Antonia todos los días veía desde su ventana el limonero que estaba en el patio de su casa, había estado allí incluso desde mucho antes que ella llegara a este mundo.

Su casa había sido de su abuela; no, más bien de sus bisabuelos y que había pasado a su abuela, luego a su padre y así.

Ella quería mucho al limonero, siempre había estado allí, era casi como si fuera un familiar 

La casa era una casa antigua, adornada con accesorios y recuerdos de épocas anteriores. Fotos viejas, en colores sepia de personas que ni ella reconocía; muebles de décadas pasadas como si el tiempo se hubiese detenido en ese lugar.

Miraba siempre desde su ventana el jardín, aquel jardín lúgubre que le fue heredado, siempre pensaba en aquellos que estaban afuera.

A veces durante las noches tenía extrañas pesadillas, que la envolvían en una extraña visión febril de agujas y doctores, pero al despertar siempre estaba allí en su cama, en aquella casa antigua.

Antonia pasaba sus días ordenando, dibujando o escribiendo; recordando aquellos días lejanos en qué algo había sucedido, algo que le era lejano; que no lograba recordar con claridad pero sabía que había hecho un cambio en ella.

Las pesadillas constantes volvieron, está vez eran más vívidas que nunca, y entonces lo supo.

Vio entre su estado febril y lo oyó todo, meses antes había ocurrido una tragedia, su mundo sucumbió.

Antonia yacía en su cama delirante a causa de la fiebre, un fuerte dolor en el pecho y la voz lejana de un doctor quien anunciaba lo peor, la voz entrecortada de un familiar que lloraba.

Podía ver como el médico nerviosamente se esforzaba por mantenerla consciente, y la llamaba desde la distancia, mientras los jadeos se volvían más fuertes y constantes.

Había ocurrido una tragedia, decía alguien a lo lejos, cada vez son más y nadie se salva. Quizás debamos despedirla, ya es tiempo. Dejémosla ir.

Nunca había entendido estas palabras hasta ahora, y entonces despertó; estaba nuevamente en su habitación ya era de día y el limonero como cada mañana seguía allí.

Recorrió su cuerpo una profunda tristeza seguida de una oleada tibia de alivio y seguridad al volver a mirar al limonero, pero entonces ahora ya estaba convencida.

Jamás saldría de esa casa, ese era su alivio y su condena.

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