El hombre gordo permanecía sentado al fondo de la sala de celebraciones donde tenía lugar el banquete. El asiento que tenía al lado se hallaba vacío. Quizás se debiese al hecho de que sobresalía de su silla de modo ostensible, desparramándose por los laterales como las focas sobre la arena. Tenía el pelo encrespado, fruto de varios días seguidos sin duchar, y llevaba unas llamativas gafas rojas de pasta con gruesos cristales. Padecía una severa hipermetropía desde su infancia que, junto con su sobrepeso, le había granjeado unos cuantos motes en el colegio.

A medida que transcurrió la noche, fue engullendo sin descanso todo lo que los camareros depositaron sobre la mesa. Los platos se fueron sucediendo sin pausa. Mientras tanto, y por mucho que se empeñaba en secarse con el pañuelo de cuadros heredado de su abuelo, cientos de puntos de sudor aparecían una y otra vez, de manera sistemática y con precisión cronométrica, sobre su frente y mejillas. También el cuero cabelludo estaba empapado debido a la frenética actividad de sus glándulas sudoríparas. Devoró con fruición docenas de langostinos sin diferenciar tronco de cabeza, antenas y cola. Se tragó la sopa de marisco de una sola vez, sin reparar en que estaba hirviendo. Varias veces había pensado que, con casi toda probabilidad, en su boca en vez de mucosas habría callosidades. Esbozó una leve sonrisa al recordarlo de nuevo pero pronto se volvió a concentrar en la tarea de acabar con todo lo que se le pusiese delante, tal y como parecía haberse propuesto. Las lentes se le empañaron en numerosas ocasiones, pero no le importó. Con el mismo pañuelo de cuadros frotó los cristales similar número de veces para poder seguir disfrutando de la comilona. Rasgó las grasientas patas de cordero con una agresividad similar a la de las bestias hambrientas. Se comió él solo tres bandejas repletas de patatas fritas y, mientras se llevaba a la boca la última, recordó con nostalgia las que servían en el chiringuito de comida rápida de su barrio. “Como ésas, ninguna”, se dijo. Repitió helado cuatro veces, tras lo cual se formó un negruzco cerco de chocolate alrededor de sus gruesos y ahora brillantes labios. Eructó en cinco ocasiones y emitió un incontable número de ventosidades fétidas, mientras se elevaba desde su cadera izquierda sobre el asiento para facilitarles la salida. A la octava flatulencia, ya no quedaba ningún comensal dentro de su radio de acción.

Pasadas las doce de la madrugada, el dueño del mesón le invitó a irse. Percibió en él una excesiva, incluso forzosa amabilidad, y fue solo entonces cuando decidió que ya había comido suficiente. Se incorporó con inesperada brusquedad, a punto estuvo de derribar la mesa, y emprendió la vuelta a casa, a pocas manzanas de allí. Subió las escaleras con la respiración entrecortada, agarrándose a la barandilla  con una mano mientras que con la otra se apoyaba sobre su apenas existente cintura. Este gesto le hizo algo más llevadera la subida a la cuarta planta sin ascensor donde vivía. Nada más entrar en el angosto apartamento, tropezó con la bolsa de basura que llevaba tiempo sin sacar junto a la puerta, pero recobró el equilibrio de manera milagrosa y avanzó directo hacia el aseo, para por fin apoyarse sobre los azulejos, evitando así caerse. Con movimientos torpes logró sentarse en la taza del váter. Las ventosidades comenzaron de nuevo, pero no sorprendieron al vecino del tercero, habituado a escuchar aquellos ruidos que, aunque levemente amortiguados por los tabiques, irrumpían en su casa a diario. No era la primera vez que su sueño se veía interrumpido por este motivo. Pero esa noche, por alguna razón, le parecieron más fuertes que de costumbre.

 El hombre gordo de repente sintió un calor que le quemaba la cara. Las heces empezaron a caer a la vez que empujaba, provocando un ligero chapoteo al estrellarse contra el agua. Cuanta más fuerza ejercía,  más se encendía su rostro, que ahora lucía como un farolillo chino. Sentía las gotas frías salpicar sus nalgas, que primero eran de agua más o menos limpia, y luego se fue volviendo cada vez más infecta. Los trozos como de manteca, humeantes y pegajosos que al principio flotaban, empezaron a acumularse en el fondo de la taza, que empezaba a atascarse sin remedio. Llegó un momento en que perdió el control de sus esfínteres, por el orificio de su pene fláccido orinó, y la única almorrana que tenía, aunque enorme, reventó. Al rato, aquella música desafinada dejó de oírse en el edificio y por fin el vecino del tercero pudo seguir durmiendo tranquilo.

La inquilina del piso contiguo detectó entre aliviada y autocomplaciente la sirena que avanzaba con rapidez entre las calles del barrio. Cada vez la oía con más claridad. Había pasado más de una semana tras el incidente del hombre gordo, hecho del que ella, cosa rara, no estaba al corriente. Cuando pudo deducir con toda seguridad que el coche de los bomberos ya estaba a la altura del portal, asomó su ojo por la mirilla y allí permaneció inmóvil, hasta que logró ver al grupo acercarse, corriendo,  por el descansillo. Ella les había alertado tras haberse dado cuenta que, en las últimas horas, un olor nauseabundo salía de la casa del hombre. Hacía días que no se cruzaba con él en la escalera. Primero llamaron al timbre, pero al no obtener respuesta y, tras una serie de estruendosos golpes y hachazos, lograron tirar la puerta abajo. Atravesaron el pasillo lo más rápido que pudieron y recorrieron varias estancias antes de llegar al cuarto de baño. Cuando por fin lo alcanzaron, solo hallaron una informe masa de mierda rebosando de la taza y, en el centro, unas gafas de pasta roja flotaban a la luz de la bombilla que, huérfana, colgaba del techo.

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