EL REDENTOR

“…quien se dio a sí mismo por nosotros, para REDIMIRNOS DE TODA INIQUIDAD y PURIFICAR PARA SI UN PUEBLO PARA POSESION SUYA, celoso de buenas obras.”

Tito 2:14

El amanecer en un pueblo suele repetirse con aburrida naturalidad. Los pajaritos, los gallos, las vacas, algún que otro caballo. La camioneta de algún repartidor, lo de siempre.

No esa mañana.

Me despertaron gritos desgarradores, llantos, voces llamando a la policía, a los bomberos, al médico, a un cura. Salté de la cama, a través de la persiana vi a las personas del pueblo arremolinadas frente al almacén. Me vestí a las apuradas. Crucé la calle entre perros curiosos y mujeres que vomitaban. Carlitos, el almacenero, ahora sí. Clavado definitivamente a su sillita, con una cuchilla atravesada de lado a lado, los ojos muy abiertos en un gesto más de asombro, que de terror. A su lado todavía estaban el mate y su eterno termo de Boca Junior, destrozado como si se le hubiera caído en el mismo momento de cebar. No se me escapó el detalle de su pantalón manchado de yerba. En la pared estaba escrito con sangre: EL REDENTOR.

Por ser el redactor en jefe del único periódico del pueblo, soy muy sensible a los pequeños pormenores, pero en el apuro, me había olvidado mi cámara. Por suerte entre los curiosos estaba la Delia con su celular sacando fotos y haciéndose selfies con el cadáver.

El comisario llegó gritando ordenes, que nadie toque nada, que todos se corran unos veinte metros de la escena del crimen, que venga la policía científica, alguien le avisó que recién podrían llegar al otro día por la noche. Llegó la ambulancia, por suerte para el comisario. Porque el doctor Samuel le haría de científico. Estuvieron un rato dándole vueltas al fallecido y lo cargaron entre cuatro, con sillita y todo, en la ambulancia.

Me le arrimé a la Delia y con una sonrisa le pedí que se viniera a mi casa a desayunar un rapidito, los dos teníamos que ir a trabajar. Como siempre empezó con el no y el sí y el no y terminó olvidándose la medibacha entre mis sábanas. Claro que también tuve tiempo de pasarme las fotos a mi celular. Corrí a la redacción y sacamos un número especial de EL OJO DE VILLA LUZURIAGA. En la tapa destacaba la foto en primer plano del occiso en su sillita. Escribí unas líneas enfatizando lo buena persona que había sido, no mencioné que daba fiado con intereses. Si le sacabas tres kilos de azúcar, te terminaba cobrando cinco. De ahí sus ganancias. Tampoco hice mención de todos los integrantes del pueblo que teníamos deudas con él. No era cuestión de ensañarse con un muertito.

Más tarde fui a ver al comisario. No tenía novedades. Y su versión de los hechos era que lo había matado algún forastero. Alguien de paso que lo sorprendió desayunando. Observé sobre su escritorio las fotos del almacenero. Volví a ver los ojos de asombro. Pensé que la del comisario era una versión demasiado facilista. Quizás el asombro era porque el que lo mato había sido alguien a quien conocía. No dije nada, pero me propuse averiguarlo.

Esa noche volvió a aparecer otra persona muerta. Esta vez la maestra del pueblo. En el living de su casa, la encontró una vecina que vio la puerta abierta. Estaba desnuda, de espaldas. Entre las nalgas tenía ensartado un diccionario de la Real Academia Española. Había sangre por todas partes, esta vez el mensaje en el empapelado de la pared era más extenso: EL REDENTOR HA LLEGADO, LOS LAVARÉ DE PECADOS…

Lo que iba a resultar difícil era lavar ese desastre. Hasta los libros de la pequeña biblioteca de la maestra estaban salpicados de sangre. Pude ver los títulos y sonreí. La verdad es que la maestra era bastante básica. Cómo hablar en público, Cómo hacer amigos, El peregrino de Compostela de Coelho, Por qué cambié mi vida de Claudio María Domínguez, Tus zonas erróneas, Cuentos para pensar de Bucay. No conocía su casa, pero me imaginaba su biblioteca, aunque mirándola no se notaba que el considerable diccionario fuera parte de ella. El asesino lo debería haber traído por su cuenta. La maestra solía comerse la letra s. Acostumbrábamos hacer una broma con que se comía las heces. Además su letra era imposible de leer y tenía más faltas de ortografía que sus alumnos.

El comisario me dejó pasar, pero me pidió que no sacara fotos de la fallecida. Tampoco de la pared con la escritura. Lo cual ya de por sí era bastante asqueroso. No quería que cundiera el pánico entre los pobladores. Insistía con que se trataba de un forastero.

Salió el periódico con una foto en primera plana de la biblioteca. Escribí sobre todos los alumnos que deberían esperar un par de semanas hasta que llegara una suplente. Mencioné los valores que había representado la seño Margarita. No dije nada de lo mal hablada que era, mucho menos de sus relaciones íntimas con el doctor Samuel.

A la mañana siguiente fue el doctor al que encontramos asesinado. Había muerto desangrado, castrado y con sus partes íntimas en la boca. En la pared del consultorio, otra vez el asesino había dejado su firma: EL REDENTOR. La viuda y sus cinco hijos estaban desconsolados, nadie dijo lo que todos sabíamos. Su relación con la maestra y quién sabe con cuántas damas del pueblo. Tampoco pude sacar fotos, sólo a un bisturí ensangrentado. Su foto y el obituario correspondiente engalanaron las páginas del diario. Ahora teníamos una partera, también enfermera como doctor del pueblo hasta que llegara alguien de la ciudad.

Por supuesto que nada se puede ocultar en un pueblo. Por más grande que sea. Todos se miraban con recelo. Nadie confiaba en el vecino, había un ambiente que se podía cortar con un cuchillo, si se me permite la ironía. Para colmo el tiempo no ayudaba. Las inundaciones que afectaban a las poblaciones vecinas, el frío y la humedad, provocaban una neblina densa y tenebrosa. El pueblo parecía estar en estado de sitio. Nadie salía al anochecer, a menos que se tratara de alguna urgencia.

Como periodista me había propuesto averiguar quién era el asesino. Estaba seguro que era del pueblo. Estaba decidido a encontrarlo. Sólo debía fijarme en los detalles, alguna pista debería haber dejado. Hasta ahora no había encontrado nada.

Y también tenía miedo. Por qué negarlo. Todos tenemos algo que esconder, algo de que avergonzarnos.

Esa mañana los gritos de doña Susana, la esposa del escritor del pueblo, despertaron a todos. La pobre mujer se encontró con el cadáver de la Delia, estrangulada con su propia tanga roja, tenía el celular incrustado en la vagina. Esta vez, el asesino había escrito en la vereda, con sangre: EL REDENTOR. La última letra no estaba terminada del todo, lo que hacía suponer que el asesino tuvo que apurarse. Se lo hice notar al comisario y me retó porque, sin quererlo, había pisado la sangre y me había salpicado la botamanga de mis pantalones. Tenía razón el comisario, pero debería ocuparse de resolver el caso y dejar de robarles a los vecinos. Además trataba la muerte de esta mujer como si no le importara. Claro, para él la Delia era una mujerzuela.

Me fui a hacer una necrológica de mi amiga, qué podía decir. Fue la mina de todos y la mujer de nadie. Buena mujer. Siempre dispuesta a dar una mano, a ofrecer una ayuda al necesitado, hice hincapié en eso. Me centré en su solidaridad.

Esa noche me costó mucho conciliar el sueño.

Entre la niebla apareció ahorcado el comisario. Colgado en el mástil de la bandera. Ahí sí saqué todas las fotos que quise. Esta vez el asesino había dejado su rúbrica con pintura. La misma que estaban utilizando para pintar la comisaría. La que el comisario le había sacado a la pinturería, sin pagar claro. Como hacía con todo. Así es como tenía la mejor casa del pueblo, incluso más grande que la del juez y el intendente. Por supuesto que no escribí de eso en el diario. No me tembló la mano para teclear que fue un tipo honrado que había dado su vida por la justicia. Le sonreí con ironía a la foto del comisario colgando del mástil y más atrás, en la pared blanca de la comisaría, escrito con un verde furioso: EL REDENTOR.

En cierta forma se hizo justicia. El sargento Coria, un tipo honesto de verdad, pasó a comisario y su primer acto como tal fue pedir ayuda a la ciudad. Claro que iban a tardar en venir, las inundaciones nos tenían aislados. Confundidos y asustados. Así que Coria no perdió el tiempo y nombró a algunos ciudadanos como vigilantes provisorios, para ayudarlo y los puso a patrullar el pueblo.

Supongo que me despertó un ruido en mi habitación. Fui hasta el placar y abrí la puerta que tiene el espejo de cuerpo entero. Sabía que el asesino no se iba a detener, que era implacable. Ya había supuesto que atacaría a todos los pecadores. Y ahí estaba. Me miraba desde el espejo. Nos miramos. Mis ojos, sus ojos. Un cuchillo en mis manos, sus manos. El cuchillo lentamente sube a mi garganta. Me viene, me vengo a dar la redención…

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