Todos estamos hechos de historias. Nacemos como un folio en blanco y la memoria de los años vividos llena las páginas del libro de nuestra vida. Cuando son muchos los capítulos escritos el ejemplar pasa a tener un valor incalculable, para aquellos que, como yo, saben apreciar el valor de la experiencia.

A veces pienso, que en este mundo nada es casual, todo tiene un porqué, un sentido y eso se lo debo a ella, que sin que nadie lo supiera fue mi guía, mi referente. Esa estrella que sigues con la mirada porque la luz que irradia te hace sentir plena.

No recuerdo cuando fue nuestro primer encuentro, pero sí que a ese le siguieron muchos más en los que manteníamos largas conversaciones.

Ahora en la distancia, los hoyuelos de sus risueñas mejillas me confirman que podía leer en mi joven rostro y que poco o nada podía escapar a esos ojitos vivarachos, que habían conseguido mantener un brillo intenso, desafiando a los malos tiempos que por desgracia le habían tocado en suerte.

No me habló de la guerra, sí de su primer gran amor. Ella para no olvidarlo, para que lo recordara yo. No profundizó en sus penas, sí en cómo las superó. Siempre caminando hacia adelante, manteniendo su dignidad intacta, con fuerza para luchar por lo que se podía cambiar, con resignación para aceptar lo inevitable.

Sus historias, me hicieron en parte, ser lo que hoy soy. Me brindaron la oportunidad de conocerla y conocerme. Gracias a esos cuentos infantiles, que aún resuenan en mi mente, poco a poco y sin que me diese cuenta fui construyendo los cimientos de un mundo interior complejo, que ella me ayudó a asimilar como algo natural, que debía apreciar en su justa medida.

Como si de un juego más se tratase, sus historias fueron uniendo las piezas de un puzle, que fue encajando paso a paso, día a día. Formando un todo que hubiese quedado en el olvido si ella, no se hubiese encargado de hacerme parte de él, para que, a través de mí, las generaciones futuras siguieran bien sujetas a la tierra madre que nos fortalece.

Muchos años atrás, una de tantas aquellas noches, en las que hundíamos los pies en nuestras raíces, decidió que debía conocer a una parte de la familia, que precisamente por no haber tenido descendencia corrían peligro de caer en el olvido.

— Todos merecemos ser recordados por alguien, decía.

Y así, como si leyese un libro imaginario, con una voz firme, pero en un tono suave y envolvente comenzó uno más de sus relatos, que yo tanto disfrutaba y que en vez de propiciar en mí el sueño que el cuerpo necesita para el descanso, tenían muy a su pesar el efecto contrario. Siempre quería saber más y luchaba con todas mis fuerzas por mantener la atención, hasta que rendida caía en los brazos de Morfeo.

Aún hoy resuena en mi memoria su voz…

“Llovía pesadamente sobre las viejas tejas de aquel caserón. Cuantas gotas habrían resbalado por él, es algo que ni siquiera los mayores de la zona podrían asegurar con certeza. Era triste la tarde, pero a la vez contemplar la escena resultaba casi como mirar un crisma antiguo. Altiva, distante y casi fría la silueta de la mansión se dibujaba tras los cristales de los coches que transitaban por el lugar. Tal vez nadie reparaba en ella o quizás pasaba inadvertida porque siempre había estado allí. ¿Por qué permanecía en medio de nuevas construcciones, en un tiempo que no era el suyo, en un lugar que ya no parecía el adecuado?

Sólo la Iglesia frente a ella, convertida en cómplice de su soledad, podría recordar otros tiempos, otras gentes, otras vidas.


Esta casa ahora deshabitada, pertenecía a mi familia, que como todas con el tiempo van desplegándose y creando sus propios hogares.

En ella solo residieron hasta su vejez dos hermanos, Pedro e Isabel, que prefirieron o tal vez fue ese su destino permanecer allí.

Rememoro con detalle aquellas visitas que durante años hicimos al pueblo en Feria, Semana Santa y Navidad.

En un coche cargado hasta la baca, familia numerosa y equipaje incluido, contábamos los minutos de ese trayecto que, en esos momentos, nos parecía una eternidad, difícil de soportar. A veces cantábamos las canciones de los payasos de la tele, otras íbamos acertando el significado de las señales de tráfico o jugando a las adivinanzas y a mitad del camino, cuando el aire cambiaba de temperatura y olía a tabaco colgado en los secaderos, ya sabíamos que estábamos un poco más cerca de poder abrazar a los primos, los tíos, que tanto echábamos de menos.

Esa casa, a la entrada del pueblo parecía sonreír al vernos llegar. Ahora en la distancia sé que el sentimiento era mutuo, era una de nuestras señas de identidad, el origen de todo.

Recuerdo paseos por la carretera del brazo de un orgulloso tío Pedro, que no escatimaba en explicaciones sobre quién era yo, a los vecinos que curiosos preguntaban al vernos pasar

­­–Nieta de mi Antonia hija de mi Juanito, el que se fue a Málaga a trabajar.

Él era alto, de ojos claros y guapo, para qué lo vamos a negar. Igual que la calvicie todos esos son rasgos, que se han mantenido en la genética familiar.

Cuentan las malas lenguas, que le gustaba beber algo más que el agua de la fuente y que la última trastada que le hizo a su prometida, fue jugarse el traje de boda en una partida de cartas.

Y sí, debió ser lo último que le perdonó, porque nunca llegaron a casarse. Al menos él, nunca se casó y la chica en cuestión desapareció de la historia de su vida.

La tía Isabel, casi ciega, usaba unas peculiares gafas de pasta oscura, con unos cristales de aumento, que hacían que sus ojos parecieran enormes, en comparación con su delgadito cuerpo. En el frío invierno cubría sus hombros con una toquilla de punto oscura. Era una viejecita encantadora, que sentada en su mesa de camilla siempre sabía, aunque no saliese de casa, por el toque de las campanas de su vecina Iglesia si había boda o sonaban a difunto. Sus vecinas ya le informaban de los nombres de quién esos toques hacían eco.

— ¡pobrecito tan bueno como era!

—¡Cómo pasa el tiempo! ¿ya se casa esa niña?

Era su vida, siempre lo fue. Nadie sabrá nunca lo que a esta mujer le costaría dejar su casa, cuando fallecido ya su hermano e impedida como estaba, hubo de abandonarla y marchar a un lugar donde pudieran cuidarla. Dejando atrás tantas risas infantiles, alegrías y felicidad, antes que la vejez y la muerte sembraran sus tristezas. Cuánto sentimiento habrá en cada uno de los bloques de barro que la conforman, cuántas historias de amor o lágrimas, cuánto que permanece allí oculto a los ojos de los paseantes. Esa casa y solo ella, conoce la realidad de la historia de las personas que la habitaron.


—Sabes peque, porque ya lo hemos comentado en varias ocasiones, que yo estoy aquí gracias a un don especial, que solemos heredar sobre todo las féminas de la familia. Somos un poco, como podría decirlo, para que me entiendas, un poco diferentes. No podemos ni queremos evitarlo, aunque tampoco es necesario ir dando ningún tipo de explicación al respecto.

—sí abuela, ya sabes que te guardo el secreto, pero sigue contándome un poco más, hasta que me entre sueño.

—Vale, mi vida …

Pasado el tiempo alguien me comentó que la vieja casa había sido derribada por los nuevos dueños, pero cuando volví a visitarla no eché nada en falta. Sí, seguía allí, al menos su imagen, sin embargo, ahora eran bloques nuevos los que conformaban su armazón, sólo respetaron la fachada. Hubieron de dejar su apariencia antigua, su corrido balcón, que dio mote a nuestra familia “los de debajo del balcón”, “los balconeros”, lo demás fue al traste como todas las viejas historias que atesoraron sus muros. Al menos, para quien nada sepa seguirá allí. ¡Pobre Iglesia! la dejaron sin compañera.

—abuela cuéntame un poco más porfa

—Es tarde princesa

—hasta que llegue papá a darme el beso de buenas noches

—no sé cómo lo haces, pero no puedo negarte nada si me miras con esos ojos, Fátima. Nunca le conté a tu padre por qué me gustaba tanto ese nombre. No lo hubiese entendido.

—yo seguro que sí abu

Pues bien, allá va. Hace años ya, soñé con una pequeña de cabellos dorados y ojos claros, que me visitaba en las noches mientras dormía y me pedía que le contase de mi vida. Era tan parecida a mí. Al principio pensé que podía ser la niña que por cosas del destino no llegué a tener, pero luego me di cuenta, que era real. Aunque no pudiese tocarla, existía en una realidad paralela. Por eso antes de que tú nacieras, yo ya sabía que serías una preciosa niña y que, persiguiendo mi destino, no te conocería.

—pero sí me conoces abuela

—Sí alma mía.

—Fati ¿aún despierta?

—Papi, cuéntame cómo era la abuela

—debes descansar princesa, que es tarde y mañana hay cole

—porfa papi, un poquito nada más, hasta que me duerma.

—La abuela era preciosa. Tú te pareces mucho a ella. Tenía mucha imaginación y le gustaba escribir historias, incluso llegó a publicar algunas de ellas. Cuando seas un poco mayor, te dejaré que las leas. Te pusimos el nombre de uno de los personajes de sus cuentos, hablaba tanto de ella. Nos la describía de pies a cabeza. Cómo era, cómo sonreía y no fue difícil decidir tu nombre, el día que la ecografía reveló que serías una niña. Tenías cara de Fátima ya desde la barriga y además, no había mejor homenaje póstumo, que pudiésemos hacer a la abu, que recordarla a través de ti todos los días. Cariño has heredado su belleza interior y exterior, su entusiasmo, su energía positiva. Serás una gran mujer. Además, estoy seguro de que eres tan especial como lo fue ella, no me cabe la menor duda. Y ahora apaga la luz y a dormir que es tarde nena.

Y como todas las noches tras esa puerta cerrada, se escuchaba entre risas, silencios y bostezos infantiles una pegadiza canción tarareada…

Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como veía que no se caía fueron a llamar a otro elefante. Dos elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña como veían que no se caían fueron a llamar a otro elefante. Tres elefantes…

La misma que hoy acompaña el duermevela de mi ¿futura nieta?

Espero que esta vez sí “el hilo rojo” cumpla su función y volvamos a encontrarnos como prometimos, en el andén de aquel tren, ese día.

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