«Sobrevolando la ciudad» Marc Chagall. 1914

Marc Chagall y Bella Rosenfeld. Imagen obtenida en www.diariojudio.com


Un poco cansados de las mismas caras, los mismos buenos días en la tienda del barrio, los mismos zapatos polvorientos y los adoquines de siempre levantados en las aceras, Bella, con su vestido azul, y Marc, con su camisa verde, atravesaron la ventana. Cogieron un chal por si refrescaba y un paraguas por si llovía. Pasando el primer banco de niebla a la izquierda y apenas sin darse cuenta se sumergieron en el siglo XXI.

El primer edificio que vieron parecía perderse en las nubes. Siete arcos brillantes se superponían en orden decreciente y, coronándolos, una aguja apuntaba al cielo. Mientras ella recorría sus setenta y siete plantas con la vista, él tiró cariñosamente de su manga y le dijo: —»Venga, aún queda mucho por descubrir»—. Bella asintió con entusiasmo.

Atravesaron el océano. Desde arriba, sus aguas verdes y azules, como sus ropas, aparecían solo interrumpidas a ratos por largas y oblicuas líneas de espuma blanquecina. De vez en cuando se cruzaban con bandadas de pájaros que avanzaban en sentido contrario y se les quedaban mirando, quizás por no ser muy habitual toparse en esas alturas con seres humanos, volando en pareja por los cielos y sin alas. Pronto estuvieron al otro lado. Él fue el primero en ver un gran barco varado en tierra. Se extrañó, pensando para sus adentros que era imposible que semejante mole hubiese podido remontar el río corriente arriba. Estaba recubierto de ondulantes láminas de titanio que refulgían con la luz de la tarde. Al lado, una enorme araña de bronce extendía sus patas y proyectaba su sombra sobre las cabezas de algunos viandantes. Echó un último vistazo al conjunto antes de continuar. Definitivamente aquél no podía ser un buque para surcar los mares.

Un poco más al norte y tras un largo rato callados, ella soltó un infantil gritito, agudo y de puro gozo, una mezcla de diversión y sorpresa. Marc no la había oído porque el viento azotaba con fuerza allá arriba e iba pendiente de que Bella no se le escurriese de los brazos. Lo que parecía un enorme falo de hormigón, cristal y acero se elevaba a lo lejos por encima de la ciudad, y al ver la expresión de ella le correspondió con una sonrisa cómplice. La misma que le regalaba con tanta ternura cuando las mojigatas del pueblo se reían a sus espaldas al pasar delante de ellas, besándose como si tal cosa.

Prosiguieron su viaje hacia el Este, atravesando cordilleras nevadas, interminables estepas y un gran desierto que les llenó los ojos de arena y luz. Antes de aterrizar en el nuevo destino, miraron aquella formidable estructura de níveo mármol y no se pusieron de acuerdo. Según Bella, se trataba de una flor de loto como las que pintaba Monet en sus cuadros. Para Marc, sin duda era una enorme alcachofa como las que deshojaban en su cocina los primeros domingos de cada mes.

El último lugar en el que estuvieron antes de regresar se asemejaba a una serie de avisperos. Estaban dispuestos formando un cuadrado y proyectaban un blanco deslumbrante. Sus formas sinuosas, orgánicas, caprichosas. Sus aberturas al firmamento a modo de gigantescos tragaluces, sus pasarelas a distintos niveles y aquellas escaleras que subían y bajaban sin descanso… todo en conjunto hizo que Bella se quedase pasmada. Estaba convencida de que algo así debía de ser fruto de la imaginación de una mujer. Pero algo le sacó de su ensimismamiento. Notó que un aliento cálido empezaba a recorrerle los muslos, el ombligo, los pechos, el cuello… Sintió la necesidad de abrir sus ojos un poco más y eso fue lo que hizo, hasta encontrarse con los de Marc que la miraba con embelesada atención.

Dirigió su vista por unos instantes al gran ventanal que tenía a su derecha y de nuevo, mimosa y somnolienta, volteó su cara hacia la de él, se la sujetó con dulzura besándole en los párpados y, por último, le susurró al oído: —»Vámonos»—.

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