Nunca me gustó el cambio. Aborrezco las nuevas modas y líneas de pensamiento, cuando me adapto a una sin advertirlo me encuentro obsoleto; lo mismo ocurre con la tecnología. Adaptarme siempre me pareció un proceso tortuoso, un proceso diseñado para no dejar vivir en paz a nadie; solo hay que mirar a la evolución: cambio tras cambio acompañado de imperante sufrimiento a merced de una naturaleza indiferente.

¡Que fastidio estar recorriendo el río de nuestra sociedad sin saber a dónde vamos!; ¡que agobiante es presenciar la constante transmutación del suelo, del aire, del agua y hasta de nuestros conocidos!; el último punto es el que más calcina mi cordura: un día la gente dice una cosa y al otro dice otra, un día una persona quiere algo y al otro ya no lo quiere.

Odio al cambio porque todo lo que está sujeto a él es impredecible. No se me da el gusto por desentrañar las posibilidades de un evento y sus probables desenlaces, solo quiero que todo sea tal cual y ya. Admito que vivo en el confort y la idea de perderlo me agobia, me asusta.

Desperté y me encaminé hacia la cocina de mi casa. Era de noche, por lo cual encendí la luz. Miré el reloj de la pared para tener noción de la hora que era y observé que el segundero se desplazaba lentamente, iba más despacio a través de las marcas de los números. Extraño me pareció el fenómeno que contemplaba, primeramente, bajo el hecho de que el día anterior le puse baterías nuevas al aparato, baterías que compré y saqué de su empaque, baterías que no tendrían por qué haber fallado. Ante el aparente desperfecto del objeto circular de la pared, alcé mi brazo para cerciorarme de la hora contemplando las manecillas del reloj de mi muñeca.

En ese instante también me percaté de que la luz tenía ciertas irregularidades. Parecía que estaba a punto de fundirse el foco que la emanaba, la luz titilaba. Seguí observando al reloj de la pared y ahora me parecía que iba más despacio que antes, el segundero se tardaba aún más en desplazarse y el sonido que producía era de un tono grave, más hondo y pesado como las aspas de un helicóptero; así mismo, pude escuchar el caudal de un río: era mi sangre recorriendo las venas y arterias de mi cuerpo, en lo que deduje que era mi pulso cardiaco.

En efecto, el tiempo se detenía.

Vi a la luz desplazándose como la marea del mar, como cáscaras esféricas de luz incursionando el espacio de la cocina y rebotando en la pared, perdiendo su intensidad, seguramente por la absorción de los fotones por los átomos del entorno. La cáscara de luz venía hacia mí, me salpicaba y se arremolinaba cual niebla en una fría noche.

Observar aquella entidad era como contemplar a una nebulosa planetaria, en la que una estrella desprende lentamente sus capas externas, formando un halo de extravagancias cósmicas luminiscentes.

Tengo que decirlo nuevamente, pues no puedo digerirlo: el tiempo se detenía.

Estaba atrapado, no podía moverme, no podía voltear a ningún lado, me era imposible; no podía huir de aquel espectáculo. Me encontraba encerrado, como contenido dentro de una invisible camisa de fuerza; mis pies adoptaron un rigor motor que me extrañó, mis pensamientos no lograban tan siguiera bajar mis párpados para pestañear, ni obedecían mis deseos de mover los ojos; solamente podía observar la sucesión de estos insólitos hechos. Sencillamente era un espectador indefenso, sin poder hacer nada, sin lograr vocalizar palabra o grito alguno, imposible era pedir ayuda; era solo un testigo paralizado.

Un momento después la cáscara de luz proveniente del foco se debilitó, podría decirse que casi era transparente, imperceptible; recorría el espacio con una lentitud agobiante. Alrededor de esa entidad luminosa había ya una gran negrura; después, dicha esfera arribó a mi brazo y lo iluminó miserablemente hasta quedar súbitamente estática. La luz comenzó a difuminarse, al igual que mi brazo. Sucesivo a ello vino la más pura oscuridad y el más absoluto silencio.

Mi deseo se hizo realidad, estaba en el mundo en el que siempre quise estar.

El tiempo se puede entender como una sucesión de cambios, es por ello que al no haber cambio no había tiempo, y es por ello que la luz ya no se desplazaba; los electrones de los átomos dejaban de girar y por lo tanto los cuerpos sólidos se volvían invisibles, pues los orbitales de las moléculas de las que uno es compuesto se reducen a puntos microscópicos, es como ser de polvo. Entre los electrones y el núcleo atómico hay una eternidad de vacío, la cual se evidenciaba.

Comprendí que estaba atrapado en la eternidad: donde el tiempo se encuentra rebajado a un instante tan ínfimo y despreciable que la manifestación de entropía, energía y materia son nulas.

Es así como me di cuenta de que había dejado de existir.

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