Confianza letal



Doña Patro despertó cuando ya la acelerada ciudad vivía su usual ajetreo matutino. Los rayos de sol, que penetraban por entre los pliegues de la ventana de corredera, se detenían justo en su cara, molestia asumida que trató de evitar girando su cuerpo, pero era algo que tenía asimilado, pues la claridad, que cada mañana amenazaba con hacer desaparecer la oscuridad de la habitación, le servía de despertador, aunque últimamente eran unas náuseas, que la incitaban al vómito, las que la despertaban, así como una imperiosa necesidad de calmar su sed, tal vez producida por una irritación faríngea. Cada nuevo despertar necesitaba una mayor fuerza de voluntad, y temía que algún día no encontrara la suficiente; ya era una vieja con las capacidades y las fuerzas muy mermadas. Esa mañana atinó, con sus niveles sensoriales aún aletargados, a dar con el vaso de agua que había dejado en la mesilla de noche antes de acostarse, y se lo acabó de un trago. Con sus prisas caídas en el desprecio, el aviso de su vejiga la obligó a apresurarse; el temor a mojar involuntariamente las sábanas era ya una temible constante que amenazaba con ganar la partida. Sus torpes manos buscaron las gafas que, junto al vaso de agua, había dejado sobre la mesilla. Las tocó más que las vio e, incorporándose con su habitual parsimonia, las montó sobre su afilada nariz, luego suspiró un lastimero y sonoro «¡ay!», y poco después acertó, con suerte, a calzarse unas deformadas zapatillas, deformación provocada, como en todos los zapatos que usaba, por unos prominentes juanetes y unos pies cavos. Con su pausado andar consiguió llegar al cuarto de baño, aunque temió que sus debilitadas piernas no resistieran el corto recorrido, y, una vez sentadas sus posaderas en el gélido váter y sin molestarse en cerrar la puerta, dio libre salida a una ruidosa orina y, además, a unos sonoros pedos. ¿Por qué llamarlos de otra manera?

Mientras contagiaba el váter con fétidos olores y lo anegaba con el vaporoso líquido amarillo, doña Patro llevó sus codos a las rodillas y acabó con su desahogo corporal sumida en un súbito y momentáneo sueño. Uno de los codos, al perder la postura de apoyo, hizo que le trastabillara la cabeza, haciéndola volver al mundo de los despiertos. «¡Maldita sea!», se quejó pensativamente. Desahogadas las necesidades fisiológicas, se incorporó y vio el reflejo de su rostro que le ofrecía el límpido espejo del baño. Se acercó para verse de cerca. «¿No tengo dilatadas las pupilas?», se preguntó.

Serafina, la dueña de la casa, se encontraba en la cocina, que quedaba a escasos metros de donde estaba dando rienda suelta a sus necesidades doña Patro, y estaba escuchando todo el desagradable ruido que se estaba produciendo en el cuarto de baño, y no pudo contener su enojo.

—¡Mamá, cierra la puerta, coño!—dijo, en un seco grito, desaprobando el poco recato de su madre, aunque daba por hecho que la sordera que esta padecía le impediría oír su queja.

Una vez hubo llegado la debilitada señora junto a su hija, ocupó una de las dos sillas que había arrimadas a una plegada mesa y, de forma tajante, volvió a oír una nueva queja, esta vez como reprimenda por sus, según la que protestaba, reiterados malos hábitos.

«Ya te llegará a ti», pensó.

—Buenos días, hija —dijo hablando con cierta dificultad—. Me están doliendo las tripas… y tengo fatiga.

Esta vez la que hizo oídos sordos fue la más joven.

—¿Puedes darme un poco de leche fría? —preguntó la vieja con el firme convencimiento de que tal alimento le mitigaría el dolor intestinal.

—Eso es, te levantas a las tantas y quieres encontrarte el desayuno recién hecho. ¿No ves que estoy preparando el almuerzo? ¡Cómo voy a darte leche ahora cuando en nada estaremos almorzando! Lo que tienes que ha…

Doña Patro emitió un ensordecedor ruido pectoral provocado por una tos seca y repentina, lo que hizo pensar a su hija, que se quedó sin poder acabar la frase, que lo hacía adrede, para no escucharla.

—He dormido fatal, me he levantado con dolores por todo el cuerpo, con fatiga, con retortijones, y cada vez tengo menos fuerza en las piernas —volvió a quejarse doña Patro tras acabar de toser e ignorando la reprimenda que pretendía darle su hija.

Serafina volvió a no prestar atención a las palabras de lamento de su madre. «¡Jódete!, no me sale del coño entrarte al trapo», calló lo que tenía ganas de decir a viva voz y las palabras, como el énfasis que las acompañaba, quedó en un invisible pensamiento.

—¿Qué vamos a comer? —preguntó doña Patro, agradecida a Dios por que la tos no le hubiera provocado una arcada.

—Comida por poner, como tú me decías cuando yo era chica, que eres muy chistosa con tus rimas —contestó Serafina mirándole a su madre a la cara para evitar tener que repetirlo, aunque no pudo evitar oír un «¿eh?».

—¡Comida! ¡Y punto! —repitió Serafina sin disimular un ardite su crispado estado.

—¡Jesús, hija!, parece que estés endemoniada, no te puedo preguntar nada; ¡estoy mala, leñe! —se pronunció casi sin voz y sollozando doña Patro.

—Tú tienes la culpa. Como dice la canción de Malú: Me has enseñado tú —musitó intentando imitar a la cantante andaluza, aunque estuvo a años luz de conseguirlo.

«¿Por qué puñetas vendería yo mi casa cuando enviudé?», pensó, contrita, doña Patro.

—Me voy al salón… que estoy muy floja, ¿me ayudas a llegar?

—No te hubieras levantado de la cama, ¿no dices que estás mala?

—¿Qué?

Serafina repitió levantando unos decibelios su tono. Doña Patro, que advirtió la negativa de su hija, no le pareció justa la contestación recibida y, con un lamentable hilo de voz y adolorida, profirió:

—¡Qué puñetera eres!

Luego, en silencio, pidió a Dios que las pocas fuerzas de sus piernas no le fallaran en el recorrido que había desde la cocina al salón. Al levantar sus posaderas del asiento, las fuerzas necesarias para evitar la salida de los gases fallaron —sería más acertado decir que no se usaron— y el siempre sorprendente y familiar sonido volvió a pronunciarse; en esta ocasión haciendo recordar la nota sostenida más grave de un trombón. Serafina, en un alarde de auto control, contuvo las ganas de asesinar a su madre, aunque si se pudiera matar con la mirada allí mismo hubiera encontrado doña Patro el fin de sus días.

El salón de la casa, vestido con unas tupidas cortinas, un tresillo, dos butacones y una mesa con cuatro sillas, era el lugar preferido de doña Patro. Allí podía pasarse el resto del día hasta que llegaba la hora de irse a la cama. Tras el sobreesfuerzo empleado por conseguir llegar al salón y acomodarse en uno de los butacones, doña Patro se sintió sin fuerzas. Pensó que sus años la estaban privando de sus facultades a pasos agigantados. No hacía ni una semana que se sentía con vitalidad, ágil para la edad que tenía, y para nada dependiente. Sin embargo, ahora notaba que todo aquello se le había derrumbado, que le faltaba la voluntad y la energía, que su cuerpo era para ella una pesada carga y, además, las náuseas y los dolores intestinales la tenían acobardada. «¿Qué me está pasando?», se preguntaba.

No tardó en aparecer una airada Serafina para interrumpir la paz de la pobre mujer, que se había quedado dormida viendo un programa concurso mientras intentaba olvidar sus dolores y su abatimiento.

—¿Me traes la medicación? —preguntó, ilusa, tras despertar de un sobresalto al irrumpir en el salón su enojada hija.

—¿Medicación? Luego me dices que no estás sorda. Te he llamado tres veces, pero con el volumen que le das a este cacharro —dijo mirando al televisor— es como si le estuviera hablando a la pared, ¡joder!

Serafina cogió el mando a distancia y bajó el volumen del aparato del veinticinco al siete.

—Pero, ¿tú escuchas algo, chiquilla? —protestó doña Patro—. Le has quitado toda la voz a la tele, ¡coña!

—¡No me vas a volver loca, puñetas! Toma, tu pastilla para el estómago, tómatela con este agua —ordenó dejando medicación y vaso de agua sobre la mesa.

Un par de horas más tarde una voz varonil saludó desde la entrada.

—Estoy en la cocina, cariño —advirtió, a modo de saludo, Serafina a Carlos, su esposo.

Carlos, como siempre, dejó en el perchero de la entrada su chaqueta y entró. El altísimo sonido del televisor, que gradualmente había ido subiendo doña Patro, le hizo dedicar una mirada al salón, por lo que pudo ver parte de la cabeza de su suegra, motivo suficiente para no querer detenerse. Al llegar a la cocina encontró a su mujer de espaldas y, ni corto ni perezoso, se pegó a ella como una lapa, le pasó el brazo por la entrepierna y le besó el cuello. Serafina dejó sin ataduras la espontánea fogosidad de su esposo, sintiendo gozo por ser deseada.

—¿No temes que nos escuche la vieja, Fina?

—Que le den, me tiene harta —argumentó Serafina.

—Menos mal que conseguimos que vendiera la casa; heredar en vida ahorra mucho papeleo. ¿A qué hora se ha levantado hoy?

—Cada vez se despierta más tarde, creo que la dosis de somnífero que le estoy administrando es la adecuada, ya han empezado los ardores y los dolores de estómago, aunque, como contrapartida, está tirándose unos pedos que me va a asfixiar —dijo soltando una gran carcajada—, pronto vendrán los vómitos y luego… el sueño profundo y eterno. Seguiré dándole, en el agua y sin que se entere, la misma cantidad de cicuta.

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