Nieve, lluvia, viento y sol

Nieve, lluvia, viento y sol

Pisaal

20/02/2019

Nieve, lluvia, viento y sol

Vivo en una ciudad festiva y bullanguera, de buena comida donde el sol siempre está presente anulando los inviernos feroces de las ciudades limítrofes. En primavera, hay una paleta de colores indescriptible y el otoño cubre con un manto ocre los campos con diversos matices.

Pero hoy es un día diferente porque llueve continuamente, con rachas de nieve que no cuaja, con un viento fuerte cuyo cantar molesta a los oídos y un frío intenso que se introduce en los huesos.

Yo sentada junto a la ventana, siento la venida de mi vena nostálgica, y la memoria juega conmigo trayéndome al presente imágenes guardadas, esas que afloran en algunas ocasiones.

Mi primera imagen es el manto de nieve blanco extendido por las calles donde juguetean niños con bolas fabricadas con las manos, algunas de ellas rojas por el contacto del frío, pero la mayoría con guantes de múltiples colores.

Allí está mi padre, alto, fornido, con su tabardo marrón, su sombrero y guantes negros, en medio de la nieve, dando órdenes. Mi madre, pequeña y regordeta, casi sin abrigo jugando con nosotros y tirando bolas como una niña más.

Y ahora sentada en la ventana, unas lágrimas tenues salen de mis ojos, porque esa nieve blanca me trae a la inocencia de mi niñez, el sabor a hogar, el recuerdo de unas personas queridas que ya no están para abrazarme y darme la calidez de mi infancia, de esa infancia vivida en mi ciudad de altas montañas vestidas de blanco casi todo el año, de mi castillo moro llamado “la Roja”, de color bermellón y rodeado de jardines donde los canalillos bordeados de piedras, llevan aguas entrecruzadas, formando verdaderas delicias para los ojos. Mi Granada, gallarda y mora, donde no hay un rincón que no tenga una historia, una crónica, una fábula… ¿Quién no conoce la historia de los Abencerrajes o la del Cristo del Albaicin llamado también el de los claveles? Plazuelas pequeñas con bancos, porque mi ciudad está pensada para pasear, para sentir el embrujo de todos sus rincones, para saborear las miles de leyendas…

Ha dejado de llover y de nevar, pero sigue el viento ululando, levantando lo que encuentra por su paso, formando pequeños remolinos. Y mi memoria me lleva a mi adolescencia, época de una labilidad sorprendente donde se agolpan las emociones, produciendo períodos de efervescencia y otros de tranquilidad.

¿Dónde estaba yo en ese período? En dos lugares opuestos: uno, de vientos continuos, de señoritos andaluces, de caballos de pura raza blancos, tordos, castaños, pero todos elegantes, de toros bravos de cara afilada bien armados, cornidelanteros y corniapretados, muy nobles, con calles que huelen a mosto, olor contundente, por sus numerosas bodegas, con aromas diferentes ; y el otro, un pueblecito humilde de las Alpujarras almerienses, de gentes sencillas, de manos endurecidas por la azada, dedicados a trabajar las parras para sacar todo el jugo a la madre tierra.

En el primer lugar aprendí a estudiar, a bailar, a convivir, a viajar, a no estar ni un solo minuto ociosa, y allí experimenté el primer amor platónico, con sentimientos a flor de piel, es decir, fue el período de efervescencia; en el segundo cultivé el ver pasar el tiempo, a fijarme en las personas, a aceptar los ciclos de la vida y sobre todo a contener el bullicio de la vida ajetreada de las ciudades.

Allí escuché el silencio, el ruido de los cascos de la mula cuando los hombres volvían del campo, el golpe del martillo cerrando los barriles, el choque del corcho al caer al suelo y degusté el agua fresca de los cántaros, el queso guardado en aceite, las uvas recién cogidas de la parra, y jugué a otros juegos desconocidos, a columpiarme en artilugios burdos colgado de un árbol, al corro de la patata… Y sobre todo a soñar .

Una sola etapa donde alternaba los períodos de actividad efervescente con los de tranquilidad absoluta, donde el tiempo se ralentizaba para serenar el espíritu.

Vuelvo a mirar por la ventana, y ya no hay lluvia, ni nieve, ni viento; solo el sol ardiente de todos los días. Y una sensación de felicidad me inunda.

Sol tórrido, sol abrasador, el sol que presidió mi madurez. Otro paisaje diferente acude a mi pensamiento. Un páramo reseco de tierra rojiza, de casas blancas de puertas verdes o azules, de zocos atestados por hombres con chilabas y mujeres con haid, con idioma y cultura diferente … Los acontecimientos vividos allí me aportaron sensatez y discernimiento y en la línea de mi vida dejaron una huella imborrable.

Tocan al timbre de la casa, abro la puerta y allí está mi hija pequeña que con voz suave me pregunta como estoy. Y en ese momento desaparece

la nostalgia, los recuerdos, los sucesos felices o no tan felices vividos en tiempos anteriores, porque me abro al presente, un presente afortunado porque me siento querida e importante para los míos, un presente dorado, en una ciudad festiva y bullanguera, de buena comida donde el sol siempre está presente anulando los inviernos feroces de las ciudades limítrofes.


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