De
aquella noche recuerdo la niebla. Danzaba entre los fríos bloques de
piedra y acariciaba mis cabellos una helada brisa de Junio.

Caminaba
yo a paso apurado, en la urgencia de encontrarme con mis propias
preguntas, ya sin tapujos. Conservaba las manos dentro de los
descosidos bolsillos de mi traje, e intentaba no prestar atención al
temblor que de ellas brotaba. Estaba nervioso, si. Pero más que
nervioso, eran las ansias y la impaciencia de un momento que uno
presiente cercano. Era la espera de la incertidumbre, el afirmar la
razón de un loco.

Mi
respiración era agitada, y con el avanzar de mis firmes pasos,
comenzaba a sentir que de un momento a otro, caería sin más al
piso, desvaneciéndome en pensamientos atolondrados.

En
un pobre intento de desviar la atención de mi mente, recorrí con la
mirada las edificaciones que a mis lados se erguían como fantasmas
de mi propio pasado.

De
cada una de ellas, una sombra se deslizaba sobre el suelo, llegando a
rozar mis zapatos y llegué a imaginar que, de un momento a otro,
alguna de ellas cobraría vida para, finalmente, tomar posesión de
mi condenada alma.

Entre
medio de cada edificación, había arbustos que burdamente intentaban
dar una decoración a tan terrible escenario, y tardé solo unos
momentos en notar que la niebla robaba el color a todos ellos,
pareciendo una vieja película en blanco y negro.

No
podía yo escuchar el cantar de ningún pájaro. Agudicé el oído
para, al menos, sentirme acompañado por el lamento de un algún
desesperado cuervo hambriento, pero no hallé más que el ruido de
mis tacos sobre el adoquín.

Al
alzar mi rostro buscando el celeste del cielo, sólo halle el gris de
unas nubes que lo cubrían todo, y también algo más.

Sobre
las edificaciones, allí dónde las cúpulas rozaban el cielo, había
rostros que me observaban, y en ese preciso instante sintió mi alma
la incomodidad de la culpa, como si aquellas caras me observaran
acusándome y pudieran leer en ella mis más oscuras intenciones.

Siempre
me consideraron una persona insistente. Con un propósito fijo, no
había quién pudiera quitármelo ni quién me detuviese. Y por esa
misma razón, no di en un primer instante, mayor importancia a
aquellos rostros de piedra, acusadores.

Sentía
la necesidad, ¡no!, la certeza, de que aquél frío atardecer
desentrañaría la verdad que tanto me habían negado desde que
aquello había ocurrido.

Aquello,
si, lo que atormentaba mi mente como el demonio más perverso,
persiguiéndome inclusive en sueños y desgastando mi voluntad hasta
sólo dejar viva la decisión de ir a buscarla.

Habían
pasado algunos días ya desde su muerte. Y uso la expresión de la
muerte porque así decidieron llamarla los que nada habían
comprendido.

Intenté
explicar yo, cuando aquél día lluvioso vinieron a decir que había
muerto, ¡Muerto! ¡¿Qué sabrán ellos de la Muerte?! , que aquello
a lo que ellos llamaban el fin de la existencia, era realmente un
comienzo aún más maravilloso. Era la bienvenida a la verdadera
vida.

Pasé
años de investigando sobre ello, mis descubrimientos me habían
acercado más y más a la afirmación de mis teorías, e intenté
desesperadamente alertarlos del fatal error que cometían al
enterrarla. ¡Enterrarla, dios mío! Ser capaces de enterrar un ser
que comenzaría a vivir la eternidad.

De
nada sirvió que me aferrara a la tierra, humedeciéndola con mis
lágrimas. Aquellos que allí se encontraban, sólo sentían lástima
por mí, interpretando mi comportamiento como el dolor de una
pérdida. Pero yo me desgarraba por dentro, arañaba con mis uñas,
intentando deshacer aquella equivocación, aquella imprudencia propia
del ser humano.

El
tiempo dejó de existir para mí, pero no desistiría yo en la guerra
de la verdad contra la ignorancia, aunque el perdón de mis pecados
dependiera de ello, y fue entonces cuando me arrancaron de ella. Me
alejaron como quien aleja a un perro de la bolsa de residuos. Me
arrastraron cubierto de tierra hacía un lugar dónde las respuestas
no se filtran a través de ninguna puerta. Donde el silencio lo cubre
todo.

Los
días transcurrieron, y pasé de gritar e insultar a quienes me
mantenían encerrado, a rogarles entre llanto y alaridos. Luego ambas
conductas cesaron, y me escondí dentro de mí mismo, ideando un
plan.

Su
rostro venía a mi cada noche, suplicándome que tomara la decisión
que sabía yo tan necesaria, y habría caído en la frustración y la
vergüenza de estar fallándole irremediablemente y para siempre,
sellando así mi sentencia de tormentos eternos, cuando una noche
entre tantas, alguien olvidó cerrar la puerta de mi celda.

Quizás
había sido tan sólo un descuido, pero mi escepticismo en las
casualidades, me hizo entender inmediatamente, que la verdad iba a
anteponerse a las teorías y las dudas.

Hallándome
una vez fuera, ¡Y cuán difícil fue no cometer error alguno y no
permitir que me descubrieran!, corrí como un poseso por las calles,
vestido aún con las blancas ropas del lugar en donde me habían
confinado, hasta encontrarme de pie frente a la enorme reja del
cementerio.

La
suerte estuvo de mi lado, y aún habiendo comenzado a anochecer, pude
descubrir inmediatamente que no se hallaba cerrada.

Y
allí me encontraba entonces, caminando entre la niebla, que se
multiplicaba al compás de mí caminar, y luego de un tiempo confuso,
vislumbré no muy lejos de mí, la gran cruz de madera dónde yacía
mi amada debajo.

Llegué
junto a ella como si la distancia hubiese dejado de tener sentido, y
me arrodille sobre la humedecida tierra. Lloré por ver tan cercano
mi triunfo y cerré fuertemente mis ojos, disponiéndome a cumplir mi
objetivo. Su deseo. Su necesidad. ¡O la mía, Dios mío!

Y
en el instante en que mis manos comenzaron a enterrarse entre la
tierra y las piedras, una mano posóse sobre mi hombro izquierdo, y
antes que pudiera dar la vuelta, una voz rompió el silencio de aquél
terrible lugar, susurrando mi nombre.

María Daeva

Etiquetas: corto cuento terror

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