Un infierno encantador

Un infierno encantador

Jorge Milone

18/11/2018

UN INFIERNO ENCANTADOR

Llegó en medio de la noche. Por supuesto mi hermano y yo, ya estábamos acostados. Pero era algo insólito que alguien llegara a esa hora, así que me levanté. Entreabrí la puerta de mi dormitorio y espié desde ahí.

Allí estaba, con su valijita mal cerrada. Flaca, rubia, el pelo tan corto le daba una imagen de duende. Unos inmensos ojos azules que miraban con timidez, casi con miedo. Apenas podía escuchar lo que decían, me llegaban girones de la conversación entre mi tía y mis padres.

—…y ya no sé qué hacer con ella… escándalo en el colegio de monjas… los vecinos me advirtieron…

—… poco espacio… tendría que dormir con los chicos… después de todo son primos… espero que haga caso…

Por unos segundos nuestros ojos se encontraron. Me pareció que me sonrió de una forma muy rara, con maldad. Fue sólo un instante, después su rostro volvió a la postura de avergonzada y tímida.

Tuve que volver a la cama corriendo. Me despertaron para darme la noticia. Mi prima Beatriz venía a quedarse una “temporada” con nosotros.

Mi cama tenía debajo otra que se quitaba y armaba. Así que eso se hizo y ahí se instaló, entre mi hermano Andrés y yo. Andresito era muy chico y continuó durmiendo, pero a mí me costó volver a conciliar el sueño. Sentía su perfume, la oía respirar, cerca, muy cerca. Era demasiado para mis trece vírgenes años.

A la mañana, cuando desperté, la visión que me esperaba fue sublime. Me provocó mi primer orgasmo sin tocarme. Se había destapado y el camisón lo tenía subido hasta más allá de la cintura. Ahí descubrí que no era tan flaca. Ni mucho menos.

Busqué algo con qué limpiarme y corrí al baño, no sin antes escuchar su risa. La muy maldita estaba despierta.

Era la sobrina perfecta para mis padres. Hacía todos los deberes de la casa y más. La prima preferida de mi hermanito, siempre tenía tiempo para jugar con él o llevarlo a la plaza.

Y mi más dulce condena.

Comencé a temer quedarme a solas con ella. Me atosigaba a preguntas embarazosas para mí. Claro que los trece de mi época, no son los trece de ahora. Éramos demasiado inocentes. No había Internet, ni celulares. La televisión sólo tenía un par de canales. Me masturbaba, claro. Pero con poca cosa. Las tetas de una vecina, las apretadas bailando un lento, muy poco en aquellas épocas. Y ella me taladraba la cabeza.

— ¿Alguna vez te la chuparon? ¿Te gustaría que te la chupen?

— ¿Se la meterías en la cola a una chica? ¿A mí, por ejemplo?

Y se reía. Se reía con una risa que mis padres no le conocían. Una risa que me helaba la sangre. Por un lado me excitaba y por otro me daba miedo. Mucho miedo. Siempre me parecía que se estaba burlando de mí.

En aquellos tiempos estaban de moda los “asaltos”. Así les llamábamos a bailes que se organizaban en los patios o terrazas de chicos y chicas del barrio. Las chicas llevaban algo para comer, los chicos las bebidas, todos contribuían con los discos (de pasta en esa época). Y, siempre, bajo la atenta mirada de algún mayor. Se bailaba mucho rock, estaba de moda Credence. Y lo bailaba muy bien, por suerte. Así fue que comencé un noviazgo con Patricia, una de las chicas del barrio.

Mi prima nunca fue a esos bailes, por alguna razón mi madre no se lo permitía. Algo de su pasado la condenaba al ostracismo absoluto.

Cuando se enteró de mi relación con Patricia, hizo todo lo imposible para que no prosperara. Hasta hablar con ella y decirle que yo sólo quería acostarme. Claro que todo terminó enseguida, me enteré de todo eso años más tarde, cuando ya nada podía hacer.

Las noches de verano comenzaron a ser un infierno. Beatriz dormía con su camisón transparente y nada más. Y decididamente tendía a destaparse. Nuestras camas, por obra y gracia de la naturaleza, estaban más pegadas que nunca. Sus piernas solían acariciarme en medio de la noche.

No puedo negar las poluciones nocturnas, ni los sueños eróticos que tenía cada vez más seguido.

Pero al otro día ella era otra. Completamente diferente. Hasta hacía boludeces tan inocentes que mis padres creían estar cuidando a Heidi. Un día se le ocurrió hacer perfumes con alcohol y pétalos de rosas y otras flores, llenó la casa de frasquitos con distintas esencias.

Una mañana nos despertó un ajetreo inusual en la casa. Mis padres se iban a Coronel Brandsen junto con mi hermanito, porque mi abuela la madre de mi mamá, estaba mal.

Se fueron al mediodía, después de darnos todas las recomendaciones habidas y por haber. Después que el coche hubo arrancado. Después que entramos y cerré la puerta, Beatriz me miró muy fijo a los ojos.

— ¿Qué te parece si dormimos una siesta?

Me demoré muy poco en el baño. No pensé en el pijama. Entré en la habitación, la cortina estaba baja, pero se filtraba luz suficiente para ver su cuerpo desnudo sobre MI cama.

Me desnudé con la torpeza de un desesperado, que sabe que lo espera el placer en medio del fuego del infierno.

Fue mucho más que lo imaginado.

Recién a la medianoche nos levantamos a comer algo. Y después volvimos a continuar donde habíamos dejado.

Al otro día, por la noche volvieron mis padres. Había fallecido mi abuela.

Fueron unos días grises, porque mi madre no estaba bien y todos nos preocupamos por ella.

No podía contar que estaba enamorado de Beatriz. Que lo que habíamos hecho durante un día y medio me había abierto la cabeza. A pesar que las noches siguientes no quiso que lo volvamos a repetir.

Una tarde vino mi tía, la madre de Beatriz. Ante mi sorpresa, ella salió de la habitación con la valija ya hecha. Me extrañó la actitud de mi madre. Se abrazaron llorando con mi tía. Se fueron sin despedirse. Me acerqué a mi mamá para ver si me contaba qué había pasado, me contestó enojada.

—Andá a tu habitación, no quiero ni verte. Cuando venga tu padre ya va a hablar con vos.

Y habló mi viejo, claro que habló. Me dio una paliza bárbara.

Según parece había violado a mi prima Beatriz. Me había aprovechado de ella. De su situación. De sus “problemas”. Ahí me enteré que esos problemas, eran que había sido novia de un profesor de la escuela de monjas donde había concurrido. Un tipo de casi la edad de mi padre. Al tipo lo expulsaron del colegio y quedó procesado por ser ella menor de edad. Y después, para rematarla, se había querido escapar con el esposo de una vecina de mi tía. Claro que el tipo no tenía ni idea y no quería escaparse con ella. Sí se había acostado con Beatriz, pero nada más que eso. Faltaba más. La mujer lo echó de la casa, le pidió el divorcio y el hombre también tiene un proceso por haber estado con una menor.

Y yo me había aprovechado…

Han pasado muchos años. Corrió mucha tinta bajo el puente. Alguna vez estuve casado, pero no funcionó. Supongo que mi afición por la literatura y el sexo, son más fuertes que lo soportable para quien desee un hogar normal.

De vez en cuando, la Beatriz que me condujo hacia mi infierno, todavía aparece en mis sueños. Ahora que soy escritor intento exorcizarla, muy en vano. Es imposible serle fiel a aquel recuerdo de ojos tan azules y sonrisa meliflua.

Así que aquí estoy después de muchos años de escaparle al psicoanálisis, me entrego a las fauces del sillón. Además la profesional se llama Beatriz Souza De Melo. El mismo nombre, pero con ese apellido nada que ver con mi familia.

El edificio de la avenida Córdoba es frío, aunque la entrada ostente algo de lujo. La voz que me responde por el portero eléctrico es bastante áspera, como de fumadora. Subo al quinto piso, en un ascensor que huele a lavanda.

Toco en el quinto E y me abre una mujer mayor.

—Yo estoy saliendo, siéntese que la doctora ya lo llama.

La mujer sale y entro a una salita de estar muy austera. Pocos muebles, buen gusto. Un cuadro del Greco y un tríptico en madera del Jardín de las Delicias de El Bosco. Meras reproducciones, pero deliciosas. Una mesa ratona con algunas revistas, Conductas sexuales en adolescentes, Inicio de relaciones sexuales, Erotismo en la sexualidad, etc.

Se abre una puerta y la misma voz grave que escuché por el portero me invita a pasar.

Nos quedamos ahí, en ese instante. Entre la puerta abierta, sobre la alfombra de color gris, mirándonos. Quizás fueron sólo segundos, me parecieron minutos. Sus grandes ojos azules no habían perdido el brillo, llevaba el pelo más largo, peinado hacia atrás y con una trenza, un par de lentes colgaban entre sus pechos generosos. Seguía teniendo una figura espléndida. Ella habló primero y me sorprendió.

—Siento mucho lo de Andrés, Ignacio.

—Gracias, Beatriz. Estuvo mucho tiempo enfermo, una agonía pobre.

Cerró la puerta y con un gesto me indicó un sillón. Ella se sentó en otro que estaba enfrentado.

—Contame, qué espectros puede tener un escritor tan reconocido.

—Veo que estás muy bien informada, en cambio yo no sé nada de tu vida.

—Ni falta que hace. Viniste a buscar ayuda profesional, veremos si puedo, caso contrario te derivo con algún otro experto.

— ¿Crees que puede haber conflicto de intereses?

Me miró como la primera vez que nos vimos.

—Contame por qué viniste.

—En primer lugar no sabía que eras vos. Palabra de Boy Scout.

—Te creo. El apellido es el de mi difunto marido, el segundo. Era portugués. Ahora, decime cuál es tu problema.

Otra vez la sonrisita bailando en sus labios. La recordé esa tarde, pidiéndome que le ponga la crema que usaba mi madre para las manos, dándose vuelta sobre la cama, ofreciéndome sus nalgas…

—Bueno, la verdad. Son muchos, no es uno solo. Estuve casado hace un tiempo…

—Sí, ya sé. Lo leí o lo vi por televisión. La separación vende más que el casamiento. Pero tengo entendido que terminaron en buenos términos.

—Sí, sí. Claro. Somos amigos. De hecho fui a su casamiento. Es un buen tipo el actual marido.

—Pero que pasó, por qué no prosperó lo de ustedes.

—Bueno, ahí está el problema. Tengo este problema. Con el sexo.

Se le endureció el gesto. Se puso los anteojos, tomó una libreta y comenzó a anotar algo.

—Te voy a derivar con otro colega.

—Qué pasa doctora, por qué no puede atenderme usted.

Se quitó los lentes, más bien los dejó caer sobre el pecho, se estiró la falda sobre las piernas, me miró fijo.

—Sabés muy bien la razón.

—Aunque no lo creas, no lo sé. Y es posible que esté acá para saberlo.

—Hay un problema de ética. No puedo atenderte. Fin de la discusión.

Me alargó el papel que había escrito. Estaba el nombre y el teléfono de otro profesional.

Nos dimos la mano muy formalmente. La de ella estaba fría, la mía húmeda. Cuando ya estaba saliendo habló con la voz más ronca.

— ¿Todavía vivís en ese piso de Congreso, como dijeron en esa nota por televisión?

Le respondí que sí y me fui. Cuando salía del edificio tiré el papel que me había dado. Mis problemas con el sexo, podrían esperar hasta la próxima alumna de algún taller literario. Mis problemas con la literatura se calmaban escribiendo. Nada serio.

Esa noche compré una pizza y dos cervezas. Jugaba el Rácing Club de Avellaneda, así que me acomodé en mi sillón preferido y me apresté para sufrir noventa minutos.

Alguien golpeó la puerta de mi departamento. Raro. Porque nadie había tocado el portero eléctrico. Me fijé por la mirilla, unos ojos azules me espiaban desde atrás.

Abrí la puerta y entró como una tromba. Arrojó la cartera sobre el sillón y me tiró la porción que estaba comiendo. Se quitó los zapatos y en un par de movimientos se quedó desnuda. Brillaba en medio de mi living. Me bajó el jogging y se arrodilló en la alfombra. Mi miembro en su boca recobró la memoria de su cálida lengua.

Mi remera fue a parar sobre el equipo de música. En algún momento rodamos sobre la alfombra. Se sentó encima de mí, me cabalgó enloquecida. Volteamos nuevamente y quedamos de costado. Así estuvimos moviéndonos un buen rato, hasta que se arrodillo y me instó a penetrarla en esa posición. Jadeaba y gritaba mi nombre como si fuera la última vez. Por fin giró y me puso las piernas a la altura de mis hombros, me pidió que termináramos suave muy suave. Y así fue.

Me quedé apoyado en el codo mirándola. No lo podía creer. Me pidió un cigarrillo. Se lo encendí. Se rio.

—Ay, Nachito. Siempre tan caballero.

— ¿Cómo hiciste para entrar al edificio?

—Increíble, te vengo a solucionar tus problemas con el sexo y lo único que te preocupa es cómo entré… Fácil, no hay portero que se me resista.

—Tomá, usá este cenicero que me vas a quemar la alfombra. ¿Y qué sabés cuál es mi problema?

Aplastó el cigarrillo en el cenicero, se recostó contra el sillón y me miró con su famosa sonrisita.

—Vamos, che. Es sencillo. Una primita te volvió adicto al sexo. Lo que no entendió tu ex es que no sos infiel, sos fiel a tu adicción.

Se levantó con la mano entre las piernas.

—Decime dónde está el baño, primito.

Se lo dije y me quedé pensando. No entendía. Me estaba cargando o estaba loca. Mientras la miraba caminar por el pasillo, hacia el baño. Volví a tener una erección. Ella me volvía loco a mí.

Cuando regresó, notó mi estado. Sonrió, pero comenzó a vestirse. Me levanté y quise abrazarla, me evitó.

—Esperá, qué hacés. Estoy apurada. Me tengo que ir.

—Dijiste que me ibas a curar y… ya ves, sigo en coma.

—Muy simpático. Porque no te lavás, te vestís y bajás a abrirme por si no está el portero.

Eso hice. Cuando volví a mi departamento Rácing había perdido, otra vez. La pizza estaba fría, la cerveza caliente. Yo también.

Pasaron unos cuantos días. Hice un par de talleres. Conocí a un par de chicas muy sensibles a la literatura, por suerte. Di algunas charlas sobre mi último libro.

Por desgracia, tenía firmado un contrato para presentar otro libro, dentro de un plazo que ya había comenzado. Y no tenía ni una palabra acerca del libro. Ni la primera línea.

Me sentaba frente a la computadora y no se me ocurría nada. Absolutamente nada.

De qué va a tratar el libro, me preguntaban. Y yo contestaba: secreto profesional…

Hasta que una noche, sonó el portero eléctrico. Salté del sillón de la computadora, ya imaginaba quién era.

Y no me equivocaba. Su voz ronca. Me pedía que le abra, que el portero no estaba. Y su risita.

Esta vez fue más ordenado. Fuimos a la cama. Se quedó toda la noche. Pedimos comida china. Escuchamos música, hablamos mucho. Recordamos viejos tiempos, la crema de manos de mi madre que esta vez fue reemplazada por la vaselina del profiláctico.

Al otro día me desperté solo. Sobre la almohada había dejado una nota:

FUE HERMOSO ENCONTRARNOS IGNACIO. NO CREO QUE PUEDA VOLVER A VERTE.

SEGUÍ TU VIDA. NO TENÉS NINGÚN PROBLEMA, SÓLO NECESITÁS OTRA LOCA COMO YO.

TU BEATRIZ.

Pensé un rato en la notita. Después de ducharme y desayunar fui a la computadora. No me acordaba de haberla dejado encendida. Moví el mouse para habilitar la pantalla. Había algo escrito.

UN INFIERNO ENCANTADOR

Llegó en medio de la noche. Por supuesto mi hermano y yo, ya estábamos acostados. Pero era algo insólito que alguien llegara a esa hora, así que me levanté. Entreabrí la puerta de mi dormitorio y espié desde ahí.”

Por supuesto yo no había escrito eso. Pero… ¡Carajo! Era un muy buen comienzo para mi novela. Por qué no.

Nunca más volví a ver a Beatriz. En la dirección de la avenida Córdoba me dijeron que alquilaba y se fue. Nadie supo decirme dónde. La busqué en Google y en todas las revistas y libros de psicoanálisis y jamás encontré a nadie con su nombre. De hecho, por intermedio de la editorial hice averiguaciones en la Asociación Psicológica y también la desconocían.

Publiqué el libro. No me va mal. Incluso ya no estoy tan atento al sexo, cuestión de edad supongo.

Suelo soñar con Beatriz. Muchas noches me parece sentir el aroma de las esencias que hacía. Alguna vez en una plaza, me ha pasado de mirar entre la gente porque me ha parecido escuchar su risa.

Beatrice debe haber descendido al infierno. Supongo que no he logrado que Lucifer la castigue por sus pecados.

Tampoco he logrado que no me castigue a mí. Pero, también gracias a ella, he regresado. Quizás con algún que otro souvenir.

Me he comprado un perro, lo llamo Dante. Sacándolo a pasear a la plaza casi todas las tardes, he conocido a una mujer de mi edad. Se llama Fernanda y su perra Indra. Nos llevamos muy bien los cuatro.

Hoy me invitó a cenar. Sin perros. En su casa. Antes de salir, guardo en el bolsillo de mi campera un pequeño potecito de crema para manos.

Nunca se sabe.

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