La compartían. Marcelo y Eduardo la compartían. Les gustaba visitarla en el escondite en que la tenían. Primero la tomaba Marcelo, la descubría para mirarla toda, y la acariciaba mientras Eduardo la miraba.

.-Basta ya!,- dijo Eduardo.

Marcelo la dejó. -Eduardo la tomó.

Ella no hablaba. Tenia un defecto al hablar. Tartamudeaba.

Un dia decidieron llevarla de paseo, fueron hasta el escondite, la pusieron en el asiento de atrás del coche y fueron a ver al prestamista al que le debían dinero. Deudas de juego. Caballo perdedor.

Marcial, asi se llamaba el usurero, los había amenazado, contaba con varios ex boxeadores que le hacían de cobradores. Esos eran los documentos. Los golpes ya los habían recibido, pero no podían pagar ni aunque quisieran. Fue entonces que pensaron en llevarla, hablar con el acreedor, y si sus palabras no bastaban, entonces la mostrarían a ella, con la esperanza de que pudiera convencerlo de que les dieran mas tiempo.

Fueron conduciendo en silencio por la autopista del sur, llegaron al desvío y ahí bajaron. Hicieron unas cuadras respetando la velocidad máxima permitida, hasta que llegaron a la casa de Marcial.

Llamaron a la puerta y los atendió uno de sus secretarios, un musculoso de mediana edad con cara de subnormal. Lo hizo pasar.

Una vez dentro, detrás de un gran escritorio Marcial esperaba. Se sentaron y pidieron la prórroga. El primer cachetazo sonó seco en la nuca de Marcelo. Eduardo hizo silencio. Pensó en ella. Pidió permiso para salir a buscar algo al coche, Marcelo quedó en garantía. Se lo permitieron.

Abrió la puerta de atrás, la tomó y la bajó. Sabía que pese a su problema de dicción, esta vez hablaría.

Eduardo no volvía. Uno de los guardaespaldas de Marcial salió a la puerta y lo vio recostado en el coche. Se negaba a entrar.

-Solo hablaré con Marcial,- dijo

-Tenemos a Marcelo, entra ya,- advirtió el culata

-Marcelo me importa una mierda, puedo largarme y dejar que hagan con el lo que quieran. Solo es mi socio, no mi amigo.

El empleado entró, habló con su jefe, y Marcial salió junto a dos de sus guardaespaldas. Adentro solo quedaba Marcelo atado a una silla.

Eduardo los vió salir, y cuando estuvieron a diez metros Ella comenzó a hablar, tartamudeando, y sin dar lugar a réplica alguna, como efecto de sus palabras, cayeron muertos los tres.

Tartamudear estaba en la naturaleza de todas las ametralladoras.

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