viejo miedo y con fervor se rindió a sus encantos, fue Doménico. Cuando se conocieron ella estaba como encendida, linda y fatal, él, por ella, paría su nueva vida. Así como estaban las cosas sucedió lo que se veía venir. Juntos se sumergieron en un ardoroso torbellino amatorio que duro casi un año. Pero las cosas son como son. Siempre brillara algún detalle que podrá objetar una realidad bien plantada.

Después de ese tiempo Doménico pareció enfriarse y Rita saciarse, pero seguían viéndose en la misma esquina en los días que ella bajaba al centro, sin salir disparados hacia el primer hotel que hallaran.

Cuando se encontraban, en el oasis sereno y palpitante que los rodeaba todo era pura sonrisas y alegría con el sonrojo hasta la fiebre dándose lo que sentían con caricias tibias en el leve temblor emocionado de las manosy con el fulgor amoroso de los ojos buenos.

Por casualidad, o no tanto, tuve la oportunidad de presenciar muchos de sus encuentros, siempre desde lejos y disimuladamente.

Fue así que pasada una semana note que en algún momento de la reunión, Rita metía una de sus manos en cualquier bolsillo de lo que vestía Doménico, siempre que él estaba ocupado intentando bajar un pedazo de cielo para ella. Indignado supuse que sacaba algo de la vestimenta de mi amigo, más aguzando la vista descubrí que su puño entraba cerrado y la mano salía completamente abierta. Entonces comprendí que no sacaba sino que ponía, y recordé ese arte propio de las mujeres que les permite doblar de tal manera el dinero, que lo hace invisible en una pequeña mano cerrada.

Luego de un mes y habiendo perdido interés en la cuestión, tome conciencia que hacía unos quince días que no los veía. Recorrí toda la zona sin encontrarlos, considerando por fin que la habían abandonado. No sé si cada uno lo hizo por su lado, pero prefiero pensar que se marcharon juntos, al menos así lo he establecido en mi memoria, concluyendo que se unieron para desatar un gran amor pese a las circunstancias, que engendro el buen amor gracias a ellos dos.

Por lo demás me queda la gloria de haber descubierto esta pequeña sinfonía vital, cuyos detalles quizás cuando llegue la ocasión y despuntando mi vocación docente, pueda contarle a alguno de los apurados cuando se detenga para respirar como humano y me pregunte qué ha pasado de importante en la semana, entonces poniendo cara de sabio iniciare el comentario así: <<Entre otras cosas puedo decirte que el amor redimió a un gringo loco llamado Doménico y a una salvaje llamada Rita que…>>.

FIN

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