Al pan, pan…


Era, en su justa medida, coqueta. Su tez morena, su afilada nariz y sus grandes ojos, la dotaban de una belleza exótica. Una singularidad, independientemente de sus atributos femeninos, la hacía distinta: ser obediente y respetuosa con las señales de tráfico hasta parecer en todo momento la última novata en haber obtenido el carné de conducir. Por ello no dudó lo más mínimo en reducir la velocidad cuando vio que el semáforo cambiaba de verde a ámbar, a pesar de que el vehículo que le precedía estuvo a punto de golpearle por detrás. No se libró de que el conductor, visiblemente airado, le dedicara un alargado sonido de claxon. Ella, a través del espejo retrovisor interior, no alcanzaba a distinguirle con claridad, aunque acertó a ver que usaba gafas graduadas y lucía barba corta y bigote. Cuando el semáforo tornó al verde, reanudó la marcha. Iba sin prisas, como lo hacía toda vez que se desplazaba por la ciudad en su añoso pero bien cuidado Peugeot 406, lo que hacía poner más nervioso y malhumorado al conductor del Audi A7. La calle era estrecha, el adelantamiento imposible. Ella era consciente de ello como lo era, porque conocía la zona por donde iba, de la señal de prohibición que había en la misma esquina que limitaba a treinta kilómetros por hora la velocidad. «Si tiene prisa que se joda», pensó cuando escuchó el segundo bocinazo. El paso de peatones señalado a pocos metros antes de la próxima intersección iba a ser cruzado por una mujer, tal vez una madre, que llevaba a un niño, tal vez su hijo, asido de la mano. Aún estaban en la acera, pero era poco inteligente pensar que no iban a cruzar. De nuevo pisó el freno y fue rigurosa con las normas de circulación, como de costumbre. «¡Te daba tiempo de pasar, hostias!», gritó el del Audi, aunque ella solo oyó, por tercera vez, la voz de la bocina. Volvió a mirar por el retrovisor y dedujo que al conductor le hubiera hecho falta un sedante. Llegados a la otra acera mujer y niño quedó la vía libre, y volvió a reanudar la marcha. A la máxima velocidad que le permitía la señal de prohibición de la esquina: los treinta kilómetros por hora que enervaba al conductor de gafas graduadas, barba corta y bigote. Se acabó la calle. La falta del edificio que, hasta su derrumbamiento, había estado haciendo esquina, facilitaba la visibilidad, pero ella, prudente hasta en lo ínfimo, obedeció la señal de stop pintada en el negro asfalto. Un Renault Twingo blanco se aproximaba a velocidad moderada, y aún se encontraba a una distancia libre de peligro en caso de que ella quisiera cruzar, pero prefirió esperar y dejar que pasara. La bocina del Audi era toda una evidente declaración de protesta… pero sin resultado. Al dejar atrás el stop había llegado a la calle De Las Azucenas. Reducir aún más la velocidad le facilitaría visualizar los posibles aparcamientos, si es que había alguno. El claxon del Audi amenazaba con exasperar a la vecindad. Un gorrilla a lo lejos agitaba los brazos en señal de atención a la vez que indicaba el único hueco que quedaba en la calle donde se podía estacionar un vehículo. Fue un alivio para ella. Le costaría un euro, pero, ¿cuánto costaba la zona azul? Más caro, sin duda. Con un toque del mando hacia arriba hizo parpadear el intermitente derecho y, tomándose su tiempo, dejó su 406 con las ruedas pegadas al bordillo de la acera. Mientras estacionaba su vehículo, el Audi que durante tanto tiempo había tenido pegado a la matrícula de su Renault pasó como una bala; el alterado conductor, haciendo sonar su claxon de forma permanente, le mostró a su paso una peineta con su mano libre.


Uno de los policías encargados de custodiar la sala ordenó, con estridente voz, ponerse en pie a los congregados.

El sillón de los acusados lo ocupaba Aurelio Barriga Elvilla. Usaba lentes graduadas y lucía barba corta y bigote.

—¡La Honorable Jueza Trinidad Fuensanta Encinasola! —anunció el policía.

La jueza, una mujer de tez morena, nariz afilada y ojos grandes que la dotaban de una belleza exótica, entró en la sala y se dirigió al estrado.

El acusado, aconsejado por su abogado, levantó la cabeza. En aquel momento supo que la jueza no iba a ser indulgente con él.


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Serafín Cruz Muriel

4-03-2019

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