Iteración de escalones

Iteración de escalones

Asier

30/12/2018

Tuvo la punzante premonición de confinamiento, quería sentirse fuera. Desde esa altura había contemplado a fuerza de ocasión el contorno sin saber muy bien que hacer; con cautela, intentó bajar.

Sintió la angustia de la querencia al forzarse a descender con lentitud, de forma no desacostumbrada no se asió del pasamanos anclado al lado de columna y siguió la bajada con impaciencia. Luego de muchos rellanos, más por astenia que por resignación, se apoyó con los brazos al barandal labrado y se supo mojado en sudor no por agitación sino por zozobra; desde allí, atisbando las afueras, B comprendió que la perspectiva era la misma en todos los descansos, cada descanso en cada piso le brindaba la misma imagen. Repitió la vista del pequeño estacionamiento casi vacío afueras del edificio, volvió a ver ambas escuelas primarias (B cursó en una de ellas), los jardines, el camino empedrado, la falta de viandantes, y más a la derecha, hacia el poniente, nuevamente divisó la avenida a dos carriles con su fábrica italiana de fideos y todo desde una misma altura. Con horror dijo «¿y ahora qué?», sólo para oír su voz y descartar el sueño. Con esa esperanza negada, apresuró su camino bajando peldaños como quien surca un resbaladero; por momentos le pareció notar que en lugar de bajar subía, y eso, contra todo pronóstico, le divertía en lugar de cohibirlo; «más probable ―se decía― es que la escalera esté cayendo de izquierda a derecha que de derecha a izquierda».

Pasado un momento se detuvo en otro rellano; con la cabeza gacha y las manos sosteniéndose en la cintura de la agitación, B observó el suelo negro de granito, se hincó para descansar y se refrescó en su tacto helado; la compulsión por salir lo inhibía del entorno y letreros mirados de reojo le dejaban una vaga sensación de ubicuidad. Uno de ellos, o todos siendo el mismo, nombraban al edificio como “BLOQUE 83” o “38”, nada le podía importar menos; sabía dónde estaba: en un edificio.

Siguió bajando, ahora lentamente, ya no se sentía cansado pero se hallaba intranquilo y junto a la garganta reseca, la nariz constipada y la ansiedad en las manos le acompañaban toses nerviosas; a veces daba zancadas salteando uno o dos escalones, otras, cuando se encontraba a cinco del descanso y ayudado por el pasamanos, se las saltaba todas; también intercalaba los lados, un piso se movía del extremo de la columna al de la pared, en otro, sólo una vez se le ocurrió ir por el centro, repentinamente corría a uno de los extremos a prenderse de las agarraderas a mitad de camino porque se sentía mareado o con el vértigo de quien se sabe cayendo mientras está tranquilamente en su cama. A causa de esto mantenía la mirada baja, esculcando las gradas como si tuviesen alturas disparejas, se las imaginaba a cada una con pendientes sutiles cuya inclinación interpolaba a cada escalón; por último, se pensó errado y sin pericia, como quién da tumbos y trastabilla al aprender a caminar, recuerdos espantosos trajeron a Cortázar a su trance y meditó sobre la importancia de completar los manuales de instrucciones. A veces escuchaba los tordos gorjear.

Siguió bajando.

Ahora su ritmo era sosegado y tedioso, B miraba sin ver y deslizaba sus manos por la agarradera a medida que declinaba la espiral. Cada piso contenía un pasadizo con un mirador (no repitió más la contemplación) donde avecindaban dos departamentos, entre piso y piso un rellano con un departamento más y luego la dualidad. La repetición hizo que B dominara sus miedos, pero no el ansia de escape y la progresiva sensación de bochorno; a medida que bajaba empezaba a sentir más calor, se lo adjudicó al trajín, quiso converse de ello. También se convenció de la imposibilidad de salida. Pensó en una escalera infinita y rechazó la idea por principiar desde la buhardilla. Desestimó a su vez otro infinito pero inferior (por prosaico) y al concebir un piso ‘n’ repitiéndose indefinidamente contrastó el cartel faltante; aún quedaba la posibilidad de una cantidad importante de pisos duplicados pero B masculló: «gusto insulso».

Recreó su nueva vida en el pasillo, se vio con traje y un cartelillo con el rótulo de “SEÑOR B” como los ascensoristas, viviendo entre casas sin ser bienvenido en ninguna. Se preocupó del sofoco, de la tos, de los declives, del ascensor, de su falta; «necesito mis pastillas ―dijo para nadie―. ¡Hay alguien aquí!» gritó medroso, golpeando con desenfreno una de las contrapuertas metálicas. No hubo respuesta. B se sentó en el granito y gimió un poco, luego durmió. Al despertar le dolía la garganta y estaba ronco. Perturbado por la monotonía siguió bajando a fuer de rutina, parecía acostumbrarse al calor luego de haber dormido pero siguió sorbiendo aire pesado, como el que desprende la humedad en la canícula. Exhalaba hacia ambas manos para refrescarse y notaba al vahar que su aliento estaba aún más caliente que el aire. Empezó a sentir sed. Cinco o seis (quizás siete) pisos más abajo reconoció la casa de J. Le recordó con desafecto, no eran amigos directos sino vinculados por A; vio la puerta cancel, el vestíbulo marmoleado y el umbral de la entrada. Quiso seguir bajando pero la epifanía de perder la casa para siempre lo detuvo. Sintió como se transfiguraba al darle la espalda y con temor mantuvo la vista.

Pasó un momento antes que B intentara penetrar con reserva; no hubo éxito, eso lo alivió sobremanera pero, desde esa distancia y muy dentro, escuchó pasos. La angustia lo consumió minutos que parecieron horas y en ese tiempo dilatado tuvo la siguiente prolepsis: «Hace una vida que no te vía», «¿cómo estás», «¿te va bien?», «¿qué fue de tu vida?»; para finalmente oír de J el «¿para qué has venido?» Y no habría habido manera de que B hubiese sabido que decirle.

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