Diré que me llamo Isabel, prefiero ocultar mi verdadera identidad —dijo con la voz quebrada que trató de enmendar carraspeando abruptamente, luego, antes de seguir hablando a la pequeña grabadora de voz que había puesto sobre la mesa, encendió con un Clipper blanco un Pall Mall, dio una gran bocanada de humo que expulsó ruidosamente y continuó—. A estas alturas de mi vida he dejado de andarme por las ramas, soy más directa, más franca, no me importa si el resultado jode a alguien, me importa un carajo, ya no me apetece enmascarar mis defectos, ¡qué coño!, cada uno es como es y punto, ¿para qué sirve estar toda una vida limando asperezas?, mis asperezas son mías y vienen conmigo a todas partes, es lo que hay; ya no me sumo a esa carajotada de la empatía… ¿empatía?, muy pocos han usado esa muestra de afectividad conmigo, y mi familia menos aún, con decir que me obligaron a casarme con catorce años creo que es suficiente para que sepan que no me quejo por gusto. Estuve casada hasta los sesenta y dos, así que ya pueden ir haciendo cuentas si quieren saber cuántos años tuve que soportar al cabrón de mi marido, que me aventajaba en once años, diferencia de edad entre ambos que me pareció una aberración cuando, sin que mi voluntad contara para nada, tuve que desposarme con él. Lo que vino después fue toda una vida de malos tratos, vejaciones, desprecios, violaciones y, de vez en cuando, una hostia sin ton ni son. «¡A callar!», me decía porque sí, porque él era el que tenía todas las razones, él era el que mandaba, él era el macho y así me lo demostraba. Ojalá se esté pudriendo en el infierno el muy hijo de puta. Yo era una criada sin derecho a nada, era su sirvienta y su puta, que solo para su desahogo sexual le servía. Me cago en la puta que lo parió. Y lo peor de todo es que era primo mío, hijo de una tía, que también me reservo el hombre, hermana de mi difunta madre y difunta ya ella también.

Tengo la certeza de que mi vida hubiese tomado otro derrotero mucho más placentero que el que yo viví si no hubiese tenido que casarme, ni con el hombre que me casé ni con ningún otro, por lo menos a tan corta edad y sin tener puñetera idea de lo que era estar enamorada.

Mis padres, y los que me rodeaban, me habían educado con esa absurda convicción de que una hija tiene que obedecer a su padre, y después, tras contraer matrimonio, se debe a su marido, y tiene que estar donde él esté. ¡Qué ilusa fui al tragarme aquellas añejas y lastimeras costumbres! Y yo, por tanto, me debía a mi marido, al desalmado de mi primo. Lo único bueno que saqué de tan grandísimo cabronazo fue Ismael, mi hijo, que nació a los diez meses de haberme casado y vino al mundo el mismo día que yo cumplía mis quince primaveras. Mi hijo fue quien verdaderamente me hizo una mujer, y no el malnacido de su padre. Cambiar sus gasas mojadas y sucias (aún no habían llegado los pañales) me llenaba de satisfacción, como mecer su cuna para que conciliara el sueño, amamantarlo y darle unos golpecitos en la espalda para que eructara los gases… un hijo es el mayor regocijo del mundo, toda tu vida gira en torno a él y te sientes plenamente feliz siendo su madre. El asqueroso de mi marido era lo que quería y no tardó en conseguirlo, pero para él solo había nacido alguien que mantendría su apellido y le ayudaría a ganar dinero en cuanto cumpliera trece o catorce años, como manifestaba abiertamente y sin atisbo de pudor, por eso decidí no quedarme preñada nunca más —el cigarrillo se había consumido un tercio y la ceniza avisaba con no resistir la fuerza de la gravedad. Arrimó un cenicero de cristal que decoraba la mesa y, con un leve golpe del índice, ayudó a que la ceniza se desprendiera y cayera—.

El tabaco es algo que siempre me atrajo. Di mi primera calada a los once años. Le quité un Vencedor sin boquilla a mi padre y me fui a mi habitación. De aquella marca de tabaco que fumaba mi padre se decía que tenía el papel dulce, pero yo no percibí tal cosa. Mi hermana Marta era dos años menor que yo, y mi hermano Pedro era un bebé de cuatro años que no se enteraba de nada, mis otros dos hermanos no estaban en casa, eran ya mayores, 15 y 17, y estaban trabajando con mi padre. El humo del tabaco en mis pulmones me hizo toser estrepitosamente, lo que alertó a mi madre, que no tardó en llegar y darse cuenta de lo que yo estaba haciendo. Lo primero que me hizo, después de un «¿qué haces, »desgraciá»?», fue cogerme por el pelo y sacarme a rastras del cuarto. Pero eso fue pan bendito comparado con lo que me hizo mi padre en cuanto llegó y le contó mi madre lo que yo había hecho. Todavía tengo las marcas en el brazo de las quemaduras del cigarro. «Verás como así no fumas, más», me dijo. Nadie salió en mi defensa, ni siquiera mi madre, algo que nunca superé y que hizo nacer mi rebeldía… con solo once años, joder. Seguí fumando, a escondidas, por supuesto, pero nunca más me pillaron, y tuve que ocultarme cada vez que lo hacía después de casada, eso de que una mujer fumara era una indecencia no aceptada ni por padres ni por hermanos varones ni por esposos. «Una deshonra que solo soportan las putas», era lo que decían todos.

Y si fumar era tan descabellado, manifestar abiertamente apoyo a la mujer moderna era totalmente intolerable. Y así, año tras año, fui curtiendo mi ser, dándole paso a la ira en detrimento del sosiego, y endurecí y agrié tanto mi personalidad que hoy, con casi setenta años, puedo asegurar que me he ganado el infierno, pues he mandado literalmente al carajo a todo aquel y a toda aquella que ha osado faltarme en lo más mínimo al respeto, porque mi tolerancia con los irrespetuosos se ha reducido a cero… y no pienso pedir perdón por ello. Si soy una mal hablada, pues que se jodan todos, si me tachan despectivamente de moderna, pues que les den por el culo, y si no me aceptan tal como soy, pues, ¿qué quieres que te diga?, me suda el papo —el dedo pulgar interrumpió la grabación y el cigarrillo, lo poco que quedaba de él, acabó aplastado en el cenicero—.

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