Un paquete de pañuelos


¿Cómo iba a presentarse así? Sus ojos eran lagos, pero no lagos transparentes, hermosos, cálidos y pacíficos, eran lagos turbulentos, cuajados de algas venenosas color fuego que transmitían más oscuridad que resplandor. Su rostro empapado en torbellinos de sufrimiento se había tornado pálido y arrugado, en medio del cual sobresalía una nariz osada, con aparente volumen desproporcionado al resto de sus rasgos, debido a la cantidad ingente de mucosidad sobrevenida al haber sido arrastrada por la pena y la desolación momentánea.

Y cuanto más lo pensaba, más rebelde se volvía su ánimo, con la irremediable consecuencia de constreñir aún más su semblante e inundar sus pupilas hasta el punto de apenas ser perceptibles a la vista.

“Pero ¡demonios! ¿cómo voy a presentarme así?”

Una mirada de soslayo a una vitrina cercana la aproximó a la realidad de su imagen que ya temía encontraría reflejada; sí, la peor expectativa se había quedado corta, era todavía más patética de lo que sospechó hacía unos segundos.

Al rostro desfigurado, hinchado, marchito, húmedo y desencajado, se unía un reguero de lo que antes había sido un maravilloso aliado de la belleza, un toque de rímel que en otro momento habría ensalzado su mirada alargando sus pestañas, y ahora se tornaba en afluente descolorido de un río contaminado deslizándose hasta su barbilla. Para más desgracia, por el camino había tenido este traidor la osadía de alterar la uniformidad perfecta de su tez, que gracias a la ayuda de un poco de polvo mate había logrado un efecto luminoso y cálido en su rostro en la mañana, pareciendo sin embargo ahora, un desierto de dunas deformes con manchas de barro acumulado.

Rebuscó desesperada un salvavidas en el interior de su bolso con las manos temblorosas revolviendo el contenido de forma impulsiva y localizó una barra de labios. “Mierda ¿de que me sirve más color a mi cara de payaso?”, unas llaves, una cartera, un teléfono… Instintivamente se pasó la parte superior de la mano bajo la nariz para evitar que un hilo pegajoso desafortunado callera sobre su regazo, dejando así la pringue repartida también entre sus extremidades, “joder, que asco, lo que me faltaba” y un hipo atropellado saltó de su garganta una vez más.

Miró a su alrededor en busca de una tabla de salvación, un baño, una fuente, algo para recomponer sus facciones, para vaciar su rellena nariz, para limpiar sus espejos del alma. Pero no había nada. Gente, mucha gente, con sus vidas, con sus cosas, ignorantes de su incómoda situación que amenazaba con convertirse en tragedia.

De repente, silenciosa, una mano emerge de un bolso situado a su derecha, probablemente junto a su dueña, la misma dueña de la mano que, aproximándose hacia ella, le ofrece un paquete de pañuelos. Un simple paquete de pañuelos limpios, absorbentes, blancos, inmaculados, con olor a menta, con la capacidad innata de borrar las marcas de los recuerdos, de desalojar los elementos indeseados de las zonas recargadas, sin preguntar, sin pedir nada a cambio. Unos generosos pañuelos de papel que dan su vida por aliviar la necesidad de otro, que nacen y mueren con un solo propósito, el servir. Que de un plumazo en su corta existencia restauran el orden de las cosas, de un modo tan sutil y efímero que en pocos segundos cumplen su misión en la existencia sin que apenas seamos conscientes de ello.

Un instante, ese maravilloso paquete de pañuelos frente a ella, y todo cambió. Se enjugaría el llanto, se borraría los regueros de rímel, se alisaría las manchas de la irregularidad del maquillaje, evacuaría sus fosas nasales de forma que éstas recuperarían su tamaño original, sus labios aceptarían gustosos ese toque de pintalabios que los hidrataría realzando su color, sus pupilas volverían a ser limpias y visibles y todo el conjunto la convertiría de nuevo en la persona que realmente es. La persona que realmente quiere ser.

La persona que sí, definitivamente, puede presentarse así.

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