El sacrificio de sus moradores la defendió del olvido

El sacrificio de sus moradores la defendió del olvido

22 de mayo de 1693

Villa de Betancuria (Fuerteventura)

El sol se dejó caer lentamente tras el horizonte, sonrojando por última vez las tímidas nubes. El pueblo quedó cubierto por un manto oscuro y el viento sintiéndose protagonista llenó el escenario. Con un sonido indeterminado dirigió las distintas voces, piedras, casas, arena… sincronizado con cada pisada de Ayoze.

Cuando Ayoze llegó a la casita, la miró, la vio iluminada tan solo por la luz tenue de una vela. Retiró sus lágrimas, se acercó a la fría ventana y por un momento el recuerdo del aroma del trigo recién molido alumbró ante sí sus mejores recuerdos de la abuela moliendo el trigo, preparando el gofio…

Mas sus fantasmas y sus sueños revoloteando alrededor de la llama empezaron a hablarle, dirigiendo sus pensamientos por parajes aún desconocidos que adivinaban su nueva vida. Por corto tiempo olvidó su realidad.

Sus hijos dormían en un camastro al fondo de la alcoba. Mifaya en avanzado estado de gestación se le acercó buscando respuestas. Cerca de los niños permanecía su abuela con mirada ausente: parecía cabalgar entre varios mundos.

–No –se dijo para sí–, ya no podía retrasar más lo inevitable.

Con una voz entrecortada explicó que en el pósito no quedaban más granos, que más de mil personas habían huido ya de la isla, que tenían que esperar en la playa a la llegada de los barcos, que no tenían otra salida.

La abuela sola en su oscuridad, en un tiempo infinito, ordenaba sus imágenes. Parecía comprender.

-¡Qué frío…! –decía–. Aquel barco…, aquella joven, presa entre tanta gente, sus vecinos, qué delgada estaba, su niñita pequeña entre sus brazos, recuerda haber dicho que nunca olvidaría, ¿qué tenía que recordar?

De pronto ya no conocía a nadie. ¿Dónde estaba? ¿Y el barco? Se puso a temblar. Sus ojos profundizaron en los de Ayoze. Eran ojos de confianza, de seguridad. Poco a poco se fue tranquilizando y entró en un sueño ligero.

Mifaya, con ojos vidriosos, se le acercó con una mantita vieja. No podían llevársela: primero fueron sus piernas, pero lo peor estaba por venir. Se fue perdiendo, compartía su vida entre este mundo y otras realidades, sus ausencias fueron cada vez más frecuentes.

–Acércate, niña. Deja que te vea y permanezcas siempre en mí.

–Abuela, ¿nos entiende? ¿Qué podemos hacer…?

–¡Ay, niña! ¡Ay, niña! – dijo con la cara iluminada–. No se preocupenpor mí, yo ya he tenido una vida, he vivido ya vuestro destino, no perdáis vuestro amor. La cajita del muro con algún tostón y un anillo de oro es para vosotros, es mi gratitud por vuestros cuidados.

–Abuela, la llevaremos en nuestros corazones –pronunció entre lágrimas.

Se acostó junto a ella.

Al despertar, sintió el cuerpo frío de la abuela. Se había ido.

Cogieron a sus niñitos de tres y cuatro años y anduvieron hasta el puerto. Los vecinos tirados en la playa parecían estar muertos. Tan solo las olas del mar.

El hambre había golpeado fuerte. Otra vez.

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