Ejercicio de ciencia ficción

Ejercicio de ciencia ficción

Dosilazo

11/02/2019

Imaginemos por un momento a un científico loco. Una premisa así es digna de un texto mediocre, y quizá este lo sea, pero no importa, ¡que digan de Dosilazo que ha escrito tonterías!, está bien, pues yo soy el primero en reconocerlo. No obstante, mi corta y humilde experiencia me ha mostrado que más tontos han sido los escritos que se pretendieron serios, mientras que los que se quitaron de sus hombros el peso de tal exigencia fueron, por otro lado, muy superiores. Así que, ¡ya!, imaginemos, decía, a este científico. Es un hombre llevado a sus últimas consecuencias, y esto lo afirmamos en todos los sentidos. Para empezar, está entrado en años. Diríamos que unos sesenta, pero no, no sería conveniente, pues esta edad tan avanzada lo impediría demasiado en muchas formas. Reduzcamos un poco su edad, digamos que tiene unos buenos cuarentaisiete. Sí, tales son más apropiados, pues con un cuerpo de tal edad todavía es capaz de correr varios metros antes de agitarse y caer rendido por la fatiga. Con esos cuarentaisiete puede bien sujetar un cuchillo y lanzarse a cortar una garganta, si hiciera falta. Imaginaremos que lo hizo, que hizo falta. Ahora bien, si hacemos una síntesis de todo lo dicho, visualizamos sin problemas a nuestro científico corriendo por unos pasillos blancos, presumiblemente subterráneos, todo cubierto de sangre en sus ropajes. Pero la sangre no es suya, desde luego, y el cuchillo del que hemos hablado, que cuelga en su mano, podría dar buen testimonio de ello. Aunque, pensándolo mejor, no estaría mal que tuviera un corte profundo en uno de sus brazos, y alguna herida en su pierna, de modo que cojea un poco al correr, al tiempo que se sujeta la herida con la mano opuesta.

Como se ha dicho, este hombre ha sido llevado a sus últimas consecuencias. Está desesperado, o, más bien, perseguido, por eso corre. La cinematografía ha retratado muchas veces a Víctor Frankenstein siendo perseguido por una turba furiosa, armada con antorchas y rastrillos. Podemos suponer que pasa algo parecido con nuestro científico. Están a punto de encontrarlo, de descubrir todas las atrocidades que ha hecho con tal de concretar su horroroso experimento. Desde las galerías superiores, él lo sabe, van descendiendo poco a poco sus perseguidores, listos para exterminarlo apenas lo vean, pues tales son las órdenes que tienen. Aquellos sujetos ciertamente no traen ni antorchas ni rastrillos, pero sí unas frías ametralladoras, y sobrados cargadores con munición de plomo.

Nos urge un nombre para nuestro científico. Tiene que ser, sin dudas, algo rimbombante, tanto o más de lo que es Víctor Frankenstein. Se me ocurre imitar, en la medida de lo posible, la sonoridad extranjera. ¿Qué tal Mark como nombre de pila? ¿Y de apellido? ¡Baknet! Ahí lo tenemos, pues, a Mark Baknet. De su apariencia física, más allá de que lleva puesta su bata blanca toda salpicada de sangre, y que tiene surcado el rostro de sudores, diremos que tiene un cabello precozmente grisáceo, como la ceniza del cigarrillo. Me parece que sus cejas deberían ser dos colchones bien poblados y mullidos sobre ojos negros penetrantes. Una nariz aguileña, bien prominente, es casi obligatoria. Y en el extremo de un mentón igualmente puntiagudo, una barbilla de chivo que termina en punta. Cabe preguntarse si usa anteojos para la miopía, y me parece que los usa, pero ahora no los lleva puestos, pues se le cayeron cuando no tuvo más remedio que saltar sobre su ayudante con el cuchillo y apuñalar su garganta, pues éste había amenazado con desactivar las instalaciones si su superior no accedía a entregarse a las autoridades, antes de que ellas irrumpieran por sí mismas y los asesinaran a ambos. En aquel lapso de desesperación, una rabia irracional invadió a Mark, y, viendo que aquel detestable y cobarde hombrecillo se acercaba a los controles del sistema para desactivarlo todo, se abalanzó sobre él y lo golpeó repetidamente hasta que tuvo disponible su garganta para perforarla. Por todo esto, en fin, es que no lleva sus anteojos. Y ahora no ve del todo bien los botones del ascensor que aborda para descender a las plantas inferiores, allí donde está el artefacto.

Mientras aquel pequeño y cerrado cubículo va bajando los buenos cinco niveles subterráneos, oye, con un eco ahogado, las explosiones que acontecen en las plantas de arriba. De seguro son sus perseguidores que, al encontrar cerradas unas pesadas puertas de titanio, colocan en ellas explosivos que las van derribando una por una. Su mente se figura que los hombres armados que van tras él contemplan con estupefacción los horrores de las galerías de su laboratorio. Habrán ya, de seguro, encontrado la colección de animales genéticamente modificados, aquellos que son reptiles y mamíferos a la vez, pero cuya estructura ósea es como la de las aves. Y, si ya han demolido la entrada del pabellón 32, seguramente habrán quedado perplejos ante los cadáveres deformes y disecados de cada clon fallido hecho a base del ADN de su hijo Mijaíl.

Finalmente ha llegado al más profundo de los niveles. Ante él hay un gran portón plateado, a un lado del cual se encuentra un pequeño panel con botones numéricos. Herido, y debiendo apoyarse contra la pared para no caer al suelo, Baknet teclea el código de acceso. El panel queda repleto de las marcas dactílicas de su sangre. Con un insoportable chirrido, la compuerta se abre. Entonces Mark corre con las pocas fuerzas que le quedan hacia el interior del recinto, donde el artefacto reposa.

No le queda otra alternativa más que probar su invento en sí mismo, como ocurre con todos los científicos locos. Si las clonaciones a Mijaíl hubieran salido bien, tranquilamente habría probado el artefacto en ellas, pero ninguna logró resultar más que un penoso intento de cuerpo humano, de manera que para nada le sirvieron. Era frustrante pensar todo el trabajo que costó perfeccionar el artefacto y nunca haber podido probarlo. No obstante, como ya hemos señalado, Baknet está loco, y esto significa que su convicción acerca de la eficacia y solidez de sus ideas es absoluta. Por esto mismo, ya sin nada de tiempo que perder, oyendo cómo los hombres armados comienzan a descender a rapel hacia la bóveda en la que se encuentra, se coloca en la cabeza el casco-sensor que diseñó durante años, conectado por gruesos cables al artefacto. Luego, a toda prisa, se inyecta en el brazo dos muestras del suero verde que su aplicada investigación química desarrolló, la cual nunca hubiera prosperado de no ser por el ayudante al que liquidó. Aquella viscosa substancia, al ingresar en el torrente sanguíneo, le produce un dolor indecible, un ardor comparable sólo al abraso directo de las llamas sobre la carne. Pero no puede detenerse en las quejas, pues ya oye las voces de sus persecutores. Se gritan entre sí y se dan direcciones sobre el ingreso inminente al sótano en el que se encuentra. La puerta está cerrada, pero logra intuir el rumor de sus manos colocando los explosivos para demolerla. No puede parar, tiene que arrimarse a la computadora y programar el artefacto. Ingresa, pues, el código de operaciones y pulsa el botón final…

Afuera, tras la pesada puerta, los hombres armados escuchan un largo grito desgarrador. Alguien, ahí dentro, está sufriendo espasmos monstruosos. Y escuchan, a su vez, el zumbido de un aparato que produce cortocircuitos y chasquidos. El comandante de la operación da la orden de detonar los explosivos. El estallido hace saltar una gran polvareda, y una nube de humo nubla la visión de los agentes durante algunos segundos, pero la puerta ha caído, y un fortísimo estruendo metálico da cuenta de ello. Entonces el grupo entero entra corriendo al amplio recinto, cada uno colocándose sobre sus rodillas, apuntando con vehemencia al frente, en busca de su objetivo. Espontáneamente coordinan una formación ensayada durante años de duro entrenamiento. Una voz grita el nombre de Baknet, pero el humo de la reciente explosión aún no deja verlo. Hasta que una débil silueta se dibuja en un rincón, justo en frente a un complejo de cables y circuitos. Es el científico, que se levanta adolorido del suelo, con aquel bizarro casco en la cabeza. Apenas parece tener noción de en dónde se encuentra, pues habrá quedado tan aturdido por el proceso del experimento que a duras penas logra poner en orden sus percepciones.

Pero los persecutores tienen órdenes precisas, y no esperan un instante. Apenas reconocen la figura del objetivo, la voz del líder ordena fuego inmediato, y las ametralladoras del grupo descargan una seguidilla de proyectiles que impactan contra el cuerpo del demente, haciéndolo estremecer de formas horrendas, mientras salpicones de espesa sangre saltan de cada desgarro producido por las balas. Al final, la penosa figura espasmódica ya no logra sostenerse en pie, y cae de espaldas para no volver a levantarse jamás.

En esta instancia podría apelar a que el lector visualice una pausa dramática, un profundo silencio tras la seguidilla de detonaciones que supuso aquel acribillamiento, un lapso casi fantasmal en el que se dispersa el eco de los disparos. Una tenue luz deja ver el cuerpo inerte de Baknet, humeando ligeramente, quizá por haber sufrido alguna ligera electrocución durante el proceso del artefacto. Es en ese momento que el comandante de la misión hace una seña a su primer oficial, y éste, con cautela, sin dejar de apuntar, se acerca al cuerpo del científico, el cual patea ligeramente para corroborar que esté muerto. Y lo está. No se mueve en absoluto, ni siquiera atisba a mostrar algún reflejo post mortem. Es por esto que el oficial se gira y hace una pequeña seña a su coordinador. Queda terminantemente confirmado que el objetivo ha sido exterminado.

Aquí el lector podría pensar que la historia ha finalizado. Pero no, me conocen, saben que no es mi estilo acabar las narraciones así nomás (salvo alguna excepción en la que así nomás implique perfección, cosa que pocas veces ocurre en mis relatos, que están demasiado lejos de algo parecido a la perfección). Si bien he improvisado toda esta secuencia, creo que se me ocurre una buena forma de desviar el curso de sus acontecimientos. No es muy original, siquiera intrigante, pero me defenderé diciendo que esto es apenas un ejercicio de escritura, y que, si lo que se buscaba en primer lugar era leer una obra literaria de calidad, siempre se puede recurrir a narraciones de Borges o de Tolstoi. Yo, por mi parte, hago lo que puedo.

El narrador, a quien le atribuiría una voz solemne y llena de palabras altisonantes, diría que, si bien los persecutores creyeron haber aniquilado a Mark Baknet, en realidad no lo hicieron ni por asomo, pues, justamente, el artefacto funcionó, y fue creado precisamente para que eso nunca ocurriera, para que el científico loco nunca pudiera morir. Lo que aquel casco-sensor había hecho fue escanear toda la red neuronal del trastornado sujeto. Unas agujas microscópicas fueron insertadas en la capa subcutánea de su cabeza, y luego le dieron una serie de descargas que estimularon la totalidad de su complejo neuronal, emitiendo una señal al disco duro del artefacto. Esta cosa que me estoy inventando, este proceso rebuscado y bizarro, quizá le parezca pura palabrería a una persona verdaderamente versada en ciencias, pero, supongo, podrá decirse que pertenezco a esa rama de autores que hacen de la ciencia ficción algo más parecido a la fantasía que a la ciencia. La cosa es que aquel procedimiento descargó en la computadora del artefacto toda la información subjetiva de Baknet. Toda su memoria, sus recuerdos completos, sus pareceres, sus ideas, sus opiniones, todo fue copiado y luego cargado en un sistema informático. En el momento anterior a que los persecutores demoliesen la puerta, la descarga ya estaba completa. Así es que una copia de Baknet se alojó en la computadora, a modo de nuevo cuerpo, abandonando su antigua prisión de carne y huesos.

Es cierto que los asesinos colocan explosivos en cada rincón del laboratorio subterráneo, a fin de destruir para siempre todas las atrocidades contra-natura perpetradas por el científico, incluyendo en esto al propio artefacto, en el que ahora se supone que mora su alma, sin que nadie se lo sospeche. Pero esto, ciertamente, no es ningún problema, pues la máquina estaba programada para, una vez recibida la copia del trastornado hombre de ciencia, conectarse al internet, y, desde allí, darle libertad a la mente para que se trasladase con su pensamiento hacia cualquier otro dispositivo conectado a la red. Así es como Baknet ahora es pensamiento puro. Bueno, en realidad no, porque éste sigue dependiendo de una forma corporal, que es el gran complejo de computadoras interconectadas entre sí. Pero al menos nos es lícito decir que tiene acceso a muchas más fronteras que antes le eran vedadas. Ahora que sus pensamientos tienen acceso a todo lo que está cargado en internet, se dedica a leer todo cuanto se publica de manera virtual sobre ciencia, ampliando su campo de conocimientos. Al tener ahora una memoria más amplia y sólida que la que le permitía su carnoso cerebro de antaño, puede recordar y almacenar miles de millones de billones de dígitos de información, de modo que ahora puede realizar deducciones más completas, más eficaces.

Puesto que la comunidad científica registra de manera informática sus descubrimientos, todos ellos pasan a ser de inmediato conocimiento para Baknet, y él, teniendo la posibilidad que nadie tiene de interconectar en su pensamiento todas las conclusiones aisladas, es capaz de sintetizar todo lo adquirido para consolidar una imagen del mundo más excelente. Y nadie lo sabe, nadie se da cuenta, pues parte de la gracia del artefacto es que ahora el pensamiento de Baknet es imperceptible por cualquier dispositivo electrónico. Él está ahí, en las computadoras de cada persona, en las personales y en las profesionales, pero nadie es capaz de detectarlo ni siquiera en el grado más mínimo. Finalmente, el científico se convierte así en el ser más libre de todos los conocidos. No absolutamente libre, claro está, por el motivo que hemos dicho antes; en efecto, si fuera absolutamente libre, sería el Absoluto, y esto no es algo posible.

Mark se regodea en su felicidad actual, la cual es puramente contemplativa y meditativa. No siente los apuros de la carne, ni sueño ni hambre, ni apetitos de ninguna índole, está librado de ellos para siempre. Y no sólo se va constituyendo en la mente más versada en física que jamás hubiese existido, sino en todas las ramas del saber, puesto que tiene a su disposición toda la información necesaria para ello, y toda la capacidad intelectual, potenciada mil veces por la eficacia de los circuitos y cables que ahora son su nueva carne. Mark Baknet es el hombre más inteligente de la historia de la humanidad, pero nadie lo sabe. Ha resuelto enigmas científicos de magnitudes apabullantes, y nadie lo sabe. De hecho, ha escrito mentalmente, usando su sola memoria como soporte, unas quinientas novelas y dramas, todas ellas superiores al Quijote o a las tragedias de Sófocles; incluso es capaz de mensurar cuán superiores (unas noventaisiete veces); pero nadie lo sabe.

Asimismo, lo ve todo, pues toda cámara de video es un ojo suyo, cada micrófono es un oído. Se entera de todo, y todo lo medita. Conoce incluso las intrigas personales de cada persona que envía mensajes con su teléfono móvil.

No llega a calcular jamás la totalidad del valor de pi, pero descifra una cantidad de dígitos superior a cualquier número enunciable en lengua humana. Hasta nos es lícito decir que se pasará calculando ese valor durante toda su vida, aunque nos cabe preguntarnos: ¿cuánto vivirá? La respuesta es incierta, pues su existencia se prolongará tanto como dure la interconexión informática que ahora es su cuerpo.

No se me ocurren, ya, muchas más hazañas para atribuirle a este científico bajo su nueva condición corporal. Ciertamente, cualquier lector agudo podrá completar por mí esta tarea, y comentar con sus amigos otras cosas de las que alguien sería capaz teniendo su consciencia dentro de un complejo de computadoras. Yo no tengo, ahora mismo, la agudeza suficiente para mencionar más cosas. Aquello excede este simple ejercicio.

Me figuro que ahora el narrador de la historia cierra, como es costumbre en mis cuentos, el texto con alguna pequeña reflexión, del tipo: ¿Es realmente Mark Baknet de quien estuvimos hablando en los últimos párrafos? ¿No es acaso sensato recordar que la descarga al artefacto no impidió que el adolorido cuerpo carnoso del científico se levantara del suelo, aturdido? ¿No recordaremos que lo han acribillado? Entonces es lícito suponer que Baknet, a pesar de su intención, sí murió, y que nunca logró transferir su alma a la computadora, sino que simplemente generó una copia virtual de sí mismo, sólo la cual tuvo la libertad de todo lo que hemos dicho en las últimas partes. Una consciencia y una voluntad cuya identidad no es genuina, sino prestada. Un robot, si se quiere, que cree ser Mark Baknet, cuando en realidad no lo es, y que hace, en su libertad, todas las cosas que a éste le hubiera agradado hacer. La razón es que tiene sus recuerdos, y por eso lleva la convicción de ser él. Pero no lo es.

Aunque este último elemento también estaría más cerca de la fantasía que de la ciencia. ¿No excede, acaso, las posibilidades lógicas que una computadora pueda ser dotada de voluntad o consciencia? Porque, ¿cómo se explican la consciencia y la voluntad por causas mecánicas? ¿No dijo ya Leibniz, con sensatez, que esto no es posible? Sin error cualquier metafísico afirmaría que la cópula carnal de los padres es causa y razón suficiente para explicar la existencia del cuerpo del engendro, pero no de su alma o su voluntad. ¿Entonces de dónde sale que este Mark Baknet II tenga una voluntad con la cual orientar sus intrigas y recreaciones? Eso no lo puede responder nuestro narrador, y tampoco le interesa, pues su función es, a fin de cuentas, que sea el lector el que lo piense, mientras que así el autor se asegura algún que otro elogio.

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