El viejo café encendió sus lámparas estilo imperio en la hora aún temprana de un ocaso invernal. Pronto se poblaría de una clientela variopinta de bohemios, lectores y tertulianos que hacían del lugar un paréntesis en el tiempo. Norberto, el camarero de los mil conocidos, ordenaba a los operarios de la barra los preparativos de café y licores que se iban a consumir. Intuición de veterano hostelero y seguridad en la fiel parroquia se llamaba eso.

De siempre, el primero en llegar a su mesa, así, con rotundo posesivo, era Don Florián, veterano vate de obra lisonjera y un tanto amanerada, bien curtida en juegos florales que había coronado con flores naturales varias y buen número de accésit. Lo justo, justísimo, para ir tirando con el complemento de la escuálida pensión de funcionario del extinto Instituto Nacional de Previsión.

Sobre las narices, bien perfiladas y ajustadas a las dimensiones del rostro, cabalgaban unos quevedos que, en simbiosis con la barba caprina correctamente atusada y una mata de pelo lacio entrecano, configuraban un aspecto valleinclanesco perfectamente intencionado. Emborronaba cuartillas y buscaba las musas con el combustible de una copa de anís del Mono, en la que repostaba con un sorbo, culminada cada estrofa.

Nunca pasaban más de cinco minutos sin que a su lado se acomodara Diego, un periodista de largo recorrido, aún joven, pero fogueado con precocidad en corresponsalías por el extranjero y misiones como enviado especial, gracias a su facilidad en el manejo de idiomas. Se había contagiado de las maneras cosmopolitas de los hombres de mundo. Atesoraba una obra salpicada del lenguaje directo de su oficio, ausente de barroquismo. Si escribiendo era parco en el adjetivo, no le iba a la zaga la oratoria, cuando menos en las distancias cortas. Hasta que cogía ese punto de confianza, que su profesión le había enseñado se debía cocinar a fuego muy lento.

Era varón de buena planta, bien trajeado con esa informalidad elegante tipo gentleman. Se sabía persona admirada y codiciada por las mujeres, quizás más por su condición de recalcitrante soltero finalmente conquistado, que por su fachada de galán cinematográfico.

Nuestros dos personajes llevaban coincidiendo, prácticamente hombro con hombro, en aquel cafetín casi dos años y, salvo la elemental norma de cortesía del saludo de bienvenida y despedida, no intercambiaron más palabra. Don Florián, no obstante, dejaba escapar miradas de soslayo a su vecino ocasional, que nunca encontraron la complicidad de Diego.

Aquel día, Don Florián no pudo resistir la tentación. Conocía de las andanzas de Diego. No pudo, ni quiso evitar, dejarse seducir por los arcanos que podía ocultar un viajero ilustre como aquel periodista acostumbrado a relatar historias de tantos mundos recorridos con fe de notario, frente a él, cuya pluma viajaba por el cuaderno al paso de los latidos del corazón, algo cansinos ya.

Don Florián superó temores, rompió el hielo y preguntó sigiloso, como temiendo molestar y recibir un bufido por su indiscreción.

  • Usted perdone Don Diego – irrumpió-. No quisiera importunar. Hace tiempo que lo observo y conozco algo de su trayectoria profesional que quiere reorientar desde el periodismo a la literatura. Yo no tengo más aporte que poemillas de andar por casa y me gustaría enriquecer mi bagaje con sus ideas y recomendaciones. ¿Porqué no enfundamos nuestras plumas y le damos un rato a la húmeda. ¿No cree que podrá ser muy provechoso?
  • Diga usted, Don Florián. Le escucho.

Aquella predisposición, aunque expresada con un rictus de frialdad, animó al viejo trovador que vio enseguida pista libre donde saciar su curiosidad y dotarse de algunas dosis de mundología.

  • Verá usted, Don Diego. En nuestras tertulias del centro cultural se polemiza con ardor sobre la necesidad de dotar a nuestra inspiración, y a la obra que se crea a su lumbre, con un amplio conocimiento del mundo y sus gentes. Usted ha viajado por todo el orbe, y yo apenas ha salido de los estrechos límites de esta ciudad. ¿Estoy acaso imposibilitado para una obra noble, de altura, reconocida por crítica y público?

Diego atendió y se concedió un breve tiempo para dar la réplica atinada.

  • Evidentemente, viajar ayuda, y mucho. Los grandes escritores presumen de un espíritu aventurero.

Se tomó otro breve inciso, sin disimular que meditaba la contestación.

  • Mis viajes – retomó Diego – han moldeado mi espíritu, han fortalecido mis tolerancias y han hecho más polivalentes mis conocimientos. Yo necesito mirar para contar. Me urge el contacto con la gente, de los grandes despachos, y también de los suburbios y los arrabales. De todo y de todos he aprendido.
  • Me sugiere entonces -interrumpió inquieto Don Florián – que soy persona limitada para la creación literaria.
  • De ninguna manera – terció Diego-. La prospección interior puede ser tan fuente de inspiración como una vuelta al mundo. Incluso más enriquecedora. Viajar por los adentros de uno es una aventura maravillosa. Sacar de dentro, hacia afuera, es más meritorio que el trayecto inverso que yo hago. No hay reglas universales en esto de garabatear el papel.

Don Florián no disimuló una mueca de orgullo. Respiró relajado.

  • Quiero entender -volvió a la carga- que el mundo de la ficción no está sujeto a estrictos cánones academicistas. Que un sedentario puede ser tan buen escritor como un nómada.
  • Por supuesto –habló Diego-. La inspiración brota de innumerables maneras. Voy a contarle una historia. Dicen que el gran pintor Velázquez, mi tocayo, recibió el encargo de retratar a un noble radicado en las Américas, y que por la lejanía, no podía posar. El genio sevillano se atuvo exclusivamente a una serie de señas físicas que se le enviaron por escrito. No había otro remedio, pues la fotografía aún tardaría siglos en llegar, y se temía que un boceto en tan largo viaje quedase inútil o seriamente deteriorado. La genialidad resultó en que Velázquez interiorizó aquellos rasgos y los plasmó en un lienzo que resulto prácticamente idéntico al del promotor del encargo. Ve usted como del interior de un artista o de un genio puede manar la perfección. Ver es importante, pero sentir es el arrebato. Y esos sentimientos lo mismo nacen en una trinchera, en un asedio o en un viaje interminable que en el recogido sillón de un hogar. La imaginación, insisto, anida en los lugares más insospechados.

Don Florián recibió el mensaje con una doble euforia, entre juvenil y reposada. Por un momento su visión se perdió en el infinito, parecía hipnotizado. Su obra, modesta, estaba abierta todavía a creaciones superiores que le reconciliasen con su autoestima, dedujo de las palabras de su interlocutor. Tocó, nervioso, su pierna, y acertó a palpar unas monedas sobrantes en el bolsillo, casi siempre magro, de su viejo y ajado pantalón. Chasqueó los dedos dirigiéndose a la barra del café.

  • Norberto, otra copita de anís del Mono para mí, y sirve a Don Diego lo que tenga menester. Corre de mi cuenta.

ÁNGEL ALONSO

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