Los sin Huella

Despertó de su duermevela al golpearse ligeramente contra el cristal del tren. Cuando abrió los ojos, lo vio todo blanco. Sólo el color rojo del tren se distinguía entre la nieve y la neblina. Llevaba más de tres horas en el tren y el traqueteo y la calefacción lo habían llevado a un estado de sopor severo.

La revisora entró al vagón. Seria, con ojos inquisitivos, en busca de anomalías entre los pasajeros. Sacó su máquina registradora de su bolsa y la fue acercando a la cabeza de cada uno de los pasajeros.

– Bip!, bip!

Fue escaneando a todos y cada uno de los pasajeros. Hasta que llegó a la altura de él. La miró con los ojos abiertos, intentando no esquivar su mirada. La revisora acercó la máquina a su sien, pero no pitó. Las pupilas de ella se achicaron. Desconcertada, se acercó su reloj a la boca y gritó;

– ¡Código cinco!¡Tenemos un indocumentado!

El chico se levantó de su asiento de un salto, golpea en la mano a la mujer tirando al suelo el aparato y a la propia revisora, e intenta escapar. Forcejean por unos segundos, hasta que logra zafarse de ella echando a correr a la otra puerta del vagón. Los pasajeros miran atemorizados desde sus asientos, nadie dice nada, nadie hace nada. Unas voces broncas se escucharon desde el vagón contiguo.

¡Lo tenemos!, ¡rodead el vagón!

Entraron dando una patada a la puerta apuntando con su fusil a los pasajeros de ambos lados del vagón.

– ¡Allí! ¡Se fue por allí! Exclamó la revisora todavía tendida en el suelo, con los ojos desorbitados.

Para cuando los guardias de seguridad llegaron a la otra punta del vagón, el chico ya no estaba allí, había saltado del tren en marcha. Todavía pudieron alcanzar a verlo rodar ladera abajo en medio de la tormenta de nieve.

El ruido del tren fue bajando en intensidad hasta quedar en un lejano murmullo que dio paso a un estremecedor silencio entre la ventisca de la tormenta. El chico yacía en el suelo, boca abajo, respirando a ritmo sincopado, excitado por lo que acababa de ocurrir.

Daniel, unas semanas antes, había conseguido quitarse el chip de su cabeza con la ayuda de su antiguos amigos de la universidad, Ximo y Azu. Ximo era cirujano y Azu neuróloga. Entre los dos llevaron a cabo la petición de Daniel, quitarle el chip de identificación que ponían al nacer a todo el mundo. Un pequeño ordenador con el disco duro de todas y cada una de tus acciones. Tu historial médico, tus estudios, tu árbol genealógico. Todos tus trabajos, todos tus errores o faltas, correspondientemente enmendadas cuando el gobierno te imponía un justo castigo. Tu vida amorosa, tus amigos, tus compras, tus viajes, todos los que hiciste y los que planeas hacer al buscar en Google posibles destinos. Y lo más deshumanizante de todo, tu categoría como ciudadano. Daniel estaba catalogado en el tipo tres. Sus amigos en el tipo 2. Hasta que decidió salir del sistema, de la rueda de hámster y probar a ir en busca de una leyenda urbana. Los sin huella. Los hombres que decidieron hacer lo mismo y huir al norte, en algún punto recóndito de la estepa siberiana.

Los ojos de Daniel volvieron a abrirse, atisbando unas figuras corpulentas entre la nieve. Quizás eran los guardias que dieron con él, quizás Ximo y Azu no quitaron todos los chips de la cabeza de su amigo Daniel. Quizás era el momento de entregarse.

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