Supuse que ya había pasado como una hora después de las tres de la tarde porque el sol no hacia crujir más las chapas de zinc del techo, cuando el cascabel de la desconfianza me despertó de la siesta. Abrí un ojo que se incrustó en el pastel celeste de la pared y sentí mi cuerpo empapado como una esponja. A modo de resorte me senté en el borde derecho de la cama y así como estaba en calzoncillos rápido atravesé la cocina y salí al patio. Para mi desgracia no lo vi a Carlos mi hermano mayor, entonces imagine lo peor: que el glotón lo había hecho de nuevo. Camine apurado por la senda hacia los tres grandes paraísos, que estaban a unos treinta metros al final del terreno y sucedió lo que temía: lo encontré oculto detrás del tercer árbol dormido a su pie, con la barriga hinchada. Me acerque con mucho cuidado y me apropié de la mitad de la sandía que estaba a su lado, la otra parte había sido vaciada prolijamente por él con una cuchara y con el mango le hubo calado al caparazón dos círculos para los ojos y un rectángulo para la nariz y la boca. Tenía la gran corteza puesta sobre su cabeza como un casco que la cubría hasta la quijada. Me enoje mucho, tanto que me dio ganas de patearlo porque esa sandía debía ser compartida en partes iguales entre los cuatro hermanos. Pero me quede mirando el cuerpo robusto de doce años, cuyo pantalón corto verde se conectaba con el yelmo frutal a través de una camisa sin mangas a rayas verticales blancas y amarillas, con los últimos tres botones desabrochados y no tuve más remedio que reconocerlo igual a una sandia. Cuando llegaron los dos más chicos no nos preocupamos por la traición de nuestro hermano porque la cantidad de sandia sobrante alcanzaba para saciarnos, y no era la primera vez que se comportaba egoísta y caprichoso. Pero se imponía una venganza. Entonces fue que los tres decidimos en común acuerdo, comenzar a llamar a Carlos por el apodo de “El sandia” suponiendo que esto lo indignaría.

Durante los últimos años de su niñez el alias era más o menos aceptado por él, pero en la adolescencia no tuvo problemas con el mote que de tanto uso había logrado borrar su verdadero nombre. Era para mi hermano una especie de condecoración, dado que en el pueblo era considerado un sobrenombre simpático, querible tanto como él a pesar de sus felonías.

Cerca de cumplir 19 “El sandia” se marcho a la ciudad a estudiar medicina, ahí fue donde el alias, a riesgo de desaparecer, fue opacado por su nombre. Luego de diez años mi hermano se convirtió, en una década de descuido de las autoridades y profesores, primero en médico cirujano y después en Doctor de Medicina especialista en Cardiología y distinguido cardiocirujano.

Con tan fastuoso título mi querido “El sandia”, rondando los treinta regreso a nuestra ahora ciudad a ejercer su profesión y ocurrió lo que se veía venir, porque en las pequeñas comunidades los apodos se estampan a fuego y son para siempre. Nadie recordaba su nombre, todo el mundo lo conocía por “El Sandía” y así lo llamaban.

Conociendo las ínfulas del Sandía consideré que no renunciaría de ninguna manera al tan preciado título de “Doctor”, pero también confié en que su paso por la facultad y el tratamiento con otras personas, podrían haber logrado un cambio beneficioso en su carácter, que evitaría que la sangre llegara al río.

Fue entonces que la costumbre se impuso a la realidad y la rutina del apodo, a veces desfigurado, maltrecho pero siempre recordado se mantiene en constante uso, y a pesar del paso del tiempo “El Sandía” es más conocido como Doctor Elsandía o Elsándia, y casi nadie conoce al Dr. Carlos Alberto Lezama, lo que ha creado cierta confusión y hasta alguna amable discusión entre los habitantes, cuestión que ha comenzado a aclarar el propio Carlos, para mi asombro demostrándome su madurez y sentido común, colocando en la cabecera del tablero que menciona a los profesionales que atienden en su clínica, el siguiente informe: <>, sin renunciar, con ésta Salomónica decisión, a ninguno de los dos apelativos a los que con gusto responde.

Fin

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