El mismo comienzo de siempre. Toda la familia en torno a la mesa, cenando. De pronto mi madre me dice:
– Ve a buscar el postre
Como buen niño caprichoso, me resisto todo lo que puedo.
– ¿Por qué siempre yo?
– Porque fuiste el último en venir al mundo – acota mi hermano mayor.
Miro a mi padre como último recurso, pero nada dice y leo en su mirada severa que ya no es tiempo de protestas. Me levanto de mala gana y me dispongo a cruzar el largo pasillo que conecta el comedor con la cocina; corredor tan largo como oscuro. Lo que apenas me permite transitarlo, es la luz que llega desde la calle, colándose tímida por la banderola situada a mitad del lúgubre pasillo. Lo recorro, lo más rápido que mis pequeños pies me permiten, tratando de controlar mis agolpados pensamientos.
– No hay nadie ahí, no hay nadie- me repito sin cesar y en silencio, intentando en vano controlar mis miedos.
Pareciera como que cada día le anexaran un tramo más a este maldito pasillo, pienso, mientras tengo la sensación de que alguien viene detrás de mí, pero no volteo. De un salto enorme, entro en la cocina tanteando con mi mano la pared en busca de la llave de luz .
– ¡Acá está! Pero no enciende.
Mi corazón se acelera y las palpitaciones aumentan y retumban como retumban los pasos en el pasillo y corro, pero ahora si volteo y a lo lejos descubro la silueta y esos ojos.
Mi única salida es subir hacia el altillo por la escalera y lo subo lo más rápido que puedo. En los últimos escalones, mis pies comienzan a hundirse, trato de gritar y mis esfuerzos son denodados ya que no logro emitir sonido alguno. En el mismo instante que una garra roza mi tobillo izquierdo, recuerdo que puedo saltar al costado del barandal. Y salto.
Choco fuerte contra el suelo de la cocina, pero es mi cama y me despierto, sobresaltado de nuevo.

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