Penumbra.

Saña.

Bochorno.

Dolor.

¡Es tarde para mentiras!

Un taller herrero es un lugar de transformación, de metamorfosis. El fuego, el esfuerzo, el espíritu del artesano cambian un trozo de hierro, blando y mórbido, en arte útil y fuerte, bello y flamante.

Huele a sudor y a azufre. Todo está sucio. Quizá sea para que quede constancia del empeño. Pero yo creo que es aislamiento: el llanto del metal atormentado duele. Hace falta disimularlo con la excusa de la experiencia.

El ambiente es opresivo. Flama y sofoco. El calor llega a niveles insoportables. El horno debe superar los ochocientos grados para poder romper la esencia del material. Carbón o propano. Ardor intenso.

El color define el momento preciso en el que el artesano debe sacar el riel de la hoguera, para proceder al forjado. Si se retira antes, o después, el resultado es insatisfactorio.

¡Umbrío! No hay mucha luz. Es necesario para poder apreciar la tonalidad.

Fuerza y sulfuro. Los ojos duelen. Saben que no pueden domar a la naturaleza sin violencia.

¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe!

La maza debe romper la estructura del hierro. Combinarlo con otros elementos para mejorar su sangre.

¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe!

Es ensordecedor, es un paciente martilleo, sin pausa, con ritmo. Nunca debe parar mientras la barra incandescente llora sobre el yunque.

Cuando el frío calma su alma, es necesario volver a introducirla en el hogar. Como un prisionero sometido a cruel tortura, el acero cede a las exigencias del verdugo.

¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe!

Nunca la ferocidad ha sido tan útil.

¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe!

Hay un sabor retronasal a infierno, a miedo, a lava, que crispa la nariz.

Quema el carbón de hulla. El fuelle anima las llamas, ¡las entusiasma!

Humo y lumbre. Resiste.

Con las tenazas se traslada la plancha de la hornacha al yunque. Pinzas, punzones, zarpas, hachetas, piquetas, tajaderas, martirizan al mineral salvaje. Lo doblan. Lo sacian. Lo saturan.

Torno, fresadoras, brocas y remaches. Soldaduras y curvados. No tiene ninguna posibilidad de escapar.

¡Arte despiadado!

Cuando la forma y el bisel han sido logrados, la lijadora de banda devora las imperfecciones, porque toda una vida, reposada, no ha sido suficiente para definir su carácter.

Vaciado. Sometido. Amaestrado.

Después, de nuevo a la fragua, a soportar otra vez el beso del fuego. Seco y hosco. Hay tensiones moleculares que eliminar. Más suplicio, más sufrimiento, más aflicción.

La fase clave viene a continuación: el templado. Pura intuición. Lograr el nivel de dureza que permita convertir en algo práctico al metal sollozante. Aceite o agua. Contraste brutal y feroz. Más ardor. Más dolor.

Si tiene éxito, hay que revenirlo. Más calor. Más tormento. Pero es necesario para que logre la tenacidad correcta.

Y de nuevo a la lijadora. No es suficiente. Desbastar, suavizar y limpiar. Dar una pátina de perfección a lo que la naturaleza, parece, no supo perfilar.

Por fin, domado, solo resta encabar y buscar una funda.

Así se crea belleza a partir de escoria.

Mi mujer tiene cáncer. Lucha larga y dura.

Mis sentimientos han pasado por la fragua. Por la forja. Por el templado.

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