Anclado en tierra

Anclado en tierra

Serafín Cruz

12/03/2019

Hacía frío, pero no le importaba. Sentir en sus pies la húmeda arena blanca de la playa le teletransportaba a su edad más lozana, cuando era solamente un crío que quería hacerse un hombre, un hombre como su padre, un rudo y valiente marinero. Allí, contemplando el vasto y extendido manto azul, Aurelio disfrutaba oteando el horizonte, se embelesaba siguiendo las crestas de las olas con su vista hasta que éstas perecían en la orilla, prestaba sus oídos a los graznidos de las hambrientas gaviotas que deslucían un tanto el encanto del sonido propio de la playa, y se evadía de la realidad avistando en la lejanía algún que otro barco pesquero incapaz de reconocer.

El sonido, lo más asediador, era, a veces, monocorde. En ese estado le relajaba, y, relajado, se dejaba embaucar por él, y le trasladaba al viejo pesquero de madera donde, por primera vez, se hizo a la mar. «Cuida del niño», le pedía su madre al esposo de ésta. Su padre no le quitó ojo de encima en todo el día ni en toda la noche. Aurelio supo ese día lo mucho que lo quería su padre.

Sus tiernas manos no tardaron en encallarse y su vocabulario perdió pronto la candidez de la infancia para tornarse seco y áspero, tanto fue así que »la cuerda» pasó a llamarse cabo, »soltar» dejó de existir para darle espacio a »arriar», »delante y detrás» desaparecieron y sus lugares fueron ocupados por »proa y popa», el «aire» cambió a «viento», y así una sarta de palabras y expresiones que hicieron desaparecer su tierno pasado.

La más leve brisa que recibía en su rostro le avivaba los recuerdos, y éstos no encontraban óbice para hacerle creer que se encontraba en alta mar, a bordo de un pesquero, como tantas veces, soportando con resignación el salitre en su cara, sujetándose la gorra para que el viento no se la llevara al »pañol grande», como llamaba a la mar cuando ésta se tragaba alguna cosa.

Permanecer sentado sobre la arena era para Aurelio como mantener una infranqueable conexión entre él y su pasado. Nada le hacía sentirse así… así de bien. El mundanal ruido de tierra adentro le crispaba los nervios y le amenazaba con depresiones de semanas en las que no quería salir de su habitación, la aglomeración de gente por doquiera que iba le exasperaba, como le exasperaba la aceleración constante de la ciudad y el estrés de sus ciudadanos. «En tierra me ahogo», decía quejoso más de una vez.

La sensación de libertad que experimentaba en la soledad de la playa jamás podría experimentarla tierra adentro, por eso necesitaba tanto estar cerca de la mar, conectarse con ella de alguna manera, aunque fuera pisando la arena de la playa. Allí era donde afloraban sus recuerdos, sus mejores y más importantes recuerdos, los que ya eran solo eso: recuerdos. Pero era como revivir de nuevo, como si volviera a estar navegando sobre las crispadas aguas sin que los edificios de la ciudad redujeran la visibilidad, era poder contemplar un día tras otro magníficas salidas y puestas de sol, contar lunas, hablar en jerga, sentirse arropado con la soledad de la mar… y era recordar la pluma de hierro que, por falta de precaución del marinero que sujetaba el extremo de la misma y por mor del balanceo del barco, impactó sobre su cuello.

La paciencia de una buena esposa le permitía a Aurelio ser modestamente feliz. El frío era el culpable de que encontrara razón suficiente para convencer a su esposo de volver a casa y, haciendo un sobreesfuerzo, como cada día, conseguía volverlo a subir a su silla de ruedas.

FIN

N. del A: Usar el género femenino para decir «la mar» y no el mar, es uso habitual entre la gente del sector marino, entre la que un servidor se encuentra. Si no se da a la mar el mismo trato femenino en alguna otra zona pesquera es dato que desconozco, pero ruego sea respetuoso con mi hábito. Gracias.

Autor: Serafín Cruz Muriel

Relato escrito entre los días 11 y 12 de marzo de 2019, en C/ Alhelí, 42

Lepe -Huelva-

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