Hay una habitación oscura. No hay sitio más lúgubre en toda la tierra, si es que es acaso correcto expresarse así, puesto que no sé si aquélla ocupa en concreto un lugar en la tierra, al modo en que lo ocupan otros lugares, o si sólo existe en los etéreos tormentos de mi alma, que, por otro lado, más allá de su condición y las preguntas que ésta genere, mora en la tierra, y por eso no sé el alcance de validez de lo que acabo de decir, sin mencionar lo mucho que decirlo me ha enredado, sobre todo porque ahora cavilo sobre esas preguntas no dichas que la mención del elemento anterior ha suscitado, y ya creo que ni recuerdo lo que he empezado diciendo, ni sé tampoco por qué lo decía ni a qué apuntaba hablar…

¡Ah, la habitación oscura! En ella hay un pobre ratoncillo sobre una mesa, sobre la que no hay ninguna otra cosa más que él. Debería sentirse aliviado de no ser de aquellos ratoncillos (de cuya existencia bien conoce) que son puestos en laberintos en los cuales se disponen una tarántula y un trozo de queso, a fin de poner a prueba las percepciones olfativas del pequeño, y quede premiado éste con la vida y con un rico manjar, o sea castigado con la muerte a merced de los colmillos de la espeluznante tarántula. Sí, es cierto que hay ratoncillos que corren esta suerte, pero no tienen nada que envidiarle al nuestro, pues este último, que no es otra cosa que la representación de mí mismo, vaga perdido y sufriente en su propio laberinto tempestuoso de palabras y pensamientos que lo oprimen y se burlan de él, donde hay sólo dolor y cientos de trozos de queso que saben a tarántula. Y no sólo debe nuestro pobre roedor (mi yo más patético) soportar el suplicio de dicha trampa espiritual, sino que debe padecer también las inclemencias a las que es sometido sobre esa mesa.

Es cierto que dije que la habitación estaba oscura… Bueno, no dije que lo estuviera, pero dije habitación oscura, y esa continuidad entre ambas palabras siempre parece suponer un nexo del orden del ser o del estar que se infiere fácilmente. Eso si es que acaso diera lo mismo decir que es o que está oscura, cosa que ahora me pongo a dudar en vista de habérmelo planteado en palabras… ¡Bah! ¡Diré que la habitación estaba oscura, y eso es terminal! Si es una habitación mal llamada así por ser en realidad oscuridad, o si es una habitación que está en la oscuridad, y que por tanto perdería su carácter de tal para que éste pasase a la propia oscuridad, que sería ahora la habitación de esa pretendida habitación (que ya ni sé lo que sería entonces, puesto que es imposible pensar que una habitación pudiese albergar una habitación), todo eso no me importa ni lo tendré en consideración, aunque ya acabo de tenerlo porque lo he pensado…

Es cierto que dije que la habitación estaba oscura (el laberinto me hizo desembocar en el mismo pasillo que he recorrido hace un momento), pero el ratoncillo y la mesa se ven claramente porque una bombilla de luz pende encendida de un cable que asciende y se pierde en la oscuridad de la habitación (sea ésta la habitación propiamente dicha o la oscuridad en la que habita la habitación), de modo que es imposible ver de dónde se sujeta ese cable. Y si es correcto decir que el ratoncillo y la mesa se ven, es porque hay tres hombres sentados en torno a ella, y miran al pequeño y a la mesa, con lo que ambas cosas pueden presumir ser fenómenos visibles (o vistos, que no es lo mismo que visibles; sin mencionar la imprecisión de decir que ambos presumirían, siendo que la mesa no presume, y el animal no lo haría por falta de orgullo y de oportunidad siquiera). Los tres hombres tienen fría mirada, pero a ojos del ratoncillo eso no se sabe, puesto que, cuando éste levanta la cabeza para contemplarles el rostro, el poderoso fulgor de la bombilla encendida encandila los ojitos del pequeño y no le deja ver siquiera las caras de esos tres hombres que lo rodean y lo acorralan. No tiene escape, aunque no lo tendría tampoco si esos tres hombres no estuvieran, y basta para esta deducción el considerar en dónde se encuentra él, más allá de los tres captores, si es que dónde es a todo esto una palabra bienvenida.

Los tres hombres molestan al ratoncillo, extienden sobre la mesa sus pesadas manos, y con sus dedos lo empujan y lo sacuden, lo arrojan con golpecillos secos de una punta a la otra del callado madero. El pobre desgraciado sufre, padece los dolores y el mareo, es infortunado juguete de aquellos tres gigantes que abusan de su insignificante figura. El primero de los hombres es el miedo, el segundo es la tristeza, el tercero es la ira. Los tres son implacables, los tres son inclementes manipuladores de la pobre criatura que no halla refugio a los maltratos ni siquiera en la interioridad de su espíritu, pues es éste un funesto laberinto colmado de todo lo que se dijo anteriormente. Y él chilla, se queja, agita frenético las pequeñas patas, menea con fuerza la cola, y ellos no paran. Trata de mostrarse sufrido para lograr conmover aunque sea el más mínimo dejo de clemencia en cualquiera de los tres gigantes, pero ninguno cesa, ninguno para de atormentarlo. Y a veces trata de pensar que la ira es ira, que el miedo es miedo, que la tristeza es tristeza, y que, como los hombres son hombres, ninguno de estos conceptos se permeabiliza con el otro, de modo que toda su situación es imposible, y no puede haber cabida alguna para que su circunstancia exista como existe, de modo que trata de aferrarse a los modos más tradicionales de vaciar miedos, tristezas e iras. Pero su cuerpo es pequeño e insuficiente como para expresar y manifestar tanto miedo, tanta ira y tanta tristeza. No pueden sus frágiles patitas de ratón, sus diminutos dientes amarillos, su cola menuda, expresar y sacar afuera tanta sensación junta, no puede arrojar todo aquello lejos de sí, pues ser atravesado por pasiones de semejantes dimensiones lo destruirían por completo, de modo que, al no poder proyectarlas en cualquier afuera, se quedan junto a él y toman forma de hombres inclementes, con miradas frías que no puede ver, y que sin motivaciones aparentes se dedican a empujarlo sobre la mesa y a molestarlo sin descanso alguno.

Y sabe (esto es lo peor) que la tortura durará hasta que alguno de los tres, o los tres juntos, se aburran de él y decidan acabar con el juego que los ha entretenido por aquel rato, sin divertirlos en absoluto, y será entonces sólo cuestión de levantarse de sus asientos y deshacerse del patético ratoncillo que no deja de chillar histérico, como si fuera para tanto un poco de movimiento, y una leve sacudida mereciera todo aquel escándalo…

He mentido en todo lo que he dicho. Querría decir que me he equivocado, pero eso sería otra mentira, y entonces serían dos los engaños que he perpetrado, como si no me pesase ya demasiado con uno solo. El ratoncillo no es víctima de nadie en esta historia, sino victimario. Los tres hombres no son captores de su pequeña forma, sino cautivos. No pueden salirse del asiento que ocupan en torno a esa mesa debido a las demandas de atención constantes del insistente animalillo. Están fatigados y quieren irse, pero él insiste en que lo sacudan y lo muevan, de algún modo para hacerlo sentir con vida, pues parece que su pereza es grande y no quiere moverse y vivir por sí mismo. ¡Qué ratoncito egoísta! ¡Qué mentiroso y qué cobarde! Si alguno de los tres vislumbra la más mínima oportunidad y se atreve a intentar retirar la mano, el pequeño lo nota al instante y se apresura a morder con fuerza su dedo, a modo de castigo por la pretensión de abandono. Y la obra teatral se extiende y se extiende…, y el drama se promete a sí mismo infinito…

Pobres tres hombres… ¿Quién sabe qué ocupaciones más importantes tendrán en sus agendas la tristeza, la ira y el miedo?

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