Se disponía a salir ya de la tienda cuando por el rabillo del ojo vio algo que llamó poderosamente su atención.

Sobre la estantería de madera clara que había junto a la salida se encontró con aquella misma botellita que tantas veces había visto en el tocador de sus padres.

Sin previo aviso, todas esas emociones y sentimientos largo tiempo reprimidos se agolparon en su pecho, inundándolo todo y sumiéndolo en una agridulce melancolía.

Cogió el frasco con sumo cuidado, como si apenas un roce pudiera hacerlo desaparecer y, en un gesto inconsciente, se lo acercó a la nariz. La botella estaba cerrada, pero aun así pudo percibir el dulce aroma del agua florida, un aroma que no emanaba del frasco, sino de algún recóndito recoveco de su mente.

Y como solo los olores saben hacer, aquello le transportó a su ya lejana infancia. Y de repente era un niño jugando a los pies del sillón de su padre, y fue entonces cuando recordó que su padre siempre había olido a agua florida, y los ojos se le llenaron de lágrimas por aquellos años ya pasados, y por aquel padre ahora ausente.

Conmovido hasta lo más profundo de su alma, dejó el frasco donde lo había encontrado, y lo hizo con la misma delicadeza con que lo había cogido. Se despidió de la dependienta, que embriagada por la ternura de aquel fugaz momento no había podido apartar la vista de él, y se marchó.

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