No conocí a mi abuelo más que por la foto del salón y las pocas historias que de él contaba mi padre. Él es el protagonista de un fragmento de este relato. Volverá en cuanto arranque a contar lo del guarda, Franco y los salmones.
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A día de hoy la gente se contenta con ir a pescar esas truchas asalmonadas medio tontas que se siembran como tomates en los estanques. Tienen buen gusto si el unto es de casa y la fritura de experto, pero no es lo mismo. La gracia estaba en aquellos salmones pescados con el arte de mi abuelo y preparados en la «Tasca da Mucha»; aunque la gracia de verdad, si lo pienso, está en el hecho de que yo no recuerde haber comido un salmón de río gallego en mi vida y sin embargo, esté dispuesto a jurar haber dicho una pequeña verdad. Y es que mi padre lo repetía con tanta pasión en las raras ocasiones en las que se servían unas truchas en casa que acabé por preferir las xoubas, convencido como estaba de que aquellos pescados fritos con primor por mi madre no eran más que comida.
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El abuelo Donato era guarda en Caldas de Reis, vigilante y cuidador de los ríos Umia y Barosa. Lo supe por mi padre a la edad en la que uno pregunta por su otro abuelo, cuando aprende a echar las cuentas básicas. Mi abuela Angelines, que toda la vida vivió en casa, se refería a él como “el finado de tu abuelo” en un recordatorio perpetuo que en Galicia no es de mal gusto: finado suena mucho mejor que muerto y, vestidos de bellas palabras, es más fácil dejarlos andar por casa. Ella era imprecisa, con el entendimiento nublado de cuando falla el caudal. Pocas cosas me contaba de mi abuelo más allá de ilusiones, como la vez que observó que de los bajos de mi pantalón asomaba lo convexo y previó que iba a llegar a ser tan alto como él. Por las fotos sé que a mi abuelo le saco la cabeza desde los dieciséis, pero Angelines, hasta el final de sus días, se reafirmó en aquel «eres casi tan alto como el finado de tu abuelo» que entre nosotros parecía un saludo de gentes que no tienen tanto en común.
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Al vivir en una llanura de inundación, los caldenses saben bien que aunque les hayan construido una presa y mejorado el cauce del Umia, volverán a rebosar cuando venga otro invierno de lluvia. Su geología de jabre paposo, siempre saturado, lo predice aún en los días de más sol, que allí son muchos y pega duro. Ellos lo sobrellevan con naturalidad hasta que llegan las aguas, que de sobra las ven venir. Detrás de ellas vienen las cámaras de las noticias como imán de pranteiras huérfanas de velorios y cierran el círculo de su historia una vez más. Hacen una nueva marca en su particular calendario y reanudan conversaciones que se habían quedado frías sobre las desgracias del 2006, o si fue peor en el 2001, o antes de la presa en 1994. Allí nos paramos a descansar el día que mi padre nos dio por primera vez un recuerdo y no instrucciones.
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Llegamos cruzando en coche por el Puente de Rande, que es un atajo de cuatro carriles que tomamos los de Vigo si la vida nos lleva al Norte. Se estrenó con una carrera infantil en la que muchos del colegio participamos unos meses antes de que se abriera al tráfico. Cuanto más tiempo pasa, más grato se me hace rememorar que yo, por ahí, corrí como un ratoncillo hasta la meta con mi dorsal. Entiéndase, es tramo de autopista, los paseos a pie están vedados desde aquella fiesta inaugural. Hacer hoy el trayecto andando sería sueño de lunático. Vale que algún taimado lo ha recorrido desde entonces, pero siempre con el mal plan de lanzarse a probar el agua de la ría y la muerte de paso. Aquí todos sabemos que está muy fría y que la prudencia recomienda entrar de a poco en ella, atemperándose. Bañarse en el Atlántico le hace a uno consciente desde bien pequeño de que en el cuerpo hay partes calientes. Debe observarse especial atención a éstas si se quiere disfrutar del chapuzón.
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La idea del viaje era cruzar el puente en coche por primera vez; ir de excursión a Santiago de Compostela sólo era la excusa. Peregrinar era cosa de beatos por aquel entonces. A Santiago, simplemente se iba. La autopista, que ahora es continua y de oro hasta Coruña, terminaba por aquel entonces en Pontevedra. Sabías que habías llegado por el olor, que era mucho peor que ahora. Eso es lo que les digo a los que son nuevos en el camino cuando descubren en sus narices los vapores de la fábrica de pasta de celulosa. Era peor, triste consuelo. Y es que los salmones no están ahora en los ríos no porque los pescaran a todos gente como mi abuelo. No volvieron por sentirse mal recibidos al volver de Suiza, Venezuela o a donde fuera que emigraban ellos.
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Tomamos la nacional y acercándonos a Barro vi lo más alucinante de todo el camino. Apoyado sobre una panza de hormigón un avión estaba en medio de la nada a pie de carretera. Era un avión gordo, casi una nave espacial. De aquel viaje no recuerdo la impresión que me causó la catedral de Santiago o el mayor puente atirantado del mundo en aquel momento, recuerdo la nave. Mi padre redujo al mínimo y mis hermanas y yo pedíamos parar a gritos. Una fiesta. Era el primer avión que veía y era un bar, todo a la vez. El juguete más grande del mundo. Pero mi padre se negó y la emoción pasó a contenida porque no es no. Durante mucho tiempo tuve ensoñaciones con aquella maravilla que allí sigue, hoy por hoy oxidado y abandonado. Años después aprendí a distinguir los establecimientos que, en medio de ninguna parte, tienen un gran aparcamiento y un motel al lado. Tardé tiempo en imaginarme a las putas que vuelan y entender que a los sueños, siempre habrá quien le ponga un precio.
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En el centro de Caldas mi padre sí que detuvo el coche. «Ahí nací» nos dijo señalando una vieja casa a la entrada del pueblo un par de minutos antes de estacionar en el centro de la villa. Yo miraba hacia el lugar con el cuello girado cuando mi hermana Luisa dijo algo como que aquel era un sanatorio muy feo. Pilar repuso que era pequeño, que sería la casa del doctor. Marta, que tendría doce o trece años de aquella, supuso que, por alguna urgencia, no habían tenido tiempo de ir al hospital y papá había nacido en casa de sus padres. Sin esperar por una teoría que yo no tenía, mi padre aclaró que era la casa de sus abuelos y que allí nació porque allí estaba nuestra abuela Angelines esperando a dar a luz. Llegado el momento, avisaron a la parteira para asistirla y que así hacía todo el mundo. Sentí miedo. Cuando nació Julián yo era muy pequeño. Mis tías Cuca y Marina nos recogieron a los seis que ya éramos y fuimos andando hasta el hospital. Desde una esquina de la calle Pizarro señalaron a un piso muy alto del edificio más alto de Vigo, me cogieron en el colo y extendieron sus brazos ante mis ojos para que supiera hacia dónde mirar. Al fin reconocí a mi padre en la ventana con mi nuevo hermano en brazos. Saludamos agitando nuestras manos y mi padre alzó al bebé en un “mirad, mirad” que interpreté mal. Pregunté si se iban a caer por la ventana y se rieron de mí, y es que tuve miedo a las alturas hasta los veinte. Ese es mi único recuerdo de ser el hijo pequeño, dejar de serlo. Mi madre no volvió aquel día a casa. Estaba bien, pero tenía que descansar y allí la cuidaban. Los hospitales eran sitios importantes si en ellos cuidaban de mamá y no al revés. Por eso sentí miedo mirando por la luna trasera del 124 la triste casa de mis bisabuelos. Mi abuela no fue a ningún sitio especial a que la atendieran. Se quedó. Hasta entonces había creído que mi padre había sido como yo, y que yo, de mayor, sería como él.
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Atravesar la taberna “O Muíño” era embriagarse con los vapores de vino tinto de la casa derramado, un olor avinagrado que no conocía y me dio asco. Nuestro padre nos condujo rápidamente a la terraza exterior que daba a la parte baja de un salto de agua en el Umia. Era lo que quería que viéramos. Yo no había estado en muchos bares y sin duda, éste era el más cutre de entre todos ellos: tenía barriles por mesas y cáscaras de manís y serrín humedecido por piso. Al cruzarlo y salir nos encontramos ante un paraje natural (¡en medio de la pequeña ciudad!) de una belleza que me extrañó. ¿Cómo era posible que esos dos lugares fueran el mismo? El señor arrugado que nos trajo apresadas por el cuello unas Fantas para nosotros y unas Coca-Colas para mis padres, nos preguntó si queríamos vasos. Mis padres, sí; nosotros aprovechamos la excusa para beber a morro. Al volver con tubos y cacahuetes le dijo a papá «ti es o fillo do Donato». Él asintió, y el hombre continuó con un «andas por Vigo» que papá le concedió con renovado gesto de la cabeza. «Que as rapazas poñan coidado de non esvarar nas pedras; saberán nadar, pero o río vai forte e de caeren, terías que recollelas en Meis». «Namentres só caia un deles seghimos camiño, teño tres máis de reposto na casa» respondió mi padre al hombre. No sabía que falara galego; de que no podíamos hacer el cafre no nos hacía falta recordatorio. «¿Túa nai ben?» dijo el señor tomando el camino de vuelta hacia la barra. «Ben» se despidió papá.
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Sorbíamos nuestros refrescos merodeando por el lugar mientras mis padres se fumaban un Ducados. Era media tarde, no había otros clientes. Lo recuerdo atendiendo a la cascada.
— ¿Os cuento una historia sobre mi padre?
Corrimos a sentarnos alrededor de la mesa de piedra. Pilar, siempre más tocona, en el regazo de papá.
—El abuelo Donato era guarda aquí, en Caldas de Reis, vigilante y cuidador de los ríos Umia y Barosa. Consiguió el puesto de joven, pues el viejo Don Anselmo, aburrido de tener que perseguir a aquel hombre que no tenía ni unos reales de más para la licencia, lo propuso para su puesto después de verle atrapar un salmón de seis kilos que lo llevó, en un combate que duró dos horas en estas mismas aguas, desde la Fervenza de Segade hasta el Puente de Arnelas y, una vez ahí, derechito al calabozo del Ayuntamiento. Él decía que la fiebre que estuvo a punto de matarle le entró al cuarto día de sombra, que el agua no había sido. También decía que Don Anselmo no era mala persona por haberle castigado. Que le explicó el primer día de encierro que aquella era la lección que le faltaba por aprender, pues si no dudaba de su conocimiento del río, la pesca y todas las leyes que regían en estos asuntos, le faltaban por comprender las de los hombres y sus consecuencias. Gracias a la estabilidad de un empleo que sabía que sería para toda la vida pudo, por fin, casarse con vuestra abuela.
»A los doce años había entrado de aprendiz en el aserradero, donde seguía haciendo labores de ayudante a los veinticuatro. Vuestro abuelo odiaba aquel trabajo. Decía que se quedaría primero sordo y luego manco entre motores, sierras y cuchillas y, ¿cómo pescaría siendo un tullido? Cada día allí era una continuación de la guerra para él.
»Le había enseñado el arte de pescar su propio abuelo Renato. Con ocho años, una mañana de abril se lo pidió a su madre e hizo que lo acompañara a la Poza da Pena. «Pescando non se fala» le dio por toda instrucción. Le ayudó a poner la carnada en el anzuelo de una pequeña caña y echaron el día. Contaba de su primera vez que no consiguió ni una sola pieza y volvía abatido a casa. Cuando les preguntaron que qué tal había ido, su abuelo dijo «Hai pescador. O neno sabe estarse calado, o resto xa llo aprenderéi».
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Mi madre exhaló el último humo apagando el pitillo. Lo que ella recordó es que sería buena idea seguir con el plan si no queríamos llegar muy tarde de vuelta a casa. «En el coche les cuentas lo de Franco» concluyó. Al irnos y pretender pagar las consumiciones, mi padre no fue quién. El hombre arrugado no quiso su dinero. Apoyada sobre la barra había una caja acristalada en su parte superior que hoy compararía con una cava de puros. Mi madre nos inquirió a que dejásemos hablar a papá con aquel señor y fuimos con ella hacía el coche. No tardó en aparecer con aquel misterio en sus brazos. Nuestras preguntas volaron y asomados al maletero aprendimos lo que eran las moscas secas. Quizás en el resto del viaje volví a mirar por la ventanilla en algún momento. De lo que vi, no me acuerdo de nada.
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Marta le dio una palmada en la rodilla a Pilar para que se callase. A mí, me lanzó una mirada más fuerte que la palmada por si acaso se me ocurría abrir la boca, y es que Pilar parloteaba sobre ir a pescar y utilizar aquellos “bichos de mentira” mientras agarraba de las manos a Luisa, que le reía las ocurrencias con esa complicidad que siempre han tenido. Las palabras playa, tiburón y cuchillo sonaron con su voz antes de que volviese entre nosotros desde allá adonde se hubiese ido. Papá atendía a la carretera. Parecía menos serio cuando mamá también posó la mano en su rodilla y le miró. Él apoyó la suya sobre la de ella durante un momento largo antes de devolverla al volante.
—Franco es el señor que sale en las monedas. Mandó durante mucho tiempo en España —dijo mi madre volviéndose hacia el asiento trasero.
»Era muy aficionado a la pesca con mosca y en el verano del 59 quiso probar en el Umia después de que en el Eume un guarda le ofreciera una de sus ninfas un día que estaba resultando aciago. Cuando al acabar la jornada con tres salmones de buen tamaño en el cesto preguntó dónde la había comprado, aquel hombre le hizo saber que en Caldas se encontraba como guarda Donato, el nieto de Renato, el discípulo de El Escocés, el más famoso de los ingleses que introdujeron ese arte en Galicia. A él le había encargado su juego de cebos.
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Cualquiera de mis hermanas que te contara esta historia, repetiría sin mucha diferencia la versión de mamá de aquel día. A Julián se la relaté yo mismo por la noche, con las luces apagadas. Una versión festiva que acaba con una noticia de Franco en el periódico del día siguiente con el titular “El Terror de los Salmones”, y una foto con las trece piezas cobradas, dos de ellas de más de nueve kilos.
Nuestra letra pequeña, que en la familia es la grande, incluye que mi abuelo vedó la pesca con muerte las dos semanas anteriores para asegurar la abundancia y que con sólo pedirlo, hasta los furtivos cumplieron con la palabra que le habían dado. De los caminos hubo que hacer pista y de la pista carretera para el acceso de la comitiva al lugar de freza escogido, un sitio en el que normalmente estaba prohibida la pesca por tratarse de un tramo en el que los salmones reposaban en espera de la crecida necesaria para su remonte. Se encargó –con mucho dolor– de la construcción del muelle de hormigón solicitado que permitiría a Franco adentrarse hasta tres metros en el agua y permanecer seco sin milagros de por medio. Así dispondría del espacio suficiente para que las ramas de los salgueiros no osaran interferir en sus asuntos nacionales de pesca al hacer volar la línea. El día de autos también se ocupó de sacar del cauce cualquier salmón o trucha rebelde que atrapado por la boca tardara más de tres minutos en rendirse. Y es que Franco, como hombre mayor, no estaba en posesión de fuerzas pretéritas y además, como oficial al mando, estaba acostumbrado a que los soldados pelearan sus batallas.
Con todo, la jornada estaba resultando gloriosa. Acercándose la hora de la retirada y sintiéndose afortunado, Franco intentó envíar la mosca muy cerca de la otra orilla. Había unos doce metros (distancia considerable) desde su plataforma hasta la zona elegida, un remanso apetecible pero demasiado próximo al arranque de una bóveda de ameneiros sobre el río. El lanzamiento fue y una bala plateada emergió rompiendo el cristal, dejando ver su cuerpo completo al atrapar una Adams que ni siquiera había hecho apoyo aún sobre el agua. Al sentirse prendido, el salmón no tardó en nadar hacia las sombras y provocar así el enganchón de la línea en unas ramas bajas. El abuelo Donato, atento, se ofreció inmediatamente con un «Yo se lo traigo, señor». Armado con un ganapán atravesó el río, encestó el pez, quebró la rama para desenredar el embrollo y regresó al engendro gris. Sólo restaba hacer las fotos.
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Esta semana que han podido estar con su abuela María, Renato y Marga han escuchado la misma historia mientras admiraban el cajón de las moscas que ahora ella conserva.
Verlos tan atentos e ilusionados me ha hecho rememorar, una vez más, mis propios recuerdos de aquel viaje. Reconozco que, al escribirte, me ha costado separar lo que pasó de lo que quizá aprendí luego. He recorrido el trayecto cientos de veces desde entonces. Lo más difícil ha sido callar los datos que con el tiempo obtuve y así respetar la versión familiar.
Llevando la historia hacia atrás podría haberme extendido con El Escocés y sus prospecciones geológicas condenadas al fracaso voluntario; o con Renato, mi tatarabuelo, sus cinco hermanas, su mujer francesa que vestía pantalones y sus cinco hijas emigrantes. Estas historias las conoces, como también, en mayor o menor medida, las saben mis hermanos. Disfrutaría relatándolas, pero me temo que han sido bellamente maquilladas con la pátina del tiempo. Trataré de aportar algo nuevo, algo que entre nosotros creo que sólo yo sé y completar así la historia de mi abuelo Donato.
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Ante el santo de los croques de la Catedral de Santiago cumplimos con el ritual de los estudiantes que nos explicó papá. Posar la mano sobre la huella en el pilar y rodearlo para darle un croque/cabezazo a la que, en realidad, es la autoescultura del Maestro Mateo, constructor del Pórtico de la Gloria pero de santo, nada. La tradición dice que el sumarse a la costumbre ayuda con los estudios. Marta lo hizo muy correctamente, dándonos ejemplo. Pilar, que había suspendido cuatro para septiembre, le dio cuatro cabezazos a cada cual más fuerte tratando de garantizar resultados en una demostración de que, por compromiso con el milagro, por su parte no iba a quedar. Una señora muy vestida, al verla, dejó caer un «paganos» que Luisa escuchó alto y claro. Entendiendo que el falso santo también se hacía cargo de asuntos pecuniarios, ella se apresuró a dar cabezadas continuas como si de un cuco a las doce se tratase repitiendo «páganos» a cada golpe. Mi madre tuvo que sacarla de allí antes de que se hiciera daño de verdad. Yo, vistos los precedentes, me vi limitado a hacerlo bien. Al volver con los demás mi padre reía en voz baja con mis hermanas. Ellas se frotaban la frente y miraban una la de la otra a ver cuál de las dos lo había hecho mejor. Según llegué las llamé tontas creyendo que me unía a las risas. La colleja de Pilar venía de camino cuando mi padre la frenó. «Nosotros no nos hablamos así», dijo mirando hacia mí, «ni nos pegamos», esta vez a Pilar. Parecía aclarado, pero a la que nos dieron un poco de distancia, Luisa me dio una patada y Pilar me dijo «por idiota, ¿no ves lo contento que está papá desde que le dieron los bichos?».
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Claro que yo no quería estropear nada. No entender es lo peor. Entre los murmullos oscuros de la catedral pululaba atento a poder quedar a solas con Marta. Ella es profesora nata. De broma le sugiero que gracias a mí su talento afloró, que me debe el haberle encontrado un oficio que le satisface tanto ejercer. En una de las capillas del transepto ella se retrasó observando un retablo de un Jesús con cara simpática y con las dos palmas de las manos expuestas como haría un ladrón inocente. Por fin pude abordarla. «Marta, ¿por qué papá o la abuela no guardaban esas moscas? ¿Por qué se fueron a Vigo sin el abuelo? ¿Por qué papá también empezó a trabajar de niño?» la ametrallé en lugar sagrado. No me dejé la pregunta que aún hoy la hace reír (aunque a mi parecer, fue un uso puro a la que cándido de la inferencia estadística). «¿Voy a tener que trabajar yo a los doce?».
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No se sorprendió de mis dudas. Señaló los bancos y allí nos sentamos. Me habló en voz baja, cerca de mí.
—Cuando papá tenía unos diez años su colegio se inundó como sucedía casi todos los inviernos. Poco después, él cogió una gripe que lo tuvo un mes en cama. Los abuelos creían que la humedad de aquel lugar acabaría por matarlo y decidieron que estudiaría en Vigo. Le pagaban un dinero a nuestra tía abuela Amalia para sus gastos. Al curso siguiente, la abuela Angelines se vino con él. Se le hacía muy largo tenerlo tanto tiempo fuera pero, después de lo de Franco, el abuelo se puso enfermo y no pudo trabajar más. Algo de los riñones. Él se quedó en Caldas y les ayudaba como podía. Aún así fue necesario que la abuela comenzara a trabajar en una mercería y que papá, al salir del instituto, ganara un poco de dinero escribiendo asientos en los libros de contabilidad de una distribuidora de bombonas de butano. Ese fue su primer trabajo y no tenía doce, tenía catorce años. No sé por qué ese hombre tenía las moscas del abuelo. Sería su amigo. A ti, por lo que me han dicho papá y mamá, hasta los dieciséis no te pondremos a trabajar.
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Merendamos unos bocadillos que habíamos traído de casa sentados en la escalinata de la Plaza de La Quintana. «Ve a jugar» me animó mamá. Preferí quedarme. Pilar y Luisa, bocata en mano, organizaban equipos de “polis y cacos” con otros niños visitantes que no sé ni cómo conocieron ni por qué les hacían caso en cuanto a la distribución de los equipos. Mi padre señalaba alguno de los adornos de la piedra labrada cuando, para mi sorpresa, Marta le preguntó por qué aquel hombre de Caldas guardaba las moscas de nuestro abuelo. Dejé hasta de masticar, pues colarse en conversaciones de mayores es un arte para expertos que tiene su principal fundamento en la invisibilidad y el silencio.
Cosas de mayores, libros para mayores, matemáticas de mayores, películas para mayores, conversaciones de mayores… “Lo entenderás cuando seas mayor”… “Lo sabrás cuando tengas once”… Así todo el día. Palabras que tantas veces oí de mis hermanas y que me trajeron tantos problemas. Menudas peleas tuvimos antes de dejar de ser unos enanos. Con Luisa y Pilar sobre todo, por ser las más cercanas. Silvia y Raquel, las gemelas, no necesitaban del resto, y Marta… Marta era única. Ella sí me contestaba. Al pobre Julián, por las noches, yo le daba la paliza hablándole de temas que creía que agradecería. La mejor lección que le enseñé fue a quedarse dormido en cualquier circunstancia.
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—Al dejar el trabajo el abuelo Donato volvió a ser un furtivo mientras pudo. Se sacaba unos buenos cuartos llevándoles lo que pescaba a los dueños de la “Tasca da Mucha” y “O Muíño”. Esa vida duró muy pocos meses. La enfermedad lo apartó del Umia y la debilidad de otros empleos. Tuvimos que venderlo todo para salir adelante pero, excepto por la casa donde nací, todo no era mucho. El abuelo no quería venir para Vigo «a molestar sendo un enfermo», así que el dinero de la casa se fue gastando poco a poco. Pensad que fueron ocho años. Él venía al piso de La Florida por Navidades; la abuela y yo volvíamos a Caldas una quincena en verano. Ese era todo el tiempo que podíamos pasar juntos. Sé lanzar la mosca en un prado mejor que nadie, pero apenas conozco el río. Era muy pequeño las pocas veces que fui con él. Vuestro padre es el más grande pescador imaginario que jamás existirá.
Y se levantó del escalón y bailó para nosotros, con una caña invisible entre sus manos, la coreografía del vuelo del sedal y la mosca.
—Así, con la caña, practicaba una hora todas las mañanas cuando volvía a Caldas. Daba igual que fuera domingo. «Tes boa muñeca, fillo. Hoxe tópome ben. Imos pra o río» era como comenzaba la lección. «Non, que alí móllome» contestaba yo. No se molestaba. Sabía de las órdenes de vuestra abuela Angelines. Acabó por agradecer la excusa cuando me hice un hombre, «volve o home da cidade», me decía. Él ya estaba muy flaco de aquella. Aún así, mantuvimos nuestro ritual diario durante todos esos años.
Volvió a sentarse. Esta vez lo hizo entre Marta y yo, pasándonos los brazos por los hombros. Por aquel entonces no me gustaba que me dieran besos o abrazos. Lo creía un obstáculo en mi camino a que me tomaran en serio y protestaba cuando tenía que ser cariñoso. Convertirme en mayor fue una aspiración aplazada durante un rato.
—Para cuando volví de la mili vuestra madre y yo nos casamos. El abuelo claudicó en sus últimos meses y depués de esas Navidades, por fin se quedó con nosotros. Quería verte nacer, Marta. «Unha nena. Como debe ser. Somos familia de mulleres, fillo. ¿Por qué? Non o sei, pero así é. Quedeiche a deber as irmás pero ti vas polo dereito. Coma ésta virán máis» me dijo cuando naciste. Murió en verano.
Tú sabes cómo es mi madre, Lucía; aún a día de hoy cree que debe protegernos de la tristeza, aunque ésta sea alegre. Llegado este punto intervino con un «se está haciendo tarde, empieza a refrescar», dos obviedades en una, que continuó con un «acabad los bocadillos» y remató con gritos a Pilar y Luisa para que volvieran. Cuando llegaron las esperaba chaquetas en mano como un torero cita a la bestia con su muleta. Ellas acudieron prestas al quite y al primer pase tenían puesto el abrigo aunque todo lo que se oyera fueran quejas de que aún no hacía frío.
Yo, que por aquel entonces empezaba a reconocer sus meigallos, conseguí retener un hilo del instante anterior el tiempo suficiente como para volver a preguntar por la caja de cebos y el señor arrugado camino de vuelta al coche.
—Antonio el del bar era amigo de mi padre. No sé cuánto le ayudó, pero tuvo que ser mucho para que fuera a él a quien dejara sus moscas antes de venirse a Vigo. A mí, él no tenía por qué conocerme y lo hizo. No tenía siquiera por qué venderme la caja y me la regaló. Yo había pasado por allí varias veces estos años, pero siempre me coincidió estando su hijo tras la barra. Con Tito fui a la escuela de niño. Él nunca me conoció al verme.
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Tenía veinte años cuando perdí el miedo a las alturas. Fue el mismo día en el que oí, en Caldas, la historia de un famoso pescador llamado Donato.
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Uno de los primeros encargos en los que acompañé a Carlos y a Luis fue la medición de una cantera de árido cerca de Moraña. Yo iba dando tumbos en la parte de atrás del 4×4 y mientras me sujetaba como podía, ellos señalaban los cambios en el perfil que tendríamos que topografiar. Acercándonos a la plaza de la corta me preguntaron «¿Jalón, tienes vértigo?». (Los que hemos hecho prácticas de empresa con ellos nos llamamos todos igual, Jalón.) No esperaron a que contestase. «El truco para trabajar en altura es no caerse. Se supone que lo sabes hacer desde que tienes un año, aunque en tu caso, diría más bien dos» dijo Luis.
Mi trabajo —ayudante de topógrafo— consistía en ser la cabra que recorría el terreno arriba y abajo hincando el jalón en todos los puntos relevantes del contorno. Ellos se quedaban en la estación total, manejándola, fumando y dándome órdenes por el walkie. No habían cumplido cincuenta años, pero decían que ya habían andado en su vida todo lo que tenían que andar.
Al bajar del coche, mientras me calzaba las botas, Carlos se acercó a mí. «Son bancos de dieciséis metros de altura y los animales de esta cantera son adictos a la Goma-2. El frente está sobreexcavado, por lo que puede haber bloques sueltos en la cabeza de los taludes. Ten cuidado. Mira bien dónde pisas y estira del todo el brazo para que se asome el prisma al borde, no tú. Y acuérdate de apoyar el peso en el pie de atrás en cuánto te acerques a la caída». Luis me echó una mano al hombro y con gesto serio me ofreció la otra. Nos dimos un apretón. «Torcuato, por si no vuelves, ha sido un placer. Ahora, tira para arriba, que ya tardas». Sobra decir que no me llamo Torcuato.
Las cuestas por las que tuve que subir para marcar los puntos eran peores que las de Vigo. Hacía diez minutos que escalaba y aún me faltaba un trecho largo para llegar al banco hacia el que me dirigía cuando, por el walkie, oí a Carlos «¡Jalón, que llegamos tarde a comer y hoy tocan truchas en «A Tasca da Mucha”! ¡Mueve el culo!».
Miré el reloj. Las 7:12. Apenas había salido el sol.
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Carlos y Luis eran unos hedonistas de la época pre-móviles. Desde que salían de casa a trabajar hasta que volvían a última hora, con toda la gente que trataban era cara a cara. Sus particulares métodos exigían que la tarea del día estuviera cumplimentada, sin excusas que valieran, antes del mediodía. Para asegurarse de ello madrugaban lo que hiciera falta. A la hora de comer, después de una llamada a la oficina para revisar la agenda, daban por finalizada su jornada y ya podía acabarse el mundo, que a ellos les iba a sorprender disfrutando. Allí donde estuvieran buscaban los mejores platos de la zona en tascas, tabernas, mesones, marisquerías, restaurantes, pulperías, asadores, furanchos, bares o chiringuitos. Los conocían mejor que cualquier guía. Unos días comían pagando caro y otros muchos sorprendentemente barato. No era esa la cuestión. La cuestión era disfrutar de unas excelentes viandas y tener una charla agradable. A mí nunca me preguntaron si me gustaba algo. De lo que comían ellos, comía yo. Las sobremesas eran largas porque se hablaba sin prisas y con sentido. A menudo el personal de los locales o cualquier otro cliente que les hubiera gustado acababan sentados con nosotros para el café. Eran unos grandes contadores de historias pero, sobre todo, eran unos grandes preguntadores.
Fui su becario, que se diría hoy, durante tres veranos antes de terminar la carrera, pero yo no fui un becario como los de ahora. Yo cobraba un sueldo porque aparte de aprender, trabajaba mucho, y ellos, eso lo pagaban. Con dinero. Sí, con dinero. Lo juro.
Aquel era mi primer verano como Jalón. Pensar en ir a la “Tasca da Mucha” me tenía emocionado pero, alcanzando mi objetivo en lo alto de la cantera, estaba mucho más preocupado por mi futuro inmediato entre los vivos que de conocer un lugar referente en la historia de mi abuelo.
«¿Estás bien, Jaloncito? Salúdanos con el brazo» oí por el walkie. El momento de darme la vuelta y mirar hacia la plaza donde ellos habían hecho base fue un suplicio. Me encontraba al pie del talud uno. Había subido cuatro bancos y mi plataforma tenía apenas tres metros de profundidad. Estaba setenta y cinco metros por encima de ellos. «Se te ve un poco pálido». Era Luis el que me hablaba. «Tú tranquilo. Llena bien lleno ese pecho de palomo que tienes. No muy rápido. Disfruta del aire. Lo más difícil era subir y ya lo has hecho. Carlos hubiera muerto si te hubiera seguido con lo rápido que has escalado. Él aún cree que es joven». Respiré profundamente. Quería moverme, pero la impresión de verme allí me tenía paralizado. «Nos debes un saludo». Entonces agité los brazos. Pareció más bien una petición de auxilio. «¡Ese es nuestro Jalón! No vamos a dejar que te pase nada. Te explico cómo vamos a hacer. Te vas a meter la camiseta por dentro del pantalón y utilizaremos la hebilla de tu cinturón para reflejar el láser. No te vas a acercar al borde del talud, te vas a quedar un metro por detrás, que ya corregimos nosotros los puntos en la estación. ¿Podrás? El camino ahora es llano. Es fácil». Asentí con la cabeza. «Pero háblanos, macho. Apenas te veo con los prismáticos. ¿Sabes lo que vas a hacer también? Nos vas a cantar a Carlos y a mí una canción. Tú eliges. ¿Preparado?». Me di un minuto para pensar y entonces comencé a moverme destrozando la única canción que me venía a la cabeza en esos momentos.
Partirono le rondine
Dal mio paese freddo e senza sole
«Quieto. Ochenta centímetros. No te acerques tanto. Punto. Sigue cantando»
Cercando primavere di viole
Nidi d’amore e di felicita
«Quieto. Noventa centímetros. Respira bien. Punto. A cantar»
Y así, me fui calmando. En el pie del banco uno canté la napolitana y una del gran Bambino a la vuelta. No tuvieron narices a reírse de mí. Estaba muy arriba y aún me temblaba la voz. En el banco dos empecé y terminé con Manzanita. Un crack. En el tres me lancé del todo y le tocó el turno a Miguel Bosé. Para entonces yo caminaba con soltura y ellos estaban muertos de la risa. Cerré el concierto con Los Pecos y Paloma San Basilio, a la que le incluí unos pasos de baile entre punto y punto.
Lo complicado del trabajo estaba hecho. «¿De dónde has salido, Jalón?» me preguntaron al acabar. «Eres todo un bicho raro».
«Cinco hermanas mayores son muchas» fue toda la explicación que encontré.
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Continuamos trabajando. Habíamos terminado en el frente, pero la cantera tenía nuevas pistas, los polvorines habían sido reubicados y faltaba por medir los acopios. Querían tasar el material disponible. Subí a la duna de zahorra y me asomé al borde de su cresta. Me encontraba a unos veinte metros de altura desde la base. Si hubiera avanzado más, probablemente no me hubiera matado. Me hubiesen salvado de la fatal caída libre la grava terrosa y la pendiente más tendida, no tan a plomo como la de los taludes de los que veníamos. Aún la altura era inmensa. Sentía palpitar las sienes y, sin embargo, estaba seguro de mis pies al límite, a un paso del precipicio. Y observé con atención lo que tenía delante de mí, y pude ver muy lejos. No tuve miedo, y alcancé a divisar el mar.
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“A Tasca da Mucha” se encuentra a las afueras de Caldas. Es una construcción sencilla con el negocio en el bajo y a casa da Mucha en su parte superior. Carlos y Luis se pasaron el trayecto desde la cantera recuperando los nombres de la gente que era posible que nos encontráramos al entrar. «Servando. El viejo silencioso de la barra que observa y no nos cuenta gran cosa se llama Servando». Se sentían aliviados, les había costado traerlo de su memoria. El detalle no era gratuito. No creo que repitieran restaurante más de tres o cuatro veces al año. Entonces, nada más llegar, hacían esa magia para la que tanta voluntad disponían y en seguida parecía que hubieran estado en el lugar ayer mismo. Decir que toda esa gente fueran sus amigos sería exagerar. Amigos eran ellos dos, pero todo el mundo los apreciaba. Comían sin prisa, hablaban a cualquiera, escuchaban pacientemente (también sabían engrasar a un conferenciante) y preguntaban con acierto. El primer día de prácticas me habían dicho «No te puede importar todo el mundo, Jalón; pero saber un poco de quien te cruzas, eso no es tan difícil». Estando con ellos se sentían interesantes. A mí me pasaba igual.
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Tres docenas de almejas finas de Carril crudas (esto es, vivas) de entrante. Ración de ocho truchas rebozadas en harina de maíz, rellenas con un poco de panceta y fritas en aceite de oliva y unto, de primero. De beber, una-sólo-una botella de Ribeiro para los tres (y agua). En este detalle eran estrictos. Yo me planté tras el pescado, ellos aún compartieron una ración de cordero lechal de segundo. No he vuelto a probar almejas o truchas ni siquiera parecidas. Charlamos sobre lo que había pasado en la cantera: de trabajos en altura y de música. A mí me quedó claro que ellos a los veinte años poco menos que habían medido el Everest en mangas de camisa sin una palabra de queja; a ellos, que yo era un pervertido musical en toda regla por muchas hermanas mayores que tuviera. Dudaban de que no fuera un delito punible que me gustara esa música. Para los postres éramos los últimos clientes en el local. Yo estaba más que contento pensando en contarle a mi padre dónde había estado. Cocineros y camareros comían en una mesa al fondo. Todos salvo Mucha, que se preparaba un café con leche en la barra. «¿No comes, Carmen?» dijo Carlos. «Xa comín polos ollos, só quero un café» contestó. Le pidieron que se sentara con nosotros. Tras las felicitaciones y los agradecimientos, Carlos le preguntó, bendito azar, por dónde caía exactamente un espigón en el Umia para cuya medición les habían pedido presupuesto. «El Trampolín de Franco. Está algo más arriba da Poza da Pena. Es cerca» contestó ella.
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La historia del muelle que nos contó Mucha era casi la misma que el relato de mi padre. Al principio, en su narración había un menor protagonismo de mi abuelo y más (y mejores) piezas en los recuentos. Los salmones que en la versión primera pesaban nueve kilos habían engordado bastante con el paso de los años. Yo supuse que en la relación diaria de Carmen con tantos pescadores estaría escondido el porqué de las florituras. Mencionar que estaba al tanto de lo que se contaba hubiera estado de más. ¿Cuántas veces se tiene la oportunidad oír la versión que comparten los ajenos sobre la familia de uno? No había temor a causar daños en aquella mesa. Recordé aquel «Pescando non se fala» —la primera lección de Renato a mi abuelo— y escuché.
Las variaciones comenzaron alcanzado el momento en el que Franco probaba el lanzamiento hacia la otra orilla. Un salmón cazó al aire el engaño dejando ver todo su cuerpo. El pez huyó hacia las sombras y se produjo el enganchón en unas ramas bajas. Donato, el vigilante, le dijo «Yo sé lo traigo, señor» y para cuando Franco ordenó «Espérese usted», Donato ya tenía su ganapán en la mano. «No es nada» se justificó antes de saltar al agua. Al poco regresó con la presa y se dio por concluida la jornada. El compañero de pesca del general aquel día era el gobernador civil de Pontevedra. Tras las fotos, a Franco le pareció importante pedirle que despidiera al vigilante pues, si bien le hubiera disgustado perder un buen salmón, le disgustaba aún más que le desobedecieran. La oportunidad de ofrecerle al gobernador un recordatorio de qué sucedía cuando se ignoraban sus deseos le pareció que ni pintada.
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No estamos mirándonos en espejos cuando el gesto de horror es propio. No sé cómo será el dibujo de mi cara en esos instantes, qué trazos se deforman. No poseo la prueba del testigo, sino la de la víctima; yo reflejaba el horror, eso es seguro, nunca he sido buen jugador. A punto estuve de decir algo. No supe qué. Hice gesto de ir a hablar. No pude, me quedé en el arranque con la boca abierta. Mucha debió de suponer que estaba escandalizado por lo absurdo de ese final, que yo entendía la gravedad de lo que había escuchado del mismo modo que ella hacía y una puerta se abrió para compartir un dolor antiguo que la acompañaba.
— ¡Pobre Donato! Si lo hubiesen fusilado no le habrían hecho más daño. Hacía poco que su mujer se había largado siguiendo a un maestro. Lo abandonó. Su trabajo y el río eran lo único que le quedaba. Hay gente mala. ¿Por ir a buscarle un maldito pez? ¡No hay derecho a hacerle eso a nadie porque puedas! Destrozarle así a vida… bastante rota la tenía ya. Los que le queríamos tuvimos que soportar el ver cómo se mataba poco a poco bebiendo.
Carmen lloraba sólo por los ojos al acabar de hablar. Su boca había menguado de tanto apretar los labios. No había ruidos. Al darse cuenta de que lo estaba haciendo, vi cómo intentaba cerrar aquella puerta. Respiró hondo y nos sonrió con una mueca. «Me tenéis que perdonar» dijo secándose con una servilleta. «Por Dios, Carmen. No hay nada que perdonar» dijo Luis. Ella quiso acabar. «Me alegro de que por fin saquen ese mamotreto del río. Nadie de la zona se sube nunca a él. Nunca, nunca. Por respeto al pescador más grande del Umia». Y otra vez acudieron las lágrimas a sus ojos; y de nuevo se obligó a parar. Encendí un Ducados y di una calada muy larga. Bebí un resto de café que no había. Cambié taza por vaso y tomé toda el agua que me quedaba. Carlos y Luis se volcaron en atenciones hacia Carmen y gracias a ello pude disculparme para ir al cuarto de baño sin parecer un maleducado.
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Todo el mundo se había ido a la playa o adonde fuera después de comer. Era sábado y como había llegado a casa amanecido del viernes, me ofrecí para quedarme con la abuela. Cuando Angelines se levantó de la siesta, se preparó una cascarilla y se sentó en el salón conmigo a ver la tele. Petro se unió a la sesión. Ella era una crítica feroz que no necesitaba de atender a todo el metraje para valorar un film. «¿Quiénes son esos del traje?» me preguntó. «Unos ladrones» dije bien fuerte. «No parecen ladrones». Entre las dudas que me corroían sobre ella, ahora tenía una más que me hizo gracia al pensarla. ¿Qué podría saber mi abuela con demencia senil sobre ladrones?
Habían pasado dos días desde mi jornada en Caldas y yo permanecía en estado de observación y disimulo, temiendo incluso ser descubierto, como si hubiese hecho algo malo. Había preguntado a Carlos y Luis sobre cómo se divorciaba la gente en tiempos de Franco y ahora sabía que legalmente la figura no existía, pero que era habitual el “divorcio a la gallega”. El marido se marchaba a trabajar fuera, seguía proveyendo y la mujer se quedaba en casa con los hijos. Lo extraño era que la mujer se fuera. Su marido podía denunciarla y hacer que la Guardia Civil la llevara de vuelta. La cuestión es que cada matrimonio llegaba a su acuerdo particular. Muchos incluso volvían una vez jubilados a residir en la misma casa en un extraño “aquí no ha pasado nada” (salvo cuarenta años, recuerdo haber pensado al enterarme).
Uno de los trajeados bailaba con una navaja de barbero en la mano ante un policía atado a una silla mientras otro de la banda se desangraba allí al lado. El volumen estaba bastante alto no sólo por mi abuela. A su lado en el sillón, Petro, nuestro presunto pekinés, roncaba como un cerdo con tortícolis. A ese no había siesta que le resultara suficiente. Cuando al policía le cortaron la oreja, ella empezó a reírse con ganas. Petro, pegado a su pierna, se sobresaltó y despertó dando un ladrido. «¿Qué roba, orejas? Menudas tonterías ves, Honoratín».
Es imposible no aborrecer que a uno le llamen así. Mis hermanas, para fastidiarme, a veces se atrevían a decírmelo. Los castigos que me pusieron mis padres por las burradas que les devolvía siempre me dieron igual. «No te tiene por qué molestar, están de broma» me decían ellos. «Si no le dieras tanta importancia no lo harían, sólo es tu nombre» seguían explicándome muy racionalmente. Nunca me tragué aquella basura. «¡Y una leche!» les respondía yo. (A mis padres no les decía palabras demasiado gruesas, hay límites. Esas las reservaba para mis hermanas.) «Me importa lo que me importa. Si no fuera eso, buscarían otra cosa para jorobarme» y ya que estaba al lío, seguía insultando como a un linier a la que le tocara el turno lo que duraba el trayecto a mi encierro en la habitación.
Siempre fui un castigado responsable y obediente. En aquellos largos ratos a solas me aficioné a la lectura, pero eso no fue lo mejor. Desde los doce, en casa, sólo mi abuela me ha llamado Honoratín.
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Atendí lo que quedaba de película sin demasiado interés. La abuela tenía esa habilidad para hacerme cambiar los pies de sitio. Desde su comentario en adelante no me pareció buena.
Al terminar Angelines se seguía riendo a la vez que acariciaba a Petro como sólo ella hacía. Apoyaba la palma de la mano sobre el cráneo de él y le planchaba la piel hacia atrás. «El perro es cristiano, sólo le falta hablar» era una de sus letanías favoritas. La imagen era de terror. Lo hacía tan fuerte que le deformaba la cara y sus ojos, ya de por sí saltones, perdían todo el recubrimiento dejando a la vista las cuencas sanguinolentas. Parecía que fueran a saltar a la alfombra. No era yo quién para decirle nada. Petro ronroneaba como un gato obeso del gusto. «Menuda tontería de película» repitió.
«Abuela, ¿por qué te fuiste de Caldas?» me atreví a preguntar. «Teu pai púxose moi maliño. Case o leva a gripe», y así comenzó a detallar, a su manera, fragmentos de la versión oficial. Yo buscaba el momento de profundizar, de hacerle la pregunta certera cuando ella me dijo: «Ve a por chocolate». Sacó el monedero de su chaqueta y me dio un duro. Había días mejores en los que acertaba y me daba cien pesetas para el encargo. Una tableta costaba más o menos esos veinte duros en aquella época. Cogí la moneda, le dije a Petro «A la calle» y me dispuse a hacer el recado y orear al can. «Vuelvo en nada». Buscaba en la tele algo para que la acompañara hasta mi regreso cuando un guapísimo Burt Lancaster apareció al rescate. «Ése, ése, deja a ése».
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Petro y yo fuimos paseando hasta la Plaza de España. Allí observé una vez más la escultura de los caballos subiendo por la cascada. Nunca he sabido qué representan. Son bonitos, pero también sé que son pesados y que el conjunto es esbelto, o sea, que ejerce una presión elevada sobre el terreno. Hacía poco que se había estrenado bajo ella el paso subterráneo que aligeraba el tráfico en superficie. Mirándola de nuevo la estatua me pareció más alta que nunca. Animé a Petro a alargar un poco nuestro trayecto. Yo iba fijando la vista en las aceras. Al completar la vuelta a la plaza había localizado cuatro clavos de los que utilizamos los topógrafos como base. Gracias a ellos pude convencerme a mí mismo de que sí, que alguno de nosotros vigilaba que la escultura no se movía. Comenzábamos nuestro regreso a casa cuando Petro se paró a hacer sus cosas. Entonces saqué la tableta de chocolate de la bolsa de plástico y cumplí con mi misión.
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En el portal Petro ladró una sola vez. Un guau en tono grave. Si activaba olfato u oído, lo ignoro, pero aquel viejo chucho que parecía no valer para nada más que para estar vivo y persistir en el capricho natural, era una alarma infalible. Alguien había llegado a casa.
Desde la puerta de entrada pude ver a los novios de Silvia y Raquel, las gemelas, tomándose una cerveza y picando queso en la cocina. Mi abuela, de pie a su lado, les decía con desprecio «¿No tenéis casa? Id a comer a vuestra casa». Ellos se reían sin disimulo mirándose entre sí mientras Angelines procedía con su práctica habitual de negarle comida a quien no le gustara. Me agaché para liberar a Petro de la correa y allá que se fue corriendo. Él les ladraba y lo gracioso que hubiera en la escena, a ellos, cerveza en mano, se lo pareció aún más. Me fui hacia el otro lado del piso atravesando el largo pasillo y golpeé con los nudillos en la puerta del cuarto de baño en el que se oía la ducha funcionando. «¿Qué? Os dijimos que esperarais en la cocina» Ellas hacían eso de hablar una por las dos demasiado a menudo para mi gusto. «Soy yo. Se están riendo de la abuela». Al segundo de decir aquello la puerta se abrió y entre una nube de vapor y el ruido del agua caer apareció una de las gemelas vistiendo una toalla palabra de honor y otra de turbante. A día de hoy no sé cuál de ellas era. Acabadas las distingo, pequeños matices las delatan, pero con todo por hacer me fue imposible. Marchó hacia la cocina conmigo detrás y según llegó ya no había más caras alegres. Angelines al verla le dijo «¿Cómo te atreves a salir desnuda? Eres una fresca». Nada que las gemelas no pudieran ignorar. «¿Me contáis qué es lo que os hace tanta gracia?».
Yo, en silencio, tomé del brazo a Angelines y me la llevé al salón con Petro de escolta. «Sólo vienen a comer y beber. ¿No tienen casa?» repetía ella de camino. Le di la tableta de chocolate en ese momento. «¿Y la vuelta? ¿Cuánto te costó?» y le ofrecí unas monedas que saqué del bolsillo. «Muy bien, Honoratín. Quédatelo, pero no lo gastes en tabaco».
FIN
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