el procer

el procer

pame

23/01/2019

El prócer se bajo del caballo ensangrentado. Con una mano sosteniendo la espada y la otra sus intestinos, que luchaban por salir, de una abertura a lo largo de su vientre, que se abría peligrosamente a cada inspiración, su caballo bufaba exhausto, con los ojos brillantes y el hocico lleno de espuma blanca , la montura manchada, en varios lugares, de un líquido viscoso y carmesí. Las dos medallas en el pecho, goteaban sangre, que venía de una herida en la cabeza, la sangre, hacia su recorrido a través de la parte izquierda de su rostro, llegaba al borde de la oreja y goteaba incesante, en el pecho, donde brillaban las dos estrellas. Su vista se nublaba, cuando intentaba avanzar hacia la turba que lo acechaba. El glorioso uniforme rojo, dorado y negro, sucio y manchado, le hacía ver unos años mayor. Detrás de él, un par de fieles soldados, sostenían aún, la espada en alto y gritaban consignas de guerra. Cansados y heridos, los rostros sudorosos, entierrados, parecían sacados de un escuadrón de zombies. El prócer cayó de rodillas, a tres metros del caballo, que intentando seguirlo, dio también un último bufido y se desplomó, cerca de su amo, en un sonido sordo y levantando una polvareda.

-¡mayor¡¡mayor!, el comandante ha caído.

Un esbelto mayor, de no más de treinta años se acercó al cuerpo inerte de su comandante, apoyo sus dedos en la carótida y miro la sangre que corría desde el vientre, que se abrió en un canal grotesco.

– ¡levántelo!, ningún soldado del ejército montado, quedará en tierra- agregó casi en una arenga.

Los enemigos, se acercaban lentamente, entre una humareda de cañones y las carabinas empuñadas para el ataque.

El joven mayor levanto la vista y calculó, que los superaban casi tres veces en cifras, pero ni un solo gesto demostró su temor o nerviosismo. Caminó hacia la tropa, arreglándose la chaqueta en un tirón, enderezó el botón dorado a medio abrochar y acomodó la gorra.

-¡ni derrotados, ni vencidos!- promulgó y el filo de la espada centelleó en lo alto

La batalla terminó, cerca de las tres, cuando el coronel descendió de su corcel, vio a sus hombres desparramados, al borde de las improvisadas trincheras, todos tenían sus espada o en la mano o muy cerca de sus cuerpos, todos habían sido sorprendidos peleando y la parca se paseaba aún, con su tufo siniestro en medio del campo de batalla. No había sobrevivientes, un poco más allá encontró un par de enemigos moribundos, a los que remató a punta de espada, más por orgullo, que por lastima, caminó por entre los cuerpos moviéndolos con la bota. Un uniforme en medio de los enemigos llamo su atención; le rodeaban por lo menos doce cuerpos contrarios, tenía una abertura al lado de la cadera, que ya no sangraba, lo volteó despacio, en la parte superior de la muñeca, un rio de sangre había hecho un trecho de más o menos treinta cm hacia el suelo, el rostro parecía una roca, sin expresión alguna. Separó un par de mechones cobrizos y tomo el pulso. Estaba muerto, retiró de un tirón las dos estrellas y la medalla, palmoteó, con ternura la mejilla y sostuvo un par de segundos su mano

– hasta siempre mi valiente hermano

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