Había llegado poco antes de la hora de cierre, me abordó hilarante y me explicó su vaticinado futuro. De pronto, con voz profunda me propuso profetizar el mío, su semblante se transformó, había perdido la alegría, ahora tenía un rictus serio y transcendental. “dos caminos a seguir, una oportunidad o una catástrofe” me había soltado a bocajarro. A los pocos minutos los clientes más rezagados se fueron marchando del bar. Eché el cierre y me senté en la mesa junto a Juan.

Le miré fijamente, sus ojos se clavaron en los míos, Me disgustó que se inmiscuyera en mi vida, qué le importaba a él mi futuro, qué cuento se había inventado, me ponía nervioso tanta divagación. Me removí en la silla.

-Veinte años. Tú decides. –dijo contundente y apuró la copa de un solo trago.

Disimulé mi preocupación, tragué saliva y me dispuse a escuchar a pesar de que nunca me había planteado el futuro programado desde un presente tan incierto, el camino de mi vida lo había transitado con despreocupación sin grandes metas, haciendo frente a las adversidades y gozando de los momentos felices. Hasta ahora, el inmediato hoy me tenía sin cuidado.

Agudicé el oído, pero de su boca no surgieron más palabras, me miraba severo y yo, atónito, esperaba. Su mirada impertinente me exigía una respuesta, a la pregunta que no había formulado.

Respiré profundamente y ahogué un suspiro que se abría paso para salir de mi pecho, volví a llenar de oxígeno mis pulmones y fije mis ojos en él. Nuevamente se había sumido en sus cábalas, estaba abstraído moviendo la copa vacía de un lado a otro de la mesa y susurrando un galimatías inaudible. Quizás Juan estaba chiflado, siempre había sido algo extravagante, su carácter era muy irregular, pero ¿Profeta, vidente?, no le conocía en esa faceta. Opté por tener paciencia, no quería que notara la zozobra que me había despertado sus palabras.

-Entonces ¿lo de la bailarina, dices que fue bien? –me atreví a preguntar, intentando avivar la conversación y sacarle del estado de embeleso en que estaba. Si habéis quedado en veros otra vez, eso quiere decir que hubo…

Callé dejando en el aire mi comentario. Juan estaba ausente, creo que ni siquiera me oía. Pensé que estaría deleitándose recordando los momentos compartidos con ella, la verdad que la chica era un bombón, me sorprendió que accediera a tener una cita con él. Seguía in albis

-Así que la profecía dice que dejarás de pintar, pues vaya putada, con lo que te gusta andar con pinceles y manchar telas con estridentes colores. No sé si eres bueno o no, pero chico, color no le falta a tu obra -dije para picarle.

Nada, seguía en Babia, no había manera de sacarlo de aquel estado de enajenación.

-¿Te apetece un poquito de música? ¿Qué prefieres pop, rock, una balada romántica o quizás clásica? No respondió.

Yo ya estaba al límite, mi paranoia iba creciendo y el tipo ahí sentado sin inmutarse, ni siquiera pestañeaba. Bebí un sorbo de mi copa.

-Así que cambiaras de oficio y serás representante de artistas. Joder tío, espero que sean buenos porque con tu labia vas a necesitar que sus obras hablen por ti –silencio, mi ironía no le hizo mella.

-Ah! ya lo entiendo, serás representante de artistas, pero claro no de pintores si no de otro tipo de artistas. No me lo digas, seguro que lo adivino. Ya tienes tú primer representado, tu chica. La bailarina- jeje, sonreí como un idiota.

Ni una palabra, se limitó a afirmar con la cabeza. Por un momento creí que reiniciaría la conversación, pero de nuevo se puso a recitar su letanía en una modulación casi inaudible, acerqué mi oreja junto a su boca para poder escucharle, pero era totalmente imperceptible. Yo me estaba calentando otra vez, aquella situación era surrealista, intentaba por todos los medios mantener la compostura, lo veía tan… afligido, no, esa no es la definición, realmente estaba atontado. Finalmente estallé.

-Desembucha de una puñetera vez –le grité airado- me tienes en ascuas, déjate de jerigonza y acertijos y al grano Juanito que ya estoy cabreado. Mi futuro Juan. ¿Cómo será?

-Tranqui, que todo lleva su tiempo -contestó cachazudo mostrándome la copa vacía.

Me hice el remolón, pensé que ya llevaba en su cuerpo más alcohol de la cuenta, pero él no paraba de repiquetear el cristal con sus largos dedos.Me fijé por primera vez en sus manos, eran delicadas, casi femeninas, tenía restos de pintura acumulada en los bordes internos de las largas, larguísimas uñas. Miró al vacío y con la mirada extraviada, recitó…

Pasa una noche lenta,
pasa un solo minuto
y todo cambia.

Se llena de transparencia
la copa de la vida.
El trabajo espacioso
nos espera.

De un solo golpe nacen las palomas.
Se establece la luz sobre la tierra
.

Me levanté de la silla y con pasos cansinos me traje la botella a la mesa. Antes de dejarla encima de la tabla, con vehemencia, me la arrebató de las manos y se escanció un generoso chorro en su copa.

-¿Es que no hay una «tapita» para acompañar? – preguntó guiñándome un ojo, cosa que me pareció una absoluta insolencia.

-Sin burlas Juan que te conoz… – no acabé la frase.

Un relámpago cruzó el cielo, se iluminó el bar, seguidamente, un trueno estalló.

Me sobresalté. El día había estado nublado, y las previsiones meteorológicas diagnosticaban lluvia, el viento de Levante soplaba desde hacía dos días, típico de la época otoñal en esta parte del país.

Sin tregua, el zumbador del teléfono resonó inundando el bar con un nuevo ruido, Juan miró su reloj de pulsera, cerró el puño y alzó el dedo pulgar en señal de aprobación.

-Puntualidad británica –sentenció clavando su mirada felina en mí a la vez que se recostaba satisfecho en el respaldo de la silla.

¡Que decía ese loco! Me levanté y fui hasta el mostrador a contestar el teléfono. No llegué a descolgar el auricular, Juan con un vozarrón desconocido exclamó.

-Siéntate junto a mí. No hay nadie al otro lado del hilo, es la señal que estaba esperando ahora conocerás tu porvenir.

Un escalofrío recorrió mi espalda, volví a mirarle y me dio la sensación de que su pelo negro se había tornado más claro. ¡Tenía canas! Fui acercándome lentamente a la mesa, intenté disimular mi turbación, él me observaba y en sus labios se dibujaba una sonrisa socarrona.

Juanito, espero que esta broma no tenga consecuencias, estás muy «raro» desde que has vuelto de viaje, ya sabes que tengo poco aguante y a la mínima echo a la calle al cliente que alborota o no me cae bien.

Derecho de admisión, se llama – dijo una voz a mis espaldas.

-Así lo mencionan – respondió Juan a la vez que chocaba su copa nuevamente llena contra la mía que descansaba sobre la mesa medio vacía.

Me volví aturdido, me restregué los ojos, no podía ser, es imposible, pensé. A grandes zancadas me aproximé a la mesa. Detrás de mí una silueta seguía mis pasos.

El timbre del teléfono volvió a resonar impertinente, eludí el impulso de desandar mis pasos y contestar. Juan torció la cabeza, guiñó un ojo y se mantuvo impasible esbozando una sonrisa que daba a entender lo mucho que se estaba divirtiendo. Dejé que el ruido del timbre siguiera machacando mis oídos y me senté junto a él.

-¿Qué está pasando? ¿Qué chanza es ésta? ¿Quién es ese?

-Tú con veinte años más –respondió-.

Me estremecí. Juan se levantó y recogiendo entre sus brazos mis hombros me zarandeó fuertemente. Él tiene las respuestas –me susurró. Y sin despegar sus labios de mí oreja volvió a agitar mi espalda.

Abatido por los fuertes golpes de vaivén que Juan me propinaba y el irritante ruido del teléfono, cerré los ojos con la intención de evadirme de aquella absurda situación.

De pronto el ruido cesó, un murmullo de palabras se afanaba en ocupar el silencio que había dejado el timbre del teléfono. Una nueva sacudida meneó mi espalda. Ya era suficiente, estaba dispuesto a echar a Juan con cajas destempladas. Abrí los ojos enfadado.

¿Estás bien cariño? –dijo una anciana ofreciéndome con su mano temblorosa un vaso de agua cristalina.

La miré sorprendido. No respondí, me bebí el agua de un solo trago.

Soy yo, María, tu esposa. –sonrió condescendiente recogiendo el vaso vacío.

Recordé que era propietario de un bar y tenía un amigo llamado Juan. Volví a cerrar los ojos.

El estridente zumbido de un timbre reapareció y resonó en mis oídos provocando un vuelco en mi mente que aceleró mi corazón, abrí los ojos y reconocí el habitáculo, me incorporé y con pasos inseguros me dirigí al cuarto de baño. Encendí la luz y el destello de la lámpara me deslumbró, mis ojos se entornaron, pero me obligué a no parpadear y desafié la cegadora luz. Me planté frente al espejo, mis ojos seguían cegados, me forcé un poco más y evité cerrarlos. Enfoqué la mirada y poco a poco recobré la vista, el cristal me devolvió mi imagen, repasé con esmero mi fisonomía, cabellos, labios… mi rostro seguía inalterable, las lágrimas acudieron a mis ojos y la tibia humedad rodó por mis mejillas. Mis labios esbozaron una sonrisa seguida de una estruendosa carcajada y una hilarante alegría se apoderó de mi mente.

Todo seguía igual, había sido víctima de una horrible pesadilla.

Alegre y tarareando una melodía desanduve mis pasos en dirección al dormitorio, la habitación estaba en penumbra, un ligero olor dulzón inundaba la estancia, el silencio era pétreo. Con sumo cuidado y sin saber por qué anduve casi de puntillas el corto espacio existente entre la puerta y la cabecera de la cama, pero cuando estaba a un par de pasos de distancia observé que alguien ocupaba mi lecho. Cuidadosamente avancé con intención de retirar la sábana que cubría al intruso. Un movimiento incontrolado me hizo recular, tomé aire y deseché los sombríos pensamientos que se estaban instalando en mi cabeza, no podía ser, eso era imposible, me repetí sin demasiada convicción.

El frufrú de la tela de seda al chocar entre sí y el roce de unos pasos sobre las baldosas me obligaron a girar la cabeza. En el quicio de la puerta una hermosa mujer cargada con una bandeja se abría paso repicando en el enlosado con los pies enfundados en unas zapatillas de terciopelo. Pasó muy cerca de mí rozándome con su codo, le pedí disculpas, pero me ignoró, Dejó el servicio de desayuno en la mesita de noche.

-Despierta dormilón –dijo en un tono de voz cariñoso.

Él, obediente, se incorporó y se sentó en la cama, dejó que ella le colocara la almohada en la espalda. Sutilmente la tomó entre sus brazos y dulcemente le robó un beso que se tornó apasionado. Siguieron muchos más, la pareja se deleitaba febril con su juego mientras el desayuno se enfriaba.

Yo observaba impertérrito a mi yo reconociéndome feliz en un, no muy lejano, futuro.

©2018 Mª Teresa Marlasca

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