MIS LECTURAS: EL RASTRO

Pocos sitios tan concurridos y con menos bibliografía que El Rastro madrileño. Andrés Trapiello, escritor leonés de imponente curiosidad, monta en torno a esta leyenda del Madrid más profundo, una crónica que aborda este emblema capitalino desde multitud de atalayas: la biográfica, la geográfica y la sociológica enganchada a las distintas ramas del comercio, las antigüedades, el coleccionismo, el regateo en las transacciones y todo lo que alguien se atreva a soñar o imaginar en busca de una ganga o de reencuentros con el pasado, a través de objetos imposibles, que aquí se pueden hacer accesibles.

Es ésta, la de Trapiello, la visión de un lugar rodeado de contradicciones. Destaca el escritor la vulgaridad urbana del entorno, carente de edificios de referencia y, sin embargo, imán de turistas que, en competencia con los lugareños, porfían por saborear un ambiente castizo como pocos, al tiempo que olfatean cual sabuesos la pieza que pueda encender las más diversas emociones.

Trapiello presenta El Rastro como un corral de comedias de la compra-venta de objetos que, incluso en su miseria aparente, pueden ocultar las gratas sorpresas del valor testimonial y material. No en vano se vocean y muestran, a veces a suelo abierto, por rastristas, almonedistas, chamarileros, prenderos, chatarreros, traperos, barateros, aljabibes, zarracatines, regatones, ganguistas y poquiteros; una buena ristra de sinónimos comerciales en desuso para una oferta inagotable y sorprendente de artículo que rozan la prehistoria.

De una de estas denominaciones, la de rastrero, Trapiello borra de un plumazo el significado peyorativo de persona ruin, y la ajusta a la más aséptica de vendedor del lugar. Nos dice también, en el marco de la curiosidad anecdótica, que el nombre de Rastro procede del espacio donde se arrastraban las reses sacrificadas en los mataderos colindantes, de lo que entonces era extrarradio miserable de la capital y morada del lumpen ciudadano.

El libro, con vocación de ensayo, se lee en el agradable sobresalto de toda sorpresa por descubrir. Es como una novela policiaca en sus guiños atrayentes de lectura, pero salpicada de un típismo tan arraigado como el de Madrid y sus habitantes, que en este almacén al raso de la vida misma, es donde mejor se explaya.

Porque en El Rastro, tal como lo expone el autor, se mueven como pez en el agua, sin agresiones contradictorias,muchas variantes de arquetipos y sus opuestos: la plebe y la nobleza, la naturalidad y el esnobismo, la quincalla y el arte, lo viejo (más que lo antiguo, que también) y lo moderno, la parsimonia de la mirada fija y lenta, junto a la urgencia por lo útil y necesario; y, sobre todo, lo legal y lo ilegal de las procedencias mercantiles, porque en este lugar resbala toda ética que no sea la de cerrar el trato al interés de ambas partes con (o sin) el preceptivo regateo.

El Rastro, de Trapiello, es una guía para moverse por un territorio surrealista en filosofía y personajes, personajes en la más amplia acepción del término, delante y detrás del muestrario. Ambas partes ejercen por igual la mutua desconfianza. El vendedor, por no saber si lo que va a colocar es un objeto valioso. El comprador, por recelar si le van a vender una castaña. El cruce de miradas y el radar del interés van establecer la frontera justa entre valor y precio. Ahí se edifica una escuela de psicología gestual, digna de tesis doctoral.

En el pugilato de voluntades, a lo más dramático que se puede llegar es a que las cosas se queden como están: la pieza sobre el trapo y el cliente con las ganas. Puede haber alguna palabra de mosqueo que se queda en leve herida del orgullo, rápida de cicatrizar. Al fin y al cabo, las reglas del juego únicamente están sometidas al capricho del comprador por acceder a una ansiada pieza, o a la habilidad del vendedor de colocarla al máximo beneficio propio. Trapiello alerta que la siguiente esgrima sobre el mismo objeto, modificará todas las leyes anteriores. Y es que hay que entender que El Rastro es el verdadero paraíso neoliberal del mercado sin regular, sometido a sus propios impulsos, donde la ley de la oferta y la demanda queda sujeta al dictado de los ojos y al regusto por la buena compra o la mejor venta. Como advierte el escritor; “en El Rastro no hay nada; solo hay Rastro, y al Rastro solo se va al Rastro”.

El autor propone igualmente un Rastro que puede resultar el álbum de toda una existencia. Es edén de coleccionistas que conocen de sobra el potencial de hallazgo de los cromos que completen una colección de ensueño. De forma acertada, Trapiello propone una prolongación entre el adulto frecuentador del lugar (como él) y el síndrome de Peter Pan, la inofensiva patología de las personas que se niegan a abandonar la infancia.

Otro de los consejos que proporciona en su libro es acudir al Rastro con voluntad inequívoca de observador. El que allí va a pasar el rato, dice que lo pierde, pues “nunca encontrará nada”. Y apostilla que ese mero hecho de fisgar, de no perder ripio, es fuente de cultura natural, que florece incluso hasta en los más analfabetos por obra de una dialéctica ingeniosa como pocas.

Un entorno de raíz tan popular, no obstante, ha dado, para una bibliografía escasa, pero selecta. Trapiello se recrea en Ramón Gómez de la Serna, y su libro, también titulado El Rastro, en el que vierte toda su imaginería en el acto de adquirir, a través de la excéntrica decoración de la que fue su vivienda en Madrid, al tiempo que apunta que el mercadillo “está hecho a la medida de la vanguardia”. Pocos escritores como el relator de las greguerías para certificar con tino tal concepto. El libro salpica con muchos más testimonios de intelectuales, pero en las generalidades del valor oculto de los objetos viejos y en desuso, la auténtica materia prima u objeto social de nuestro Rastro.

La esencia final del libro queda cincelada en el mármol de una de las leyes de El Rastro, que Trapiello formula con mensaje sencillo y directo, sin alharacas: saber ver, esperar y comprar.

En el imperio comercial de las tiendas en la red, la pregunta se hace inevitable: ¿cuál es el futuro de este mercado singular? Los propios rastreros ponen el acento pesimista en forma de fecha de caducidad: no más de treinta años. La historia, la tradición, buenas consejeras si se las sabe escuchar, dejan abierta la puerta al optimismo: mientras haya cosas viejas de las que desprenderse…No cabe duda, siempre las habrá, como siempre existirán seres primitivos que no se contentarán solo con ver la ilusión. Necesitarán palparla. La cita será en El Rastro, en el de Madrid, en el de cualquier gran ciudad del mundo.

ÁNGEL ALONSO

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