Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 35, «Revolución»

XXXV

Revolución

1

Las multitudes marchan. Marchan y marchan desde el límite citadino a la Plaza de la Victoria, donde persisten aún unos grititos antiguos que rondan la vieja Pirámide que todo lo contempla.
Marchan y marchan en interminable fila y suenan las pisadas, suenan, raspan la ancha avenida que se entredora del sol que llega de lo lejos del río, de sus fondos marrones, donde el aire es secreto y su sabor arrastra un amargor cautivo del barro apisonado en su rugoso cauce.
De vereda a vereda la marcha se hace tan ancha que los vecinos no pueden, sino quedarse a observar boquiabiertos. ¡Tantos! ¡Tantos! Dice una vieja que empuja su carrito de compras con gran sacrificio; le pesa su pequeña jorobita tanto que la hace inclinarse como un pequeño árbol empujado por el viento. Cruje la osamenta y pide una caricia del calor del sol que no se decide a calentar la mañana como la vieja espera. Algo más lejos de donde la vieja carga su joroba y su carrito, un hombre fuma un cigarrito imposible que armó como pudo con sus artríticos dedos.
Unos niños disputan unos cartones. Cuando escuchan los sonidos del gentío vuelven para mirarlos sorprendidos. Su vista no alcanza a encontrar el final de la larga marcha de los desocupados y mientras ríen se dan golpes unos a otros, pero en señal de alegría, no de riña. Luego gritan, saltan y escapan con la carga donde un hombre los espera con un carro que él mismo tira y en el que lleva unos enormes bolsones de tela plástica cargados de papeles y cartones.
El gentío avanza con paso lento. Suenan músicas y por los altoparlantes unas consignas sobre el trabajo, el techo y la tierra salen de la boca de las bocinas y adquieren una particular fisonomía enrulándose en el aire como virutas. Al frente de la marcha van las banderas. Las tres “T” están magníficas. Altas y anchas fundan todas las esperanzas, bendicen, alientan desde sus trazos abiertos, dan su abrazo continente y la gente se agrupa bajo sus sinaíticas formas donde encuentra cobijo y respira serena mientras camina y camina rumbo al reclamo.
Llevan sus niños a cuesta o en pequeños y destartalados carritos que empujan con entusiasmo.
Entonces aparecen los vendedores que salen de lugares imposibles, escondrijos que solo ellos conocen y portan sus chucherías, sus bebidas, sus porciones de hambre en unas pesadas cajas que cargan como si fueran gráciles asuntos de entrecasa. Gritan y gritan sus bagatelas, ¡ofertas! ¡Ofertas!, repiten con voces rudas, ¡ofertas!, dos por tres y tres por cuatro, gritan y gritan bebidas frescas, gritan panes calientes, gritan chipá, y gritan banderines y banderas de la patria que revolotean a su alrededor como aves blancas y como aves celestes.
Grita uno más fuerte que el otro, se apabullan entre ellos y los caminantes los observan con dulzura mientras beben sus propios tererés y mastican sus propios panes cocidos a la brasa justo antes de empezar la marcha.
Los espías deambulan de aquí para allá disfrazados de caminantes. Sus sombras se arrastran de un modo diferente, se adhieren al asfalto y adquieren una densidad patética.
Las sombras de los espías están vacías, son sarcásticas, no tienen patria, son siempre peregrinas y van tras las treinta moneditas de Judas.
Las sombras de los caminantes son bien distintas. Livianas, tienen algo de miga de pan y levadura, huelen a fuego casero, a brasita de carbón de madera blanda; flotan, no se arrastran, flamean como banderolas que salen de todos los cuerpos dibujando interminables firuletes y los niños juegan con ellas y modelan sus formas.
Los espías hablan por sus celulares a lugares extraños que nadie, salvo los jefes, saben dónde quedan. Son cuevas, tugurios fortificados, íngrimos agujeros donde el Estado acumula traiciones. Informan circunspectos que una madraza lleva cinco niños colgados de sus caderas, ¡cinco niños! Gritan y muestran los cinco dedazos de una mano para hacer más evidente su hallazgo. De uno de ellos tienen sospechas, el más pequeño, pero de seguro y por ello el más peligroso, que chupa con entusiasmo un pezón. Dicen de una abuela que porta una rama como bastón y un abuelo que luce una gorra blanca para cubrirse del sol.
Algunos espías son vendedores que ofrecen naderías, se meten entre el gentío que los corre sin ser brutales. Quieren saber qué puede haber entre las hojitas de la yerba con yuyos, los dulces terrones de azúcar, los mendrugos de pan que los niños muerden con entusiasmo, que pueden esconder entre las ropas raídas de los caminantes. Ofrecen sus telas de cebollas, sus cáscaras de naranjas y racimos de nadas que la gente rechaza con cuidada educación.
Entre los marchantes van los ocupantes de las tierras altas. Llevan sus casacas blancas con inscripciones en celeste y Rudecindo va entre ellos, la gorra baja y las manos en los bolsillos. A su lado flamea una bandera. Está tejida en el telar de la patria. Amontona el clamor de las multitudes y el ritual del sol en su centro ilumina los innumerables puños congregados bajo su manto. Se la ve desde muy lejos como ocurre siempre con ella. Fue la que guio a los hombres cuando las victorias. La que reunió a los dispersos en Vilcapugio, cuando la derrota. La que el General atesoró en Tiriri. Siempre retorna de todos los derrumbes y hace frente a todas las agresiones. Es, como siempre, camino. Flecha, dominio, lanza, piedra, fuego, águila. Es todo. Y allí está junto a su pueblo.
A la altura de Plaza Flores se hace un alto. La basílica a la derecha, la plaza a la izquierda, el sol de frente. Unos policías ladinos se agrupan en la esquina de la San José, en diagonal a la plaza, y están quietos como estatuas de cera atendiendo al descanso del gentío.
El alcahuete presidencial observa a la multitud que descansa en la explanada de la basílica y entre los arbustos de la Plaza Pueyrredón. En un despacho cerca del suyo, decenas de televisores le dejan ver en high quality la multitud desde distintos ángulos. Observa circunspecto los rostros curtidos de los caminantes que esperan la orden para retomar su marcha. Son rostros obreros, son rostros campesinos. Pueblo, pura matria, pura patria, raíces centenarias, montañas, enredaderas, cántaros y arcillas, clamor de las antiguas familias desterradas.
El presidente está en la quinta disfrutando su mañana tranquila. Trata de superar su estrés dominguero que lo indispone para cualquier acción de gobierno. Lo ha repetido ¡tantas veces! La mañana no fue creada para los reclamos. Y esa debe ser la enésima mañana en que esa población suburbana llega desde los límites de la ciudad capital hacia la Plaza Mayor. ¡Qué se puede hacer para terminar con aquellas caminatas interminables! Horas. Horas. Horas, caminando por la gran Avenida que lleva el nombre del gran rufián hijo de la Baring Brothers hacia la casa de gobierno, haciendo un alto por allí, otro por allá, y otro más cerca del destino final.
Un mastodóntico escenario de espaldas a la casa de gobierno y de frente al histórico Cabildo, ya está montado para el acto final, donde una decena de oradores dirán cada uno todos los reclamos de los demandantes.
Cuando arriban a destino, la patria adquiere su verdadero rostro. La voz del pueblo se oye en todas direcciones. Pero el señor presidente no quiere escuchar, no le interesa. Medita su próximo arrebato cómodo en la poltrona en un amplio salón de su residencia de primer mandatario. Murmura palabras que nadie escuchará jamás y refunfuña en voz más alta sobre su destino. La multitud grasienta, la multitud del hambre, la que viste harapos, la que hurga la tierra con las manos, la que orada la piedra, la que escribe con tiza, lo indispone. Pronto viajará a las capitales donde se organiza la usura. “Allí se respira otro aire”, se dice a sí mismo, y se entrega a un breve sueño que lo pone a salvo de toda esa muchedumbre que reclama a voz viva sus derechos.
2

Matria, que no estás en el bronce.

Retumba en la Plaza de La Recova sonidos de río, caracolas secretas de colores de tierra traen un viento, la mano en el pecho, cargado de aguas, humos, barros y perfumes antiguos, girando y girando un vals ejecutado por unas cuantas guitarras castellanas que a la noche se embriagaran por los mesones. Los hombres agitan sus esperanzas y las mujeres sus martirios. Cada uno sigue su huella y una anciana limosnea fajada en traje militar como si estuviera lista para una nueva batalla o un desfile de triunfos. Pero está harapienta, falda rota, ¡tantos remiendos!, falda rota arrastrando un jirón por la greda como si fuera un perro de tela que sigue a su ama a donde fuera.
Está descalza. Los pies hacen una huella pequeña porque es liviana como el aire; delgada, huesuda, su delgadez la dobla hacia adelante y le dibuja una corta jorobita que un manto de bayetón encubre sin demasiado éxito. Cruzan su rostro cicatrices dibujando en la piel estampas de la guerra de la independencia por donde pasó la espada enemiga para dejar su tajo.
¡Una limosna!, pide, ¡una limosna! La miran como salida de una historia olvidada. Nadie sabe su nombre, nadie se lo pregunta. Es que Buenos Aires se olvida fácil de sus soldados, Buenos Aires tiene poca memoria por los que combatieron. Sus hacendados aman sus cueros y sueñan con saladeros del tamaño de un reino, el latifundio domina la extensión de la pampa y los terratenientes exigen el respeto de todas las mercedes reales y claman la restauración del orden frente al desquicio de ilusos revolucionarios. Aman al nuevo rey, el latifundio, la inmensa hacienda y alguna vez irán por esos indios que se atreven a defender su patria más allá del Salado. Los contrabandistas aman sus contrabandos y reniegan en voz baja de las victorias de la Reconquista y la Defensa. ¡Cuánto libre comercio se perdió en el combate entre cuchillos indomables y aguas hirvientes que escaldaron rubios ingleses traídos de las matanzas de la India! ¡Cuánta fue la ganancia que se perdió en agosto de aquel año y luego en julio del que le siguió en combate! Los comerciantes quieren vender chucherías al precio de unas joyas llegadas de Inglaterra, la amada Inglaterra, la del libre comercio, la que abre inquietante su boca para luego devorarse a los cipayos como a un bocado agradable macerado en las exóticas tierras de los confines del mundo. Pero ninguno de ellos quiere que los molesten con las memorias de la guerra. La guerra es el pasado de los insurrectos, de los que anduvieron recorriendo la geografía clamando una nación sin amos. Mejor olvidar aquello de ¡ni amo nuevo ni amo viejo! Porque eso es una anomalía de la historia cercana. Aquel, blanco e hidrópico, dicen, fue sepulto en un sepulcro “al pie de la pilastra derecha del arco central del frontispicio de la iglesia”1 y allí quedó olvidado, abandonado como esa vieja que vaga limosneando y comiendo un mendrugo por la gracia de Dios, cuando Dios quiere.
Es María Remedios del Valle, la Niña de Ayohuma, la Capitana del Ejército del Norte, la Madre de la Patria. ¡Ay, madre de la Patria! En la ciudad que nació, en Buenos Aires, nadie la reconoce. ¡Parda! Dijo el cura y en los registros parroquiales así quedó inscripta. ¡Parda! ¡Negra! Sangre africana por las venas. ¡Parda! De las que humillaron al inglés cuando la Defensa. ¡Parda! ¡Negra! ¡Parda! La revolucionaria de Mayo, la que esperaba la propicia señal para acabar de una y para siempre con los amos de la vida y la muerte, los esclavizadores que consumían la virginidad de las niñas esclavas junto a un vino de España que los embriagaba con sus monárquicos dulzores.
Arrea al esposo, junta a los hijos y parte al norte, donde la guerra aguarda cordillerada, espesa, roja, altoperuana, hasta Tumusla. Una avalancha de muerte la sorprende en Huaqui y rueda la sangre y ruedan las lágrimas y un garfio salpica esa sangre americana, juguito ritual de la arteria primordial de cuando Pizarro enarboló la muerte hasta los tuétanos. Rueda el escalofrío de un cuchillo, el mismo que decapitó a Micaela, venganza de los conquistadores contra los rebeldes de Tupac Amaru. María Remedios marcha al éxodo como todos los suyos. Él, el hombre que trae la bandera en sus manos, llega y recoge los despojos de un ejército vencido. ¡Parda! ¡Negra! ¡Parda! Desde la retaguardia llega con la ira de la lanza y el ronco pabellón de su mosquete. Mata. Hiere. Persigue. La tropa la bautiza “Madre de la Patria”. Él, el eterno ilustre, la bandera perpetua, la nombra “Capitana del Ejército”. Bebe el elixir de la muerte varias veces y el más terrible cuando caen los hijos en el campo de batalla. Llora a los hijos. Llora al esposo. Va a la guerra incendiaria, va a la guerra furiosa. Ella misma es la dinastía de toda la batalla. La derrota llega con todas sus gangrenas. Derrota en Vilcapugio y más tarde en Ayohuma. Es Niña de Ayohuma, con otras Niñas. Niña prisionera de los conquistadores. Será castigada por parda, por negra, por revolucionaria. El odio llega en la punta de un azote. Gritan: ¡Parda! ¡Negra! ¡Parda! Es juzgada y condenada. Cruz y espada para la matanza. El dios del rey de España, el de la Santa Alianza, apalea a los esclavos y el cura bendice la matanza. Azotes en el cuerpo y en la cara. Nueve días seguidos la azotan por las calles y la exhiben en las plazas, trofeo de los territorios sublevados. ¡He aquí a la negra azotada hasta la muerte! Gritan. ¡Llevará para siempre estas heridas! Son preseas maravillosas, las exhibe orgullosas con el orgullo de los abanderados. Quieren que se rinda, pero ella no sabe de rendirse. Escapa. Vuelve a las armas, su verdadera patria. La guerra liberadora es su estrategia. Martín Miguel de Güemes, el Libertador, la admira como a pocas, es la guerrera de la Patria. ¡Parda! ¡Negra! ¡Parda! ¡Y con orgullo! No sabe de rendirse, no lo sabrá nunca, ni cuando pide limosna salida del atrio de la iglesia. La verdadera Matria. Indomable.

3

El señor presidente busca un estercolero donde reptar a gusto. Invertebra hasta su sombra que repta como una anguila enferma. Pregunta a su alcahuete que es esa bandera que aún flamea. Está a su vista, justo a su frente, donde se impone la vieja Plaza de la Victoria, cuando estaba el Fuerte a su frente y más allá el río y atrás era el Cabildo donde la historia cambiaría para siempre. Lo tranquilizan los asesores para que no altere su sueño aquellos acertijos de la revolución temprana. Los chisperos se reúnen alrededor de un pañuelo blanco y esperan la orden de su jefe. Pero el señor presidente no puede verlos porque está atento al reparto de desgracia y debe rendir culto a sus amigos extranjeros. A los hambrientos les ofrece pan duro, a los poderosos, oro. A los enfermos vestidos miserables, a los poderosos, oro. A los necesitados de justicia un hoyo negro. A los poderosos, oro. A los que piden un árbol les otorga un muro. A los poderosos, oro. En la mesa de dinero de los especuladores invierte los territorios de la patria y apuesta la plusvalía de cien años. A un usurero le da una pampa, a otro una montaña de oro, a quien rebuzna el mar azul y al que se desgañita una selva. A una vieja dama la reverencia mientras ella se lleva hasta el último centavo. Así, el señor presidente, seca los ríos, derrite los hielos, diseca las raíces y aplasta todas las semillas. Todo lo interpreta desde su bolsita de dinero usurario. De plusvalía y la sangre se nutre su fortuna. Y dice que esto recién es el comienzo.

4
Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.2

Guadalupe sospecha de la historia. Desde el hoyo en que está sumergida no puede comprenderla. La Matria pasa y la llama en voz baja. Pero ella no la oye; repara en el hoyo en el que está sumergida. Es oscuro y profundo. No hay ni esa carpa azul con que los prisioneros deleitaban sus ojos mirando al cielo mientras esperaban la muerte en la cárcel donde el poeta pagó por sus amores. La soga pende de la rama de un árbol y su ruido recuerda cuál es su cometido. Por encima de la cúspide del árbol, el sonido hosco de una bala cae desde esa altura y toca una cabeza humana. Los ojos dejan de ver en ese instante, como cesa el sonido en los oídos, el perfume en la nariz, la voz en la garganta, la caricia en los dedos. Todo cesa y Guadalupe siente rodar la vida hacia una rejilla pequeña, insignificante, que adquiere el color de las cosas muertas. Cae de rodillas, llora. Todo es dolor. La boca muerta. La mano muerta. Solo silencio para poder llorar las horas, los días, las semanas. Allí acabó todo, dijo. Se acabó, “no puedo más”3. Uno va arrastrándose entre espinas. Esa música y esa letra suenan con voluntad propia. El tango tiene ese dominio del dolor, tan exclusivo. ¿Allí acabó todo? Ella está viva, sin embargo. La revolución pasa a su lado desafiando a la muerte. La revolución es esbelta, significante, cautiva como una rosa blanca, es hermosa de todas sus maneras. Le da su pañuelo blanco y espera ella lo agite para que los chisperos puedan decidirse cuando llegue el momento. La Legión de los Infernales aguarda emboscada en el fuego de las palabras que pronuncia la voz de la Revolución. La Legión mira al pañuelo blanco que Guadalupe conserva en su puño y aguarda. El verbo de la Humanidad no puede dejar de pronunciarse: Revolución. ¿Por qué no habría de pronunciarlo ella? Guadalupe enjuaga sus lágrimas. Seca su rostro con el pañuelo blanco y medita. ¿Cómo era aquello que Dolores repite en cada oportunidad en que se presenta el fracaso? Debería recordarlo de tantas veces que escuchó esas palabras. Pero ahora está aturdida por la ausencia y porque todavía no descifra el significado de ese pañuelo blanco que la Revolución confió a su mano. Cuando comprenda, su vida cambiará definitivamente. La Matria aguarda paciente que Guadalupe salga de su ensimismamiento y vea la vida desde la perspectiva de la revolución perpetua. Si quieren hablar de heridas, la Matria está dispuesta a mostrar el rostro. Sus medallas estampadas por cada azote sabrán hablar mejor que ella.

5

Padre nuestro que estás en el bronce.

Suena a cuchillo el trote del caballo del General y a su paso, suena a la par el metal sordo del toque de la herradura en la piedra. Un hato de nubes cuida su redonda cabeza y algo de un cielo de todos los tamaños lo contempla. Viene a ofrecer la revolución como camino. ¿Habría otro? Ninguno. Lleva una bandera entre las manos. Una ola de azul surge de ella y otra de blanco se despliega. Se arbola entre la tropa que mira como todos los miedos se marchitan. Surgen patrias donde menos se imagina. Surgen del cielo a la tacuara, del agua al pedernal, de las hogueras al filo de la espada, del viento a los furores de la pólvora. Proceden de los hombres más sencillos. De todas las mujeres que soportan los golpes inclementes como lo hace el yunque inconmovible. Entregan los hijos a la muerte y les hacen jurar por la victoria. Un torrente de agua y espina anuncia el arribo de los carniceros. El general sabe a racimo maduro y espera la hora del combate. “Yo sé a pendón eterno, a tierra de la altura del volcán, aire de médula verde que bate su ala en el viento una manga prodigiosa, en la pura geografía de la insurrección”. La revolución es todo. Todo. A ella puso su vida a su servicio. Un privilegio está a punto de sonar en la hora destructora de la guerra. Resplandecen las patrias y la bandera temprana se alza por encima de todos los paisanos y envuelve enamorada de guerreros la victoria.

6

Rudecindo espera el arribo del micro que viajó a la ciudad a recoger a la legión de mujeres que llegará para explicar el asunto de Trelew. Espera con ansias conocer en persona a Guadalupe. Él cree que debe ser la elegida para incorporarse a la legión de relicarios encargados de proteger al ilustre. Pero el suboficial “Pérez” sabe que ya se tomó una decisión sobre esa posibilidad.
—No –fue rotundo–. Ella será más útil en lo suyo.
Rudecindo hubiera insistido, pero sabía que el suboficial no se negaba por un capricho personal. Era seguro que ese asunto ya había sido debatido entre la superioridad. No era un hombre de adelantar juicio. Si los había discretos, ese suboficial lo era por demás.
Rudecindo no sabía más que lo que Juana y la Quispe le dijeron de su reunión en la Asociación. Las mujeres no estaban del todo seguras de que Guadalupe fuera a ser de la partida. Pereció confundida y algo abrumada cuando leyó la nota de Amanda. Tampoco podían asegurar que creyó en lo que leyó. Amanda era un fragmento de un pasado oscuro, lleno de horrores. Ellos, desaparecidos, todos los que protagonizaron algo de esos sucesos, no podían saber con exactitud qué sentimientos profundos despertaba en la mujer el recuerdo de Amanda.
—De todos modos, hay que tener a mano las copias de esas cuatro hojas de la autobiografía de Amanda. ¿Dárselas a la que dirige?
—O a la abogada. –Sugirió Rudecindo.
—O a la abogada, cierto. Si es que viene. Hoy hay reunión de señoras. Conviene consultar con Juana y la Quispe. Puede que ellas tengan otra sugerencia.
—Ya salieron para la ciudad.
—Cuando regresen hablaremos con ellas. ¿Supo de la muerte del fiscal? –Preguntó el suboficial intrigado por las novedades que llegaban desde la ciudad.
—Sí. Escuché en la radio la noticia. ¡Qué tipos esto! ¡Cómo matan!
—Como mataron siempre. Estos no tienen nada que envidiarle a Goyeneche.
—No es que el tipo fuera una joya –dijo Rudecindo.
—Cuando pelean las comadres se saben las verdades. Además de matar al fiscal, quemaron dos tugurios de ellos.
—Vaya a saberse qué había ahí adentro –se interrogó Rudecindo.
—No es difícil imaginar.
—¿Y la que se llama Ámbar? –preguntó Rudecindo.
—Está muerta. Esa es la información que tenemos de muy buena fuente.
—Ese sí que va a ser un tremendo golpe para la muchacha.
—Ella lo intuye. Es más, lo sabe. Cómo no va a saber ella cómo son estos tipos si padeció al padre que esos desgraciados transformaron en un prócer. Lo que va a importar es si va a poder elaborar ese crimen. Si transforma su dolor en lucha va a encontrar el camino para seguir adelante. Si no, se va a perder en las revueltas del dolor. El padecimiento no sabe de mezquindades, cuando llega, se ofrece inagotable. Cuando el dolor abruma, la desesperación gobierna.
—¿Y usted que cree que va a ocurrir? –Rudecindo quería escuchar de la propia boca del oficial cómo imaginaba ese futuro.
—Va a salir adelante, como hizo siempre. El dolor de esa desaparición no se le va a pasar nunca. Pero luchando el dolor se lleva diferente. Después, en asuntos de amor no opino porque no tengo experiencia.
—Esperemos, no se equivoque.
—Va a salir adelante. Yo estoy seguro de ello.

7

En San Juan y Lima se reunían las mujeres. Iban en comitiva a las tierras altas donde se habían sucedido todos esos hallazgos que habían salido a la luz en los últimos días. Donde se habían conquistado las tierras que se había apropiado el terrateniente para su riqueza personal.
Sarmiza no digería la muerte del fiscal. No era por estima ni por simpatía. Ella sabía que lo habían quitado del camino como a cualquier estorbo. Por qué el tipo se les había escapado de su control, no lo sabía. No lo sabría nunca. Para llegar a ese conocimiento debía pasar por “Pérez y Pérez”, y ella no tenía ni la menor idea de quién era ese rufián con aire melancólico y una vasta cultura que no escatimaba en lucir en cada oportunidad que se le presentaba.
Sarmiza le dijo a Dolores que después de la muerte del fiscal, la causa sobre Guadalupe de seguro iba a vía muerta.
—La van a cajonear hasta que prescriba. Es muy fácil.
—¿Sí?
—Sí. En la pila de expedientes siempre está último. Hay alguien que solo se ocupa de eso. Cuando el expediente de Guadalupe suba, viene el tipo y lo vuelve a poner último en la pila. Un mes, dos, diez, cien, mil. Hasta que prescribe.
—Fácil –dijo Dolores por decir algo.
—Fácil –repitió Sarmiza resignada.
Dolores, que nunca confió en la Justicia, agregó que eso no era nada sorprendente. Ninguna causa donde se roza un nervio del poder real tiene destino de éxito. Eran verdaderos abortos, empresas que estaban muertas antes de adquirir vida. El sistema judicial es una gran reserva de la injusticia, el verdadero cometido de todo ese andamiaje burocrático era garantizar la sobrevida del poderoso y la sumisión del oprimido.
Para Dolores, la muerte del fiscal no tenía nada que ver con la búsqueda de Justicia como anhelo, como derecho, como triunfo. Era una muerte decidida en un recoveco oscuro del Estado, donde algún mandamás lo señaló con su dedazo por impertinente. Atrevido. Desviado. Desobediente. ¡Qué palabra tan hábilmente pronunciada! Escrita en todos los idiomas. ¡Desobediente! ¡De-so-be-dien-te! Una palabra escrita mil veces por el hombre de ojos celestes y fino bigotito nacarado bajo la nariz griega, escrita y reescrita mientras muchos otros cavaban una profunda fosa y él jugaba con su serpiente de todos los días durante un vuelo de la muerte.
La purificación se invocaba para limpiar las desavenencias que podían exhibir algo de los pliegues oscuros del poder. Dirían más francos sobre el fiscal los conocedores del submundo del poder “se pasó de rosca”, y el único modo de retorno que conocían los superiores era terminar la desobediencia con una acción punitiva.
Por más vuelta que se le diera al asunto siempre se volvía al reglamento. Obediencia debida, obediencia ciega. La ruptura de la obediencia era el principio del caos. Si la obediencia era reemplazada por la disidencia, sobrevendría la decadencia como destino. La democracia era una burla que crearon los griegos para distraer a los esclavos que bebían la leche negra de la esclavitud perfecta, sodomizados, mientras sus amos elucubraban fórmulas mágicas en adorables libracos de filosofía. La democracia era para la Agencia, un subterfugio, una escapatoria de los políticos para acomodar sus privilegios a cada momento de la historia. Pero la Agencia era mucho más que un instante en el poder, un instrumento indispensable de los privilegiados.
Era en sí misma una constante cuya magnitud de valor no variaba en el tiempo. Era el tuétano del sistema, la sustancia última, y en ella solo cabía la obediencia debida en estado puro, como sustancia extraordinaria, como elixir vital; la transmutación del plomo en oro desde los tiempos de la alquimia, cuando los hombres morían en las hogueras por desobedecer órdenes tan simples como aceptar que la tierra era plana y el sol giraba y giraba a su alrededor en un interminable baile geocéntrico. Como aceptar que todo lo creado por Dios fue a partir de la Nada. Nada. De la Nada. Con todo lo que ello implicaba. Que el hombre caído no puede redimirse a sí mismo. No-puede-redimirse-a-sí-mismo. Así de Simple. Y el fiscal debió ser redimido.

8

La tardanza de Guadalupe suscita en las dos mujeres sentimientos diferentes. ¿No sería de la partida? Sarmiza duda que la muchacha llegue a tiempo para la excursión a las tierras altas. Dolores, en cambio, confía que llegará. Sarmiza duda y reniega y Dolores confía e insiste en esperar un tiempo más. No era habitual que Guadalupe se retrasara, pero dadas las circunstancias no debía descartarse que estuviera dudando o hubiera quedado enredada en sus propios pesares.
Juana y Quispe están serenas. Difícil que desesperen o apuren un trámite. Levan desde que nacieron el peso de todas las cosas sobre sus espaldas. Saber esperar era un don.
—¿Se nos hace tarde? –inquieta Sarmiza pregunta a las mujeres.
Las dos movieron la cabeza de un lado al otro, negando.
—Hay tiempo. Aquí esperamos mientras allá van llegando las mujeres. Llegan de lejos, caminando, nada es fácil en las tierras altas.
La respuesta no serena a Sarmiza que no puede dejar de observar su relojito.
A lo lejos, pero muy a lo lejos, una persona viene en dirección al grupo que está reunido en esa esquina. Dolores no dudó un instante, dijo “allá viene”. Sonríe satisfecha. No se equivocó. Sarmiza no llega a descubrir a Guadalupe por esa lejana silueta. Algo del bamboleo de las caderas la anuncia, pero ese movimiento no alcanza a convencerla de que la muchacha está llegando.
Guadalupe ve al grupo, pero no apura el paso. Duda de la conveniencia de ir. Está muy angustiada. La ausencia de Ámbar no la deja pensar con serenidad y todo le parece ajeno, extraño, hasta inútil. ¿Por qué estaba, entonces, caminando hacia donde se encontraban todas reunidas? Porque una fuerza extraña la empuja en ese sentido. Ella la atribuye a su Ámbar. Le hubiera dicho “vamos, vamos”. Y hubieran ido las dos de la mano.
Guadalupe llega cansina. Saluda a todas las mujeres una por una. Juana la besa en las dos mejillas. La Quispe le tiende la mano. Sarmiza la empuja en dirección al micro. Su toque es suave y para nada exigente. Dolores solo la mira, sabe que hablar en ese instante es imprudente. Conoce a Guadalupe demasiado bien como para apurar la conversación. Entiende el dolor de la muchacha. Cuando todas terminan de acomodarse, el chofer pone en marcha el colectivo y encara para la autopista en dirección al oeste. Cuando lleguen, la asamblea de mujeres estará completa para empezar la discusión. La orden del día es el Encuentro Nacional de Mujeres, aunque es seguro que la información sobre la negociación con la gobernación será un asunto al que se le dedique un buen tiempo.
La bandera flamea. A su sombra se agrupan las mujeres. Su asta es firme y la agitación de sus colores es tumultuosa. El sol toca las tierras limpias hasta las propias fronteras y desde esos límites se escuchan sonidos de patria que llegan desde los tiempos de la Revolución. En la extensión los sonidos labran las razones de la lucha. ¡Oíd mortales! Repiten y recuerdan de dónde venimos. También dicen a dónde nos dirigimos. ¡Libertad, libertad, libertad!
En las tierras bajas, donde mandaba el señor terrateniente, las campesinas mordían la tierra hasta quebrar sus dientes. Dormían sobre jaulas de verduras, y las quemaban los piojos que escaldaban los cueros cabelludos a picotazos. Los niños eran pequeñas humanidades que entraban en lucha con todas las raíces que encontraban mientras la pobreza los abrazaba a todos como una mala sombra.
Ahora, en las tierras altas, ¡oíd el ruido de rotas cadenas! Bajo la bandera aquella, gobierna la pampa con toda su grandeza. Se huele el humus surgir de los surcos donde van las semillas a atesorarse y luego del trabajo una mujer le da la mano a otra, y un hombre la de la mano al otro, y surge la dignidad y el entusiasmo valeroso. ¡Ved el trono a la noble igualdad!
Se escucha el ruido del motor del micro a cierta distancia. Llegan las visitantes a las que le harán una fiesta de bienvenida. Trelew espera, la promesa de todas es llegar al Encuentro porque el Encuentro es de todas. Todas. Todas. ¡Qué palabra grande, amplia, poderosa! ¡Todas! ¡Todas!

9

Cabalgan las generalas. Confiados batallones de mujeres hacen la guerra del modo más temible. Cabalgan las generalas. No le temen a nada. No le temen a nadie. Sagrado mosto por sus venas devuelve en el músculo y la espada al presente la libertad perdida. El cura acusa cadalso y cruz, garrote vil bajo la hostia negra, “la niñería se ha vuelto capitana”. Han tornado su juventud en guerra patria; sublimes, indomables estandartes, latidos que aterran a los verdugos que huyen entre sombras por un barro rojo que ha coagulado los gotones de una sangre invasora.
Tinta. Tinta. Noche oscura de noviembre. En Tinta suenan desatadas las furias. Tinta clama. Solo a ti Arriaga, solo a ti te camina la muerte por la Plaza de Tungasuca. El salvaje hierro cae con frenesí y salpica tu sangre los desafíos de los sublevados. Ya no das órdenes, no emites sentencias, la revolución se corona de plumas, del desafiante sol que se reparte en todo el patrimonio como un don mayor desde la cordillera al llano al mar y hasta los ríos.
Por Qosqoñan a Sangarará. Sangarará. Repite el nombre que será pronunciado luego de siglos: Sangarará. Micaela Bastidas alista los cuchillos, llenas las alforjas de filos y centellas, cuece las pólvoras primigenias y estira los fusiles desde sus sombras hasta el fulgor de sus incendios.
Una legión de mujeres despierta a la noche de Tinta y camina de agua, de tierra camina, tocan las piedras, tocan los vientos, juntan los relámpagos, las ráfagas, la extensión de la furia hasta Sangarará y anotan con nuditos sus nombres que ya pronuncian mil labios para que todos sepan de las generalas. Dice Cecilia Escalera Tupac Amaru, dice un suceso extraordinario, dice y repite ese nombre que graba en pequeñas piedras que disemina por el territorio. El patrimonio de su nombre alcanza a las hermanas que preparan también sus piedras y sus pólvoras para la furia del combate. Sangarará es Tomasa. Tomasa Tito Condemayta verbo iracundo, hueso y pellejo y músculo y atmósfera de un tiempo que se creyó perdido. Tomasa es de la estirpe de la guerra y la lleva en las manos para lanzarla como un acero cuando sea oportuno. Llega a caballo Úrsula Pereda. Úrsula machaca la tierra con una carnívora herradura que prefiere el choque en Sangarará. Ráfaga Isabel Coya, ráfaga atravesando el aire para ponerse a la vera de Bastidas. Árboles muertos, hierros iluminados llegan del poderío de Francisca Aguirre, y llega, llega Marcela Castro trayendo el recuento de todos los azotes, de todos los atormentados, de todas las lágrimas embrutecidas. Y llega Gregoria Apaza y llega Margarita Condori y Antonia Castro y Bartolina Sisa la medida de todas las cosas. Árboles libres, cielos libres, aguas libres, fuegos libres, ellas de la antigua majestad donde se enquistó la agonía del último inca, llegan a Sangarará a otorgar la victoria a todos los hermanos de la patria oprimida. Llega la matria y abre un agujero en la esclavitud que no puede cerrarse de ninguna manera. La revolución sale a caballo por todo el continente.

10

¿Marcha? ¿Protesta? ¿Cuántas más? El alcahuete presidencial se encoge de hombros. Es político, no adivino. Es un joven político que aspira a suceder al rico mandatario en su cargo. Mira al mandatario de igual modo cuando se contempla una estampita, una figurita extraña, pero el hombre no se da por enterado.
El señor presidente respira el aire como si respirara el propio cielo y llena de azul sus alveolos. El aire azul de la mañana azul lo dispone a considerar las cosas de otra manera, sin extremismos que surgen de la inquietud del porvenir. De pie, frente al espejo, compite el azul de la mañana con el azul de sus ojos. Los maestros de la muerte llegan para interesarlo en sus bravuconadas, vuelven a comentarle la intención de hacer cavar tantas fosas como fuera posible. Luego la víbora con la que ellos escriben sus sentencias de muerte, dirá quien se meterá al hoyo y dejará sus días entre aguas heladas y disparos por la espalda si fuera necesario.
Se trata del porvenir que está al alcance de la mano. Nada de mirar más allá de la propia sombra. Para él y los suyos el porvenir es un asunto que prefieren dejar en manos de los esbirros. Desde hace décadas los esbirros componen a su manera los asuntos de Estado. Son quienes imponen el orden. Esbirros y jueces. O jueces-esbirros, que justifican en sus sentencias cualquier tropelía.
De todo ello se ocupa el alcahuete presidencial porque es un hombre de la prosapia del Remington Patria, con el que se exterminó a miles para expandir el latifundio. ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Silbaban las balas mientras caían por decenas hombres y mujeres y niños y ancianos que no podían, sino oponer el pecho a la matanza. A los hombres que sobrevivieron les cortaron las orejas y algunas mujeres los pezones.
¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Tres “T” de mala muerte. El exterminio que bajó en forma de cruz y asestó sus dolores insoportables a los condenados llevó la «T» como cucarda hasta los confines de la Patagonia.
La tierra llegó regalada por la sangre dulce de los originarios. El soldadito recibió su porción de tierra, su lote de matanza y luego, muerto de hambre y desahuciado, le vendió sus papeles de propiedad al inglés que extendió sus dominios hasta el Cabo de Hornos. ¡Dios salve a la Reina a cada lado de la cordillera!

Los esbirros boquean sus insultos cuando se la toman con un pobre. Fácil cosa. El pobre no tiene más que una respiración entrecortada, la baba que se mezcla con sangre entre los labios luego de la trompeada y los labios que se ponen moraditos como la mora silvestre que nace al garete por todos los campos del suburbio. Al calabozo. Un día, dos días, diez días. Cien días. Nadie sabe cuántos días el pobre la pasa a la sombra en los calabozos.

El pobre no tiene defensa alguna. En la ciudad se hace con disimulo porque queda desagradable a la vista del turista. Se espera tanto de él que no se ha de hacer cosa que lo espante. El turista quiere su porro libre de transgénico y también sus putas. Las quiere jóvenes, pero sin glifosato.
En los dominios de los señores terratenientes es otro asunto. Allí el turista no asoma su nariz rojita como un tomate cherry. La voz del terrateniente es ley. Vox Dei. Juez y verdugo. Ley, pura ley nacida de la propiedad de la tierra. De los hombres. De las mujeres. En especial de las mujeres.
El pobre lo tenía sabido, si no se la tomaban con él, lo hacían con sus mujeres. ¡Hembras! Gritaban los mandamases. ¡Hembras!
Cuántas el pobre vio desaparecer de las ranchadas para ser recluidas en los prostíbulos de los amigos ricos, de los ricos que hablaban de la familia a cada rato. Que la familia es lo primero, que la familia es lo segundo, que la familia es lo primero y lo último. “Mi familia”, luego aclaraban. No la tuya. Menos la del pobre. Dios, patria, familia y propiedad. Y arreaban las mujeres a los aguantaderos prostibularios de ricos hacendados, de jueces poderosos, de políticos encumbrados. Jóvenes muy jóvenes y blancas. Nada de negras, nada de mestizas que solo sirven para lavar los pisos y hacer los mandados.
En las reuniones ministeriales, cuando rememoraron entusiastas la Ley Cané y releyeron extasiados los discursos que la avalaron antes de su sanción, alguien debió decir “alto, alto”. Gritó “¡alto!” Y repitió “¡alto!” Preguntó “¿qué hay de malo con los prostíbulos?” La Argentina es un país prostibulario. Hay renombrados jueces prostibularios. Los hay diputados y los hay senadores. Van a burdeles cubiertos de papeles exóticos, alfombras blandas como algodones de colores, vajillas inglesas donde beben sus aromáticos tés también de colores.
El señor presidente debió llamar a sosiego. Que se diga en voz baja. Que se comente con recato. Cierto era que Cané exageraba todas las cosas. Los poetas tienden a exagerar todas las cosas. Contra la extranjería, ¡bienvenido! Porque la extranjería es la perdición de la identidad nacional. Raza, sangre, cepa, linaje. ¿Cuál? Soldados poetas, políticos poetas, jueces poetas, empresarios poetas. Desde la matanza de la guerra de la Triple Alianza, los soldados poetas habían inventado todas las leyes que se les vino en ganas. Pero sobre los asuntos de las putas Cané exageraba y no cabía duda alguna. Sarmiento lo hubiera puesto en su lugar. A qué joder con las orgías que él inventariaba minuciosamente.
“Cuatro-uno-cuatro-cuatro”. El número de la ley pasó a ser una coartada perfecta. Si alguien decía “cuatro-uno-cuatro-cuatro” tenía las puertas del cielo de la oligarquía –que es un cielo de abundancias de pecados capitales– abiertas de par en par. El paraíso de la oligarquía lo aguardaba con unas alegres rameras blancas, muy blancas. Entonces raza, sangre, cepa, linaje quedaban a resguardo del mestizaje y se eyaculaba un venenito de color transparente que aliviaba las tensiones de la vida cotidiana.

Preocuparse de algo tan inasible como el futuro, dijo el señor presidente, hace envejecer a las personas rápidamente y eso era lo que menos deseaba. La vejez lo hace recordar a su propio padre, lo hace recordar la memoria estampa de sus abuelos paternos que le transmitieron ese particular gen de la ‘Ndrangheta en su condición de hijo de los emperifollados terratenientes bonaerenses. Aún resuena en su memoria el mugido de las vacas pastando a sus anchas bajo las sombras que rodaban de las sierras como manzanitas negras salidas de la copa de un árbol de piedra de granito negro.
Nada de preocupaciones, entonces. Anhela cierta paz anodina, paz de la holgura de su patrimonio del que siempre prefiere no hablar, aunque sí lucir de manera precisa. Es un rico entre los ricos y eso no es poco decir. Casas, autos, un vestuario suntuoso y centenario, zapatos de todas las formas y todos los colores. Ropa, ropita, ropa multicolor de fina tela. Ropa azul, ropa roja, ropa verde. Ropa amarilla. Como los globos que un esbirro llena de aire amarillo todos los días para satisfacer la vista del señor presidente. Dentro de sus roperos del tamaño de los árboles de su quinta hay ropa de todos los colores. Hay extravagancias extraordinarias y también legiones de palos de golf brillantes-brillantes, de mangos nacarinos que lucen sus moluscos brillos con entusiasmo desmedido.

El asunto de las tierras altas lo tiene preocupado. ¿Y si a todos los harapientos se les da por exigir tierra? Las tres “T” son una maldición. Y está esa bandera insolente que flamea como si nada en medio de la ocupación de las tierras. “Ni amo viejo ni amo nuevo”, repite la bandera y al señor presidente eso lo molesta de verdad. Está por recibir a todos sus mandantes y la bandera insiste con eso de ni amo nuevo ni amo viejo.
Los esbirros ya le advirtieron que los harapientos los superan largamente en número. Su política ha aumentado la legión de pobres que crece día a día sin que a ningún ministro le quite el sueño.
—En el 2001 alguien me preguntó cuántos debían morir para recuperar el orden. –Dijo el esbirro mayor solo por poner al tanto a todo el gabinete.
—¿Cuántos? –preguntó el alcahuete presidencial.
—Dije cinco mil.
—No es mucho. Matamos treinta mil. Cinco mil es apenas un sexto. ¿Qué queda de un hombre dividido en seis partes?
El esbirro escucha con atención la explicación, con alegría escucha esas palabras. “¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf!” oye el sonido helicoidal de la muerte que se aleja por los vapores del río hacia el horizonte. Encarnizados fantasmas de esbirros cavan una fosa en el agua y los maestros de la muerte sienten recobrar fuerzas.
—En el 2001 me preguntó ese mismo, cuántos hombres armados para imponer el orden.
—¿Cuántos? –preguntó nuevamente el alcahuete.
—Dije cincuenta mil.
—Son muchos.
—Scrotus nos ayudará –dijo el señor presidente y pidió que se olvidaran por un momento de esa matanza.
El consejo del Consiglieri fue volver a las fuentes. “Polarización y retroalimentación”. Lo repite cada vez que se lo preguntan. Hiénido el asistente ríe como siempre, “¡Jiji! ¡Jiji!” ¡Es tan sencillo! “Polarización y retroalimentación.” Divide y reinarás, el dominio del Hombre por sus vilezas. Yo soy lindo, tú eres feo. Yo soy flaco, tú eres gordo. Yo soy blanco, tú eres negro. Yo trabajo, tú eres vago.
¡Vagos! Gritan todos a coro. ¡Vagos!
—Planeros vagos –un funcionario gordo y sudoroso repite esas palabras en todos los despachos gubernamentales. Los funcionarios sonríen aprobando.
¡Vagos! ¡Vagos!
—Es que se ha perdido la cultura del trabajo –agrega otro que vivió siempre del erario público.
—Mujeres holgazanas que se embarazan para cobrar dinerillos. Luego mandan los hijos a pedir limosna –la esposa de un ministro afirma mientras llama a la nurse a qué atienda los niños que joden por la casa como si fueran verdaderos demonios.
—Viejos avivados que quieren sus jubilaciones para no morir de hambre. ¿A dónde iremos a parar? –es lo último que dice una vieja antes de tomar sol a la vera de una piscina grande como un mar a medida.
Divide, divide y divide. El reino de este mundo debe seguir siendo tan ancho como ajeno.
La mitad de las palabras del presidente deben ser falsas, la otra mitad, necias. El Consiglieri sabe mucho de eso. Él miente la mitad de las veces y habla sandeces la otra mitad y, sin embargo, es considerado con respeto, lo invitan a galas, a almuerzos suntuosos, a eventos fastuosos para que repita con su voz de flautín las mismas mentiras y las mismas sandeces.
Pero al asunto de las tierras altas es lo que lo preocupa, dijo el señor presidente. Dará un breve discurso en una próxima oportunidad que se presente. El alcahuete presidencial toma nota en su pequeña libretita de maldades. Llorará por la propiedad privada y conmoverá el corazón de los usureros que siempre ven con malos ojos a los que toman en sus propias manos su destino. Los banqueros son los primeros en repudiar esas exacciones. Su odio está depositado a altas tasas de intereses. Crece y crece porque la usura es tan odiosa que resulta fatídica al final de cuentas. Los terratenientes son los más enérgicos. El corregidor Arriaga, que los representa desde entonces, siempre retorna con una máscara diferente. Su venganza es titánica, encarnizada. Espada y cruz y garrote vil al alcance de la mano. Eso es todo que no es poco para imponer el orden secular.
Los esbirros esperan la orden del juez de turno y harán su trabajo. El sonido helicoidal de la muerte toca con la puntita de su lengua la humanidad de los desamparados. Exterminio es la palabra que se repite desde el fondo de la historia. Por eso el verbo de la humanidad no puede ser derrotado: revolución. Tupac Amaru retoma su estandarte y la cordillera reúne nuevamente a todos los pueblos y a todas las naciones.

11

Un sueño llega hasta Guadalupe y entre por el amor como un enigma.
El sueño dice: Juana, hija de Toroca, donde Potosí se asienta. Toroqueños los dos. Esposos guerreros, Juana y Manuel, hijos de Toroca, donde tuvieron hacienda.
Madre Patria. Padre Patria. Cinco hijos. Manuel, Mariano, Juliana, Mercedes, Luisa. Hijos de la patria guerrera, del ritual de los filos y las pólvoras en las noches en que las centellas poblaban con sus brillos los momentos. Hijos de la Libertad que también nos pertenecen y en quienes nos reconocemos.
Guadalupe asombra los nombres de los niños muertos. Oye: Manuel, Mariano, Juliana, Mercedes.
Sus nombres dicen de todos los nombres. Manuel de todos los Manueles, llanura de las piedras seculares. Mariano de todos los Marianos, extensión de la espuela de los vientos. Juliana de todas las Julianas, tiempo y espacio de la guerra gaucha. Mercedes de todas las Mercedes, alada lanza de ensimismado filo.
En sus nombres todos los nombres de la libertad acechando en cada recodo del galope del relámpago en las rocas. Pequeños territorios de la esperanza, hijos del amor combatiente. Juana, Madre Patria, los acunó entre dolores, Manuel Ascencio, Padre Patria, los acunó entre agobios contra el pecho aún caliente después de la batalla.
Guadalupe oye el nombre de los niños muertos y su dolor adquiere otra fisonomía. Oye la intimidad de las caricias. Oye las fragancias y purezas que se reconocieron en cuatro ternuras muertas, cuatro anhelos muertos, en medio de las hogueras encrespadas de la guerra.
Manuel, Mariano, Juliana, Mercedes, amparos prodigiosos en el breve descanso bajo la inapelable oscuridad de la noche. En un temblor de frío entre las piedras abismales como arcaicas herramientas, cantaron los padres una canción de cuna libertaria, siempre cuidando el filo de la espada, el estampido incendiario de la pólvora.
La libertad solo reconocía la forma de la guerra y el amor iba y venía entre los angostos desfiladeros de la muerte prometida. Las armas del invasor, cólera y furia, llegaban de todos lados para mutilar a los pueblos y devolverlos a la esclavitud de los espadones y las cruces iracundas. Guadalupe oye el sonido de la guerra patria. Oye los huesos crujir por el apriete del garrote vil en la garganta. Oye.
Lejos de Tarabuco donde hubo refugio, ausentes “Los Leales” en los que fermentaba la revolución como una fuerza salvaje, la guerra agazapó sus suplicios y llegó impasible como una mordedura, como la gota de un aliento amargo y frío y envolvió a los cuatro hijos de la Madre Patria, Juana, con la última materia de la desgracia y selló los labios de cualquier palabra.
La palabra Madre quedó bajo la lengua, la palabra Padre entre los labios.
Solo un vapor negro de hambre surgió desde la húmeda cavidad de sus diminutas bocas como un antiguo fantasma. Fue la sombra de un racimo de aves hacia la última turbulencia de la luz del cielo la que anunció las muertes.
Manuel, Mariano, Juliana, Mercedes, en la guarida del hambre apagaron sus llamas, sus transparentes luces y fueron oscuridad del humo negro entre la sangre espesa.
Tras el suplicio, el frío de sus cuerpos fue matorral de invierno. Y el pedregoso invierno tejió una mortaja con los hilos de todas las congojas.
Como Juana, Guadalupe se pregunta a dónde fue la vida.
Juana, la Madre Patria, pregunta y Guadalupe escucha:
¿A dónde fue la certidumbre del calor de sus manitas? ¿A dónde la luz zodiacal de sus pupilas?
Cuatro suaves guijarros en la sepultura de la primavera machacada hasta el exterminio. Cuatro leves náufragos rojos como la ceremoniosa flor del cantu por los abismos de la geografía del viento. Cuatro pulsos de la luz del sol, cuatro breves partículas de la luna, cuatro fragmentos de la patria nueva entre los tormentos de la oscuridad invasora. Como cuatro pequeños pumas desnudos yacieron a la intemperie.
La piel, cereal reseco oliendo a castigo en las fronteras de las piedras, adquirió el aspecto de un relámpago muerto.
Dice Juana, la Madre Patria, en el pesebre de la muerte: Aquí yacen sus menudos cuerpitos junto al mío caliente entre sus fríos de cristal. Cuánto dolor, cuánto dolor, Patria mía. Cuánto dolor sus momentos por la brutalidad del invasor. Siento sus perfumes de niños entre las redondas piedras de la pequeña patria donde despierto entre lágrimas y huelo la guerra con su aullido sangriento. Huelo a sudor de guerras, huelo a gritos en la noche, a ráfagas de herraduras en la huida. Ustedes, en cambio, huelen a niños muertos, puros, pequeños, frágiles, sustancia de vida que apenas empezaba a latir de frágil corazón, de sangre suave. Hijos, hijos míos, acuno su muerte tan temprana y los lloro, los lloro sin consuelo, los lloro entre estas secas tierras, entre estos rudos brazos lloro llagas y fermentos y no encuentro consuelo.
Los devolveré a la vida en la libertad de todos los niños de la Patria. Pero hoy los lloro y suspiro un crepúsculo de penas.
Juana, la Madre Patria, dice y se toca el pecho donde dolía el corazón el toque del verdugo: Detente, muerte, un instante, detente. Déjame acariciar mis muertos desnudos, mi martirio, mi sangre, mi cólera, mi agonía. Detente muerte y déjame ante la majestad del recuerdo, de sus pálpitos, de sus auroras en los ojos pequeños secretos entre nosotros. Detente muerte, déjame a mis niños una sonrisa más, una breve esperanza. Déjalos de mi mano contemplar la temblorosa luz de una sola mañana. Déjalos a mi lado para sentir el rocío de sus pequeñas lágrimas como el cristal del polen. Déjalos muerte, una vez más y nada más.
Repite Guadalupe el rezo. Déjame muerte sentirla una vez más y luego vete. Luego oye, desde el fondo de las cenizas de las sangres derramadas desde hacía trescientos años, la lengua del pueblo que reparte su pregunta hacia los cuatro puntos cardinales: ¿cómo es el consuelo para la madre que tiene las cuatro muertes de sus hijos entre sus propios brazos? ¿Cómo es el consuelo para el padre que besa la substancia de la muerte de sus pequeños hijos? La muerte de Manuel, la muerte de Mariano, la muerte de Juliana, la muerte de Mercedes. Oye que el pueblo clama: ¡Díselo! Guerra Patria, ¡díselo! Consuela a Juana, la Madre Patria, dale tu extenso puma para la victoria. Consuela a Manuel Ascencio, el Padre Patria, dale tu reverencia de volcán para la batalla. No los dejes llorar tan solos recolectando el luto mientras abrazan los frágiles cuerpos como noches marchitadas demasiado temprano.
Dales todo el odio de las hogueras, el áspero látigo, la tentación del filo, la procesión de la poderosa tormenta, la convicción de la cólera, la turbulencia de la revolución.
Devuélveles un amanecer de sus vidas. Uno, tan solo uno en la magnitud de sus infantiles caricias; devuélveles, por un instante, sus desnudas miradas iluminadas.
Devuélveles la roja luz de sangre de Manuel, el rito de la piedra de Mariano, la cólera de la lanza de Juliana, la flor guerrera e iracunda espina de Mercedes, para que sean los estandartes de la patria vencedora.
Guadalupe aspira el sueño hasta lo más profundo, besa el recuerdo de Ámbar y deja que fluya en la eternidad del amor mutuo. Luego despierta, el corazón late como una tierna fruta, pero ya no llora.

12

Arribo a las tierras altas

Justo al lado de donde se sentó Guadalupe para el viaje se acomodó Juana, detrás, la Quispe. Juana es de pocas palabras como la Quispe y Guadalupe no se propone una larga conversación con las mujeres. Va y viene desde su pena y lidia como puede con el dolor. Sarmiza se acomodó en los últimos asientos y Dolores en los primeros.
Hay otras señoras que acompañan. El chofer rezonga en guaraní algo sobre el tránsito porteño que está frenado, pero no por una protesta. Son niños que hacen malabares en una esquina. Usan unas clavas de madera sin lustre que giran en el aire con voluntad propia y hacen unas cabriolas en círculo y pasan de un niño a otro que las atrapan de frente o dándoles la espalda. Dolores asoma su cabeza para observarlos y el chofer sigue mascullando una bronca paraguaya que ella no comprende, pero sospecha.
Los niños terminan su acto circense y algunos automovilistas les dan unas monedas por recompensa. El micro retoma su camino y el chofer deja de maldecir el breve retraso que provocaron los malabares de los niños que salieron de esa calle y se perdieron en dirección al bajo, donde los turistas se pasean tomando fotos a todo lo que encuentran en su camino.
Guadalupe sigue ensimismada y la Juana, cada tanto, le echa una mirada de costadito, así, finita, para disimular su curiosidad o sus ganas de decirle algo a la muchacha.
El celular de Guadalupe suena. Vibra, vibra, una música de guitarras se repite y se interrumpe y se repite varias veces. Vibra, vibra. ¡Guadalupe! ¡Guadalupe! Parece gritar el telefonito y todas las mujeres oyen el grito menos ella, que sigue absorta o no quiere oírlo porque sabe que de quien espera el llamado no oirá nunca más su voz.
Del otro lado del llamado, una mujer espera que Guadalupe responda. López Teghi mandó la orden en una de sus roñosas papeletas llenas de firmas que a ninguno de los subalternos les importa. Ellos, con firmas o sin ellas, solo deben cumplir la orden.
Llama que llama y desde otra línea encriptada llaman en Moscú a “Pérez y Pérez” que está como desaparecido. No responde los llamados, ni siquiera un pobre email y el hombre se justificará porque el vodka ruso pega demasiado fuerte para alguien de su edad. Está por la Plaza Roja disfrutando el paisaje de la Revolución de Octubre que, a pesar de todo, todavía impregna la arquitectura moscovita.
López Teghi quiere terminar su pequeña victoria. Cortó varias líneas de abastecimiento de su oponente y cortará otras para aislarlo por completo de sus viejos subordinados. Estos, o comprenden el cambio de época o seguirán el destino de los miembros de la corte que murieron entre estrangulamientos y llamaradas.
Para la muchacha, la amenaza conocida, “sobrecito azul de seda azul. Sacá boleto de tren para tu último viaje”. Pero en la roñosa papeleta, en Times New Roman cuerpo 12 e interlineado doble, está escrito “Sobrecito azul: si querés el cadáver de tu lesbiana volvé a la ribera del río donde la conociste”. López Teghi quiere terminar su pequeña victoria a toda costa. En la ribera, un ciruja, un disfrazado de ciruja, espera punzón en mano para asesinar en un simulacro de robo a la muchacha. El pelele cada tanto se comunica con la Agencia y recibe la misma orden, “paciencia, paciencia”. Y que permanezca allí el tiempo que fuera necesario. La muerte se sabe, no es impaciente.
La empleada llama y llama y prepara una voz empinada, culebreante, serpentina, y un silencio de muerte para amedrentar a la muchacha. El otro que llama y llama, para el viejo jefe, prepara una voz de espinas, moribunda, una voz nómada de clarinete, como si eso pudiera generarle inquietud al hombre que en ese preciso momento toca con la punta de sus dedos los muros del Kremlin.
Como si se hubieran puesto de acuerdo ni Guadalupe ni “Pérez y Pérez” responde esos llamados. Ella porque está en la dimensión de la tristeza y él porque sabe con precisión de las decisiones que su sucesor tomó para deshacerse de él. “El martillo, el martillo. Los martillazos, los martillazos”, dice para sí el hombre que alza su vista por uno de los muros observando un cielo azulenco en el que unas nubes brincan de aquí para allá.

El celular de Guadalupe deja su tono de guitarras y chilla como un ave rapaz, pega con su picotazo como en una puerta de madera gruesa porque quiere que la muchacha abra la entrada a sus sentimientos. Allí espera destrozar el amor para que no quede nada amoroso dentro suyo. Le prometerá el cadáver de Ámbar, un tesoro del amor pasado a la orilla del río donde se besaron la primera vez.
Grazna y picotea, grazna y picotea. El ruido es espinoso y todas las señoras pueden oírlo.
El alboroto saca de su ensimismamiento a la muchacha que parece luchar con un fantasma inesperado. La mirada vaga por el interior del colectivo, pregunta “¿quién será quien llama?” No hay otro modo de saberlo que no sea responder al llamado. Después de todo, piensa, quien llame no dirá nada inesperado.
Guadalupe mete la mano en su pequeño bolso para tomar el celular y atender la llamada. Apenas Juana ve el aparatito salir del bolso como un pícaro animal listo a clavar su aguijón en la muchacha, pone una mano sobre la mano de ella y la mira directo a los ojos. Los ojos de Juana son demasiado negros, caritativa la mirada, pero firme. Guadalupe, sorprendida, no sabe si retirar la mano de la mujer que la impide sacar el celular del bolso o aceptar esa orden que se le está impartiendo con el peso de la palma de una mano callosa pero pequeña.
—No responda –le dice con voz segura.
—¿Por qué? –Guadalupe espera una respuesta que resulte satisfactoria a su reclamo.
—Porque es para mal esa llamada.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo extraño no es como yo lo sé, es como usted no lo sabe.
Esas palabras confunden a Guadalupe. Parece razonable lo que Juana le dice. Ella debería sospecharlo, desde hace días cada llamada fue para atormentarla. ¿Qué había cambiado, entonces?
—Aparato peligroso –dijo la Quispe. Su voz llega desde atrás y Guadalupe gira para mirarla.
—¿El celular?
La Quispe movió su cabeza afirmativamente.
—Ojos y oídos.
—¿Ojos y oídos?
—Ojos y oídos. Usted lleva los ojos y los oídos de esa gente a todos lados.
—¿Aquí me ve con celular? –Juana pregunta con naturalidad. Guadalupe busca con la mirada, pero no sabe si la mujer lleva algo escondido dentro de su abultada pollera y su chaqueta colorida.
—No puedo saber qué lleva usted entre sus ropas.
—Algo de alegría y algo de dolor. Pero no celular.
—¿Qué me propone que haga? –Guadalupe espera no la respuesta sino una orden. El celular chilla angustiado como si supiera su seguro destino.
—Apáguelo, quítele la pila y luego el chip.
—¿Eso es todo?
—Por ahora.
Guadalupe acepta la orden. Apaga, retira la tapa posterior del aparatito, quita la batería y luego el chip.
—Cuando llegue, o si prefiere ahora mismo, déjelo en esta bolsa que le doy. –Juana le arrima una que parece metalizada por dentro. Sin dudar, ella lo introduce y Juana cierra la bolsa con una atadura simple.
La empleada de la Agencia deja de llamar. Manda a decir a sus superiores que la “lesbiana” dice y repite “lesbiana”, desconectó su celular. Los superiores informan a sus superiores y estos a López Teghi.
López Teghi está malhumorado, tiene el rostro rojinegro porque la sangre se le mezcla con la malicia. Pregunta si hay agentes donde la ocupación. La respuesta es “sí”. No podía ser de otro modo. El señor presidente en persona se preocupó por la ocupación de las tierras altas, teme que el ejemplo cunda y eso lo preocupa como preocupa a los ricachones amigos. Pero no era el asunto del espionaje contra los campesinos, sino completar la “neutralización” del objetivo. Así dijo.
—¿Matarla? –pregunta uno que duda del procedimiento.
—Neutralización, dije –replica López Teghi ratificando su orden.

—De eso hablo –le responde el mismo que hizo la pregunta–, tengo años en esto y sé de qué me hablan.
—¿Algún problema?
—Usted no puede decidir eso por sí mismo. Debe comunicarse con Reinafé, lo sabe. La “neutralización” es un procedimiento extremo y en este caso siendo quien es la mujer…
Pero Reinafé no responde sus llamados. Como “Pérez y Pérez”, una manera de eludir conflictos indeseados.
—Podría pedir autorización al señor presidente –un comedido, sugiere.
—¡Eso jamás! –grita López Teghi. Un silencio desagradable se impuso en el salón de reuniones.
El hombre guarda su martillito para otra ocasión. Seguirá aferrado a su sillón de burócrata aferrado a su hoja de cálculo y esperará la oportunidad. Tal vez con la reelección esperada se allane el camino a su poder. Ya aprendió que no todas las cosas se arreglan a martillazos. La muerte puede esperar.

Cuando el micro entra en las tierras altas, una bandada de niños corre a su alrededor como hacen los gorriones. Corren por los retorcijones de tierra que asoman por todos lados entre los verdes de unas verduras que ventilan a los cuatro vientos sus tiernos cabitos.
La mañana se tiñe de la sanguaza que las legumbres destilan. Rojito y verde, el perfumito va invadiendo el aire y la vera del perfume, las sombras se arremolinan gustosas esperando que la asamblea empiece.
Una especie de terraplén está acomodado para la reunión. Pero el sol cae a pique y la que no lleva sombrero se procura uno haciendo un bonete de papel de diario. Las mujeres que bajan del micro hacen viscerita con la mano porque la luz las encandila y miran el gentío de señoras que cotorrea sobre muchos asuntos de lo que las visitantes no conocen. Será del tiempo de la siembra, de la cosecha, de lo que dijo la gobernación o el intendente, del costo de las semillas.
Unos perros corren la lengua afuera en dirección a un charco donde se zambullen para apaciguar el calor que enloquece a las pulgas que los desesperan.
Hay un debate sobre el basural que surge a la vera de las tierras altas. Aves zancudas de picos encorvados remueven los restos en busca de comida y miran con desconfianza el gentío mujeril que a su vez las observan con ganas de apalearlas para que vuelen en dirección al río, de donde vinieron.
Juana, con su voz pequeña, le pide a Guadalupe que la acompañe. Ella obedece porque no acaba de registrar ese lugar inmenso, ancho, verde, variopinto, siempre verde, aire verde, cielo verde, cuando toca la puntita de la tierra allá en los fondos y el ruido de las voces rodando como lindísimas flores con forma de mujer.
Dos hombres las esperan a metros de distancia. Uno es joven y el otro algo mayor, o bastante mayor, Guadalupe no puede calcular su edad como los hombres no pueden pensar en la suya. Como les dijeron, a ella el tiempo parece no afectarla como si estuviera dentro de una cápsula donde los años no pueden corroer su belleza. El que parece mayor lleva sombrero de paja que casi le cubre la mitad de la cara con su ala ancha. El joven, una gorra con víscera que tiene cosida una bandera argentina y que cae hasta la mitad de su nariz. Guadalupe sabe que esconden sus rostros.
—Cuando escuche un ruido potente no levante la vista –le advierte el hombre. Al momento un helicóptero pasa por encima de ellos a gran altura. Otro, muy a lo lejos, parece pintado con los dedos en el horizonte.
—Fotos, fotos, fotos. –Dice Juana y ríe distendida.
—Fotos –confirma el hombre. Rudecindo también ríe.
Los hombres extienden sus manos para saludarla. Guadalupe saluda primero al mayor de ellos y luego al joven. El suboficial “Pérez” espera para hablar. Si fuera por Rudecindo hubiera soltada la lengua, apenas vio a la muchacha acercarse traída por la Juana.
—Soy el suboficial Pérez y este a mi lado es Rudecindo.
Guadalupe se mantiene en silencio. El rango de suboficial la dice “ejército”. ¿El “coronel”? El recuerdo es inevitable.
—¿La Quispe? –el suboficial pregunta mirando a Juana.
—Alborotando la asamblea, preparando lista de presentes –Juana sonríe cuando responde. Su voz se ha hecho más acuosa.
—¿Querrá saber quiénes somos? –Pérez le habla a Guadalupe con ese tono marcial que no puede abandonar por esfuerzo que haga.
—Me gustaría saberlo –la muchacha no sabe si desconfiar.
—No tenemos nada que ver con el “coronel”, que es lo que usted sospecha.
Guadalupe traga saliva. La mención del padre la espanta. Podría empezar a correr, pero no tiene a dónde. Busca a Dolores con la mirada y la ve entre el tumulto de mujeres hablando como si las conociera de toda la vida.
—Somos camaradas de Amanda Da Silva. Servimos a aquella que está en medio de las tierras altas.
Guadalupe no necesita girar, ve la enorme bandera celeste y blanca que parece señalarla desde el extremo en que está izada en el improvisado mástil.
—Somos camaradas de Amanda Da Silva –repite el hombre.
Cinco simples palabras pueden sonar como cinco simples campanillas. O una campana ruda, un golpe de badajo que sale del metal como una ardilla en todas direcciones. “Camaradas”. O como el golpe en el timbal de una batalla. No solo fue la palabra “camaradas”, fue la postura, el modo de pararse del hombre para decirla, su mirada bajo el sombrero de paja que casi le cubría el rostro.
—¿Camaradas?
El hombre eludió la pregunta. Rudecindo se distrajo por el griterío que llegaba del terraplén.
—Tenemos unas hojas manuscritas por Amanda para usted.
El suboficial “Pérez” pasó su mano por el rostro para espantar una curiosa mosquita que parecía inquieta con esa reunión de cuatro. Rudecindo hizo una seña indicando un punto a lo lejos, una mancha que a la distancia podía ser cualquier cosa. Un cuero secándose al sol, el esqueleto de un árbol, la telaraña de unos pastizales crecidos a más no poder.
—No pueden oírnos desde esa distancia.
Guadalupe sabía que no debía girar para mirar en dirección a donde señalaba el más joven.
—¿De qué se trata?
—Un direccional –dice Rudecindo dirigiéndose a ella.
—¿Qué es un direccional? –pregunta Guadalupe, aunque sabe de qué hablan los hombres.
—Esperaban escucharla con su celular y no pueden.
—Juana hizo que lo desarmara.
—Por eso montaron ese micrófono direccional para escuchar nuestra conversación.
—¿Por Amanda Da Silva?
—Así es –dice el suboficial y esa respuesta le da cierta tranquilidad a Guadalupe.
—¿Y podrán escucharnos?
—No. Las bocinas esas tapan nuestras voces con su música estridente. Nos aturden a nosotros y a ellos les pasa lo mismo. Quedarán sordos si insisten.
—¿De qué tratan esas hojas manuscritas de Amanda?
—Son las cuatro que faltan a las dieciséis de la autobiografía que le dejamos en su edificio al encargado.
—¿Fueron ustedes quienes dejaron ese sobre?
—Yo, señorita, lo dejé personalmente –Rudecindo responde, pero sin atreverse a mirar a Guadalupe.
—Son cuatro hojas y un sobre pequeño.
—¿Eso es todo?
—Todo.
—¿Puedo quedármelos? –Guadalupe pregunta, aunque intuye la respuesta.
—No, señorita. No sería prudente. Aquí hemos dispuesto un lugar donde usted los podrá leer sin prisa y sin que nadie la observe.
—Me gustaría conservarlos con las otras dieciséis hojas.
—Estas son muy diferentes.
—¿Cuánto?
—Ya lo comprobará cuando las lea. Además, usted no necesita papel para recordar.
—¿Por qué lo dice?
—Usted podía recordar partituras enteras cuando era apenas una niña. Es una virtud que no ha perdido, nos consta. Las llevará palabra por palabra en su memoria. El lugar más seguro.
—Parece que sabe mucho de mí.
—Solo lo justo y necesario. ¿Prefiere leer ahora o participar de la Asamblea?
—Quiero participar de la Asamblea.
—Vaya con Juana. Nosotros nos ocupamos de preparar su lugar para la lectura.

¿Los Encuentros son de todas? Esa era la pregunta.
—De todas –dice Dolores–, ¡de todas! –exclama.
Las mujeres murmuran. ¡De todas! ¡De todas! Pocas cosas o ninguna son de todas las mujeres. Las penas, el hambre, el trabajo sin descanso, el abandono, los golpes, son de todas. ¿Alguna otra cosa podría serlo? Una desgracia que se descuelga como un ave rapaz y mata. Llega con fuego, con puñal, con revólver, con los puños.
Pero la mujer dice que hay algo que es de todas: los Encuentros. Esos son de todas. ¡De todas! ¡De todas!
Guadalupe escucha el murmullo, pero presta atención a los gestos que hacen las mujeres y en especial observa el brillo de sus miradas. Los ojos no saben mentir, la boca sabe, pero los ojos no. La lengua es experta en cambiar las verdades. Pero las pupilas no pueden, no saben cómo, por eso se dilatan y delatan porque los brillos de la verdad y los de la mentira son muy distintos. Los brillos de la verdad iluminan el rostro, los de la mentira lo apagan e imprimen un garabato en la boca que se tuerce a un lado o al otro porque la risa se acongoja y deja de ser sonrisa.
Guadalupe lo explica de este modo y Sarmiza le daría la razón si pudiera escucharla: una mirada explica más que muchas palabras que se dicen para dejar conforme a alguien o para embaucarlo.
Así es. Los ojos descubren los sentimientos por las lágrimas que vierten cuando son de alegría o de dolor. Los ojos de las mujeres allí reunidas brillan porque pocas cosas son de todas.
Las mujeres saben de mentiras. Las pobres más que otras. Las pobres y originarias, las pobres y negras más que ninguna otra. Quinientos años de mentiras llevan a cuestas como un equeco legendario. Cadenas en el pescuezo, las muñecas y los tobillos lo atestiguan.
Las mujeres saben de mentiras. Las escuchan a diario y parecen que las creen, pero no es así. Dejan que el mentiroso se vaya contento con sus mentiras.
Cuando oyen mentiras a veces callan y otras no. Depende como lleven las penas y las soledades. Si las llevan como a un hijo las escuchan y no hacen reproches, pero se cuidan de ellas. Los hijos hacen macanas y luego se van a esconder tras la pollera de sus madres. Las madres sufren y callan, porque nadie entrega un hijo de sus entrañas.
En cambio, si a las mentiras las llevan como a un desconocido, las dejan a la vera del camino para que se marchiten como flores de cardo.
Dolores repite “los Encuentros no tienen dueño”.
Las mujeres dudan. En la vida todo tiene dueño. Las tierras tienen dueño, aunque no se lo conozca. El dinero tiene dueño porque siempre es ajeno. El amor tiene dueño y pocas veces dueña, pero muy de vez en cuando. El amor es algo errático cuando de mujeres se trata. Hasta el cielo tiene dueño porque es de Dios. La tierra es de la Pachamama. Y así todas las cosas se reconocen en un dueño porque no pueden andar huérfanas por el mundo sin que alguien se las apropie sin interesarle sus deseos.
Las mujeres tienen dueño y ni despotricar se puede a veces.
En muchos parajes el señor es dueño de las niñas. Violar a una muchacha se explica en los tribunales como algo entendible. “¡Pobre el hombre!” clama el señor Juez. Al hombre lo arrebatan fácil sus deseos y por eso pierde la chaveta. De seguro la muchacha lo provocó y así termina el asunto, entre las piernas de la mujer que no quiso cerrarlas a tiempo. ¿Por dónde creen las mujeres que el diablo entra en el cuerpo de ellas?
—No habrá sido para tanto –dice el Juez después de escuchar las partes. El señor Juez hubiese querido ver la entrepierna de la muchacha y como ella se negó le dio la razón al hombre. Algo tiene que ocultar para no dejarse observar por la Justicia.
Si de la violación nace un crío, no tiene padre, solo madre, porque el hombre es dueño de aceptar la paternidad o ponerla en duda.
—¿Quién sabe si no anduvo con otro como conmigo? –explica. No solo lo piensa, lo asegura.
La mujer diría “con vos, no anduve, me violaste”, pero las palabras se quedan en la puntita de la lengua y allí permanecen detrás de los dientes para luego volverse hasta la garganta donde se hacen nudo.
—Los Encuentros no tienen dueños –insiste Dolores. Y repite “no tiene dueños” porque las mujeres se descubren por la mirada incrédula que le prodigan.
Sarmiza va y viene mientras Dolores explica y explica. Ella fuma y fuma como es su costumbre. Prende un cigarrito y con ese prende otro y luego otro. Las cholas la miran de soslayo entre las hebras del humo que le enredan el rostro con sus hilitos color cenizas.
Va por el borde de una vereda de sol que cae y despacha las sombras detrás de una arboleda que conserva el fresco del rocío de la madrugada.
Una señora entrada en años que lleva un hijo colgando del cuello le pregunta si ella es abogada.
—Sí, lo soy. –Espera que la mujer le pida algo, de lo contrario no le hubiera preguntado por su profesión.
Pero la mujer calla y espera. Sarmiza la imita, calla, fuma y espera.
Quiere su pensión porque está vieja y ya no puede trabajar la tierra como cuando era más joven. Y tiene ese hijo que lleva colgado del cuello a todos lados porque el muchacho no sabe valerse por sí mismo.
—Ningún hombre sabe valerse por sí mismo –Sarmiza quiere ser sarcástica, pero la mujer no parece estar de acuerdo. Diría si fuera locuaz que su esposo lo fue hasta que se murió enfermo de muchas cosas.
Sarmiza llama a Juana y Juana manda a la Quispe. La Quispe pregunta “¿qué sucede?” y la mujer le repite el reclamo.
—Quiero mi pensión, estoy vieja para andar sembrando. –La Quispe le da la razón. Pero quiere que espere a que termine la reunión. No la reprende, pero le señala a la visita, a Dolores, que sigue explicando lo que le poden las otras señoras que es, en definitiva, para lo que ha venido a hacer.
Sarmiza la aparta y le explica como puede quién es ella.
—No soy abogada previsional, soy penalista.
La mujer duda. ¿Penalista?
—Crímenes, cosas horribles.
La mujer señala a otro grupo de diez o más señoras que está algo apartado de la reunión.
—Entonces ellas son las que tienen que hablar con usted.
—¿Por qué querrían hablar conmigo?
—A ellas les robaron los hijos, las hijas, les robaron sus chicos.
Sarmiza prende otro cigarrillo y camina directo a donde están las mujeres esperándola. Sabe que son las madres de los niños chupados por los pederastas. Verá que puede hacer para un crimen que no tiene consuelo y pocas veces justicia.
La Quispe junta a las otras mujeres para que atiendan lo que la visita explica. Del grupo que ella reúne una mujer pide la palabra.
—¿Siete pilares? –pregunta por algo que escuchó decir, pero no sabe de qué se trata.
—Así es –dice Dolores–, como dije los Encuentros son de todas, no tienen dueño y se basan en los siete pilares.
¿Siete pilares? Parecen mucho, piensan las mujeres. Una cuenta con sus dedos y arruga el ceño. Siete, cuenta y vuelve a contar siete y desarruga el ceño.
Pilares hay en los templos que se alzaron con huesos y cenizas y tormentas donde los sacerdotes bendijeron el odio de los conquistadores. Los cielos se sostienen con pilares que son como procesiones de montañas donde las piedras reptan como gusanos. Los árboles que se levantan como edificios son los pilares de la mañana y cargan el peso del sol en las copas.
Si el Encuentro de mujeres tiene siete pilares ha de ser poderoso. ¿Cuántas cosas en el mundo se sostienen con siete pilares?
—Son plurales –dice Dolores. Señala hacia al cielo con su dedo índice como si allí y no en otro lugar estuviera la confirmación de lo que dice.
—Se expresan todas las ideas y opiniones, ninguna está por encima de la otra.
Un murmullo como un oleaje recorre la reunión de lado a lado. Empieza por adelante y llega hasta la última señora.
“Yo opino, tú opinas, ella opina”. ¿Así se conjuga el verbo del Encuentro?
—Todas las opiniones todas.
“Nosotras opinamos, vosotras opináis, ellas opinan”. Así se conjuga, claro. La voz suena cristalina. Todas las opiniones, todas.
Algo de eso ocurre en las tierras altas, aunque los hombres ríen a escondidas porque ellos no creen en todas las voces. Escuchan la de ellos porque prefieren prestarse oídos unos a otros. Cuchichean los compadres como si se dieran regalitos unos a otros y se van conformes creyendo que solo ellos saben tener razón. Pero las más de las veces vuelven con el rabo entre las piernas, como el perro perdido y hambriento, a buscar consuelo entre los abrigos de la doña. Si escucharan más saldrían mejor parados de todas las partidas.
¿Qué más? ¿Qué más? Dolores oye que le preguntan. Se entusiasma. Guadalupe nota que el brillo de los ojos de las mujeres se hace a cada rato más intenso.
—Son democráticos.
¿Qué más? ¿Qué más?
—Asistimos mujeres de todos los orígenes y clase.
Una señora lleva su mano al pecho y espera que el corazón le diga que escuchó lo que escuchó. ¿De todos los orígenes? De todos, de todos. ¿De todas las clases? De todas, de todas.
Dolores reafirma lo que dice. “De todos los orígenes y de todas las clases”.
—Ese es el tercer pilar –Dolores repasa su ayuda memoria y cuenta uno, dos, tres. Las mujeres esperan los que restan.
—Son horizontales, no existen títulos ni jerarquías. –Cuarto pilar. Sarmiza repite “ni títulos ni jerarquías”.
El mundo está lleno de títulos y jerarquías. Es por eso tan ancho y tan ajeno.
Las jerarquías se presentan sagradas. Llegan llenas de oropeles. Son ángeles que establecen el reino de los cielos. Las jerarquías tienen nombres extraños, suenan como cascabeles de Cristo. Son serafines, bienaventurados, los primeros de la jerarquía. Y están los querubines, los segundos de los nueve coros angélicos. Cuidan la gloria de Dios. Y están los tronos, ¡sostienen el trono de Dios! Son como los pilares de los que habla Dolores.
Pero la mujer que se llama Dolores dice que en los Encuentros no hay jerarquías. Y no puede mentir, porque se llama Dolores. Ella dice que en los Encuentros no hay gobernadores de los cielos, no hay gobernadores de las tierras.
El entusiasmo se nota en el ambiente. Ya no brillan solo las miradas, las sonrisas se dibujan en los labios. Eso mejora el ánimo de Guadalupe que siente que se funde con todas. Es ella y todas al mismo tiempo y por primera vez siente de un modo diferente la ausencia de Ámbar. El amor tiene sus formas de recrearse. El amor siempre es vital, infunde vida y la proyecta. Mientras haya amor habrá vida. Incluso del dolor más agudo surge el amor más profundo.
Cuando Dolores dijo “los Encuentros son federales”, hubo un aplauso. País unitario, si lo hay. Donde manda Buenos Aires, no manda otra provincia. La Reina del Plata, reina y de plata, título y fortuna. Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires.
—Cada año, la sede es una provincia distinta, elegida por todas las mujeres que participamos del Encuentro. Nuestro Encuentro se hizo en Jujuy, Salta, Tucumán, Córdoba, Chaco, Misiones, Rosario, Mendoza, San Juan, Mar del Plata, La Plata, Capital Federal, Santiago del Estero, San Carlos de Bariloche, Paraná, y ahora nos vamos a Trelew.
¡A Trelew! ¡Qué lejos suena! Qué ruido de caracola, de mar verde, de galopes verdes que apartan las orillas de la espuma rosa que el atardecer esparce como una sustancia prodigiosa.
—¡Mujeres! –exclamó Dolores contagiada del entusiasmo de las otras– nuestros encuentros son autónomos porque no responden a ningún gobierno ni a ningún partido. Son autosostenidos porque los sostenemos con el trabajo de todas. Y son autoconvocados, porque las mujeres nos organizamos en cada lugar para poder realizarlo.
Dolores llama a Guadalupe y ella acude. Quiere que explique cómo funciona el Encuentro.
Guadalupe saluda. Su voz es fuerte, clara. Está radiante. Se ilumina dorada del sol del mediodía. Renace en pueblo femenino. Brilla.
—Son tres días donde las mujeres ponemos en palabras lo que nos pasa.
¡Tres días! ¡Tres días! ¡Tres días para cada una de ellas! Tres días en un año, en diez años, en una vida.
Como los tres sarmientos que al brotar sus yemas dieron tres flores que llenaron tres cestos y dieron tres días para decir lo que le pasa a cada una de las mujeres.
—Después de un año de intenso trabajo –Guadalupe continúa explicando– las mujeres de la Comisión Organizadora nos dan la bienvenida. Esa es la apertura del Encuentro.
¡Bienvenidas, mujeres! El poeta dirá: “Se me ocurre que vas a llegar distinta, no exactamente más linda ni más fuerte, ni más dócil ni más cauta, tan solo que vas a llegar distinta.”4
—Los Talleres son el corazón de los Encuentros –corazón coraza5–. Todos los temas, todos, y cada una elige en cuál de todos ellos quiere participar.
Guadalupe agrega:
—Los talleres son autónomos. Una coordinadora es la que cede la palabra y organiza el debate. En día y medio, el corazón de los Encuentros –sus talleres–, late con fuerza en las voces de todas. Practicamos el consenso y no existen títulos ni jerarquías.
Luego de dos días de debate en los talleres, salimos a marchar por las calles de la ciudad sede. La comisión organizadora diagrama el recorrido y somos las mujeres las que lo llevamos adelante, acompañadas por las consignas que cada una decide.
Cantar se puede a viva voz:
“Luminosamente, surge la mañana, el aire se llena de alegres clamores, se cruzan las almas, saludos y besos.”6
—Tenemos nuestro tiempo de alegrías en la peña. Es el evento cultural donde las mujeres disfrutamos de los números ofrecidos por los artistas que se hacen presentes en el encuentro. Aquí, de seguro, habrá cantoras, copleras y bailadoras. ¡Esperemos que cantemos y bailemos juntas, mujeres de las tierras altas!
El cierre es la última instancia, donde las mujeres nos despedimos hasta el año siguiente y elegimos la nueva sede. Los diferentes lugares que quieren ser sede se presentan y se elige por aplauso a qué provincia llevaremos el próximo Encuentro.
Por último, Guadalupe explica:
—¿Por qué en los Encuentros no votamos? Porque es un encuentro de mujeres y no una asamblea, no es un plenario ni un congreso. Su funcionamiento horizontal y democrático, hace que la experiencia de vida y de lucha de todas pueda ser compartida colectivamente. Aprendemos que lo que le pasa a una, les pasa a muchas, que no estamos solas. Es una gran escuela, en donde todas aprendemos de todas. No hay mujeres más importantes que otras, no hay expertas que nos enseñen. Si de lo que se trata es de poder contar lo que nos pasa, ¿qué votaríamos? ¿Qué tendríamos que votar en los talleres? El funcionamiento por consenso permite que las alegrías y los sufrimientos de todas, que las luchas gigantescas que protagonizamos en el país, sean todas incluidas en las conclusiones. ¡El Encuentro es de todas! ¡Trelew nos espera!
Ámbar sonríe desde la encrucijada de su ausencia. Parece que no está, pero se la presiente.

Cuando Rudecindo escucha el aplauso final se arrima donde la reunión para invitar a Guadalupe a leer los papeles manuscritos de Amanda. Ella lo ve venir, algo gacha la cabeza y el rostro más cubierto por la víscera de su gorra. Lleva el sobre en la mano y lo agita suavemente como una banderita de color marrón. Sobre marrón color de tierra duele la mano que lleva esas verdades bordadas en tinta azul y en tinta negra-negra –a veces–, tinta de color azul que dejó Amanda para que Guadalupe se entere.
Saber siempre es bueno; no saber es corrosivo como acidito que disuelve las certezas.
Guadalupe se abraza y besa con las paisanas. Juana la estrecha largamente en su abrazo. La Quispe espera para saludarla. Si parece que se conocen de antaño, de cuando eran promesas en los úteros maternos.
Dolores está conforme y Sarmiza lleva fumado no menos de un atado de cigarrillos rubios con filtro y ella misma huele a uno de los cigarritos del humo que se le ha pegado a la piel, el cabello, la ropa.
La mujer que lleva un niño colgado del cogote ríe a boca llena. El niño llora, pero la madraza lo ignora por ese rato. Esperará los tres días para celebrarse mujer sin un niño por collar tirándole el trapecio con su peso. Otras señoras salen para sus casas con las sillitas que llevaron para permanecer sentadas durante la reunión.
—Cuando usted quiera, señorita, la acompaño hasta aquel reparo para que lea cómoda estos papeles. El micro las llevará de regreso a donde las recogió, pero eso será después de la fiesta.
—¿Fiesta? –Guadalupe pregunta, pero con alegría.
—Algo de baile y empanadas jugosas. Todos queremos agradecerles.
—¿Nosotras cómo podemos agradecer?
—Volviendo.
—Eso delo por seguro. ¿Dónde es que me dice debo leer los papeles de Amanda?
—Allá –Rudecindo señala una taperita prolija a cien metros de distancia–, en esa especie de cobertizo que tiene lona por techo.
El suboficial Pérez observa a la distancia. El alcahuete del direccional ha renunciado a su fracaso. No se lo ve por ningún lado.
—Lo que habrá escuchado no le servirá ni pa’mierda –dijo el suboficial que sonrió de imaginar al tipo participándose de los méritos de los Encuentros Nacionales de Mujeres.
Guadalupe con una seña le indica a Dolores que debe leer unos papeles. Ella la saluda y grita “no te vas a perder estas empanaditas”.
—¡Ni loca! –responde y ríe.
Sigue a Rudecindo de cerca. Cuando llegan al cobertizo, el muchacho ajusta la lamparilla y una luz bastante potente ilumina el pequeño espacio en el que una especie de pupitre hecho con jaulas de verduras y una silla son todo el mobiliario de que se dispone.
Rudecindo se retira a unos veinte metros y aguarda que la Guadalupe complete su lectura.
Ella es rápida para leer. Pero se detiene cada tanto y vuelve a empezar la lectura. Varias veces pasa y repasa con los ojos la letra de caligrafía perfecta, aunque algo tosca de Amanda Da Silva. Aspira el aire de la nochecita con fuerza, llena sus pulmones y retiene el aire por un largo rato. Exhala por la boca y los labios se secan haciendo un brillito sensual.
Cada hoja que lee vuelve a introducirla en el sobre. Y espera. Espera algo que Rudecindo no descubre.
Ella no espera nada, recuerda. Ámbar la alcanza por el cuello y le acaricia la nuca, luego baja por la espalda por la hilera de las vértebras que aparecen por la piel como pequeños promontorios rosados. El recuerdo de Ámbar es cálido, regadito en perfume a piel y flor de almendro, es esponjoso y atrevido como lo fue siempre. Luce blanco de manera singular. Guadalupe se toma su tiempo para sentir el recuerdo. Lo necesita porque ese es su amor, su amor en puntas de pie, aquietador del dolor, de todos los miedos.
Por último, toma el pequeño sobrecito. Hay una palabra escrita en él, pero ella frunce el ceño haciendo la mueca de quien no sabe de qué le hablan.
Un perro a la entrada del cobertizo ladra entusiasta y la muchacha vira para observarlo. El perro le clava los ojos y luego los desclava porque es un perro que no sabe si lamentarse o ir a rogar una caricia de parte de la mujer, esa que lo mira serena.
Al final se echa a la puerta cuidando que nadie moleste a quien ha elegido como dueña más no sea por ese momento. Las pulgas se amansan para no fastidiar la circunstancia.

Guadalupe guarda el sobrecito con igual cuidado que hizo con las cuatro hojas de la autobiografía del ama de llaves.
—¡Señor! –llama y Rudecindo se da por aludido, aunque él aún no se siente señor. El suboficial Pérez ríe con saña y le grita “¡vaya, señor, vaya!” y a Rudecindo la chanza no lo molesta, pero tampoco le agrada.
Le devuelve el sobre color marrón, de tierra-tierra reseca, que ahora dibuja una manchita negra en un lado, seguro que el pupitre tendría una gota de agua o una lágrima breve sobre sus maderas.
Ella no dice palabra alguna. Su rostro no es expresivo en ese momento. La caricia de Ámbar se apartó como un humo rosado, tembloroso humo que se lleva una porción de la humedad amable de la piel de Guadalupe.
Se dirige a la fiesta y a comer empanaditas. Jugosas por dentro, muy jugosas y Juana la invita al baile que ella acepta de buena gana.
La noche vuelve repentina sobre los fiesteros y la luna acuña su plateado por encima de los comensales que empiezan a macharse lentamente.
Bailará, bailará hasta que Dolores diga.

De donde salieron, a donde llegaron. San Juan y Lima y la esquina está vaciada y oscura como el hocico del perro, aquel que quedó llorisqueando cuando Guadalupe partió con las demás. Lleva todos los abrazos y besos encima. Las mujeres se prometieron seguir juntas y reunirse en Trelew para el Encuentro.
Dolores quiere saber de su lectura y Sarmiza está imposible, fuma que te fuma impaciente; aguarda que Guadalupe de una pista de aquellas cuatro hojas de la autobiografía de Amanda Da Silva que leyó con exclusividad. Con voz atiplada, rara en ella que la tiene arenosa del tabaco, dice “¿Y?” ¸ y repite señalando a Guadalupe “¿Y?”
Explica su reunión con las madres de los niños robados. Una mujer le confesó que esos hombrecitos con los que habló Guadalupe, el suboficial Pérez y Rudecindo, habían organizado una especie de rondas para cuidar a los niños. El escándalo del hoyo de la muerte y todos los extraños sucesos que ocurrieron a partir de que emergieron los huesitos desde sus fondos, hicieron que los merodeadores no volvieran a aparecer. Los matones estaban huidos del lugar y la “milicia” impuso orden, por lo que vicios y crímenes eran raros por entonces.
Luego vuelve con su pregunta que suena más bien como un onomatopéyico salido del tubito de un cigarrito rubio.
—¿Y?
Pero la muchacha guarda silencio. Está confusa como rara, como afiche de papel el rostro, sin asombro real, sin luz propia.
Se distrae con un niño que corre con su hambre a cuestas, sobre la espalda, seguido de otro que lo regaña porque se ha hecho de unas basuritas para comer él solo, sin compartir ni un mendrugo. El que va a adelante escapa del pleito que le propone el otro que parece más grande y más bruto y jura y jura que cuando lo atrape sabrá lo que le espera. Pero el primero es demasiado ligero, sus piernas lo alejan cada vez más del verdugo hambriento y se pierde en la noche que cae como una súplica inmensamente grande sobre toda la ciudad de la furia. Una esquina lo ve pasar a la carrera y gira en dirección a Independencia, donde la soledad es más palpitante. Otra esquina ve al perseguidor y decida correrse hacia Constitución, porque sabe que allí terminan todos los sin techo pero con hambre. En los meandros de la estación tienen donde dormir apretándose unos contra otros bien tapados con unos harapos de manta que recolectaron de los grandes contenedores de basura.
—¿Y? –Guadalupe escucha la misma pregunta en otro tono de voz, más acantilado. Es Dolores la que pregunta.
—Necesito aire –responde Guadalupe– necesito tiempo.
Aire. Aire. Tiempo. Tiempo. Suplica perdón con la mirada.
Unos gatos maúllan al mismo tiempo y ponen un sonido gatuno a la súplica de Guadalupe que Dolores comprende. Sarmiza, en cambio, enciende otro cigarrillo y da vueltas alrededor de las dos mujeres esperando la oportunidad de meter la cucharita para saber qué estaba escrito en esas hojas de la autobiografía.
—El sobrecito tenía un nombre7 escrito. Pero no tengo ni idea a quién podría pertenecer.
—Amanda querría que investigues.
—No era la letra de Amanda. Bueno, si es que alguna de esas hojas la escribió realmente ella.
Dolores mira como a una fotografía el rostro de Guadalupe contra el zigzag de las luces de los automóviles corriendo por San Juan en dirección al bajo.
—Digamos entonces que la letra del sobre era diferente al de las hojas de la supuesta autobiografía.
—Digámoslo así, así me parece bien.
Sarmiza duda de la duda de Guadalupe.
—¿Pero el texto de esas cuatro nuevas hojas de la autobiografía coincidía con las anteriores dieciséis o era extraño, divagante, ridículo?
Guadalupe se toma su tiempo para responder.
—Esas cuatro hojas eran coherentes con las otras dieciséis.
—De las que no nos vas a decir ni una letra –Sarmiza presiona por alguna revelación.
—Necesito tiempo.
—Y aire.
Aire. Aire. Tiempo. Tiempo.
Guadalupe alza una mano en señal de que va a revelar algo. Llegan las dos compañeras que la cuidan y estarán con ella en la casa de la mujer donde vive mientras tanto.
—De las cuatro nuevas hojas que leí saqué tres conclusiones. Digo mal, no son conclusiones, son decisiones.
—Escuchamos –Dolores se aproxima a Guadalupe para escuchar con claridad lo que la muchacha tiene para decir.
—Estas son mis prioridades: primero, pedir la aparición con vida de Ámbar.
—Perfecto –aprueba Dolores. Sarmiza sigue atenta para escuchar la segunda decisión de Guadalupe.
—Tengo que rescatar de su tumba anónima el cuerpo de mi madre biológica. Deduje la clave del poema de Amanda, alguien debe de haber en aquellos parajes que sepa dónde está enterrada mamá. La quiero conmigo. Lo que quede de ella. Así sea apenas unos puñados de tierra y polvo de huesos.
—¿La tercera? –Dolores presiente cuál será esa tercera y última decisión.
—Es referida al “coronel”.
—¿En las hojas escribió sobre él?
—Mucho.
—¿Tomaste notas? –Sarmiza está inquieta por si la muchacha no recuerda todo lo que leyó.
—No necesito tomar nota de nada. Recuerdo cada palabra, cada coma, cada punto. Cuando esté tranquila las voy a reescribir y ustedes las van a leer. Tengan paciencia.
—Paciencia nos sobra. ¿Y vos vas a poder con esos recuerdos?
— Cada cosa a su tiempo. Primero Ámbar, después mamá y por último la denuncia contra “el coronel”.
Una sola frase les digo que escribió Amanda, o quien haya sido, en una de esas cuatro hojas, en la hoja número diecinueve, que leí en aquel lugar donde las tierras altas. La escribió al referirse al “coronel”, a sus acciones, a su historia, donde se refiere a quién fue su abuelo y quién su padre. La frase escrita dice exactamente: “la lucha por la revolución es mucho más larga que una sola batalla”.
—Interesante definición –dijo Dolores–. No me dijiste una palabra de cómo te fue con la periodista española.
—Muy bien. Creo que el reportaje salió bien. Quiere hacer más notas.
—Mucho interés periodístico.
—Me propuso llevarme a España.
—Qué bueno –Guadalupe alzó la vista mirando al cielo–. La vida sigue, Guadalupe, sin renunciamientos, pero sigue, te lo aseguro. –Dolores le tomó las manos–. ¿Qué vas a hacer?
—No entiendo tu pregunta.
—Si vas a viajar con ella.
—No, no. De ninguna manera. Estoy muy agradecida por su oferta, pero tengo que estar aquí, seguir adelante. ¿Cómo podría irme sin Ámbar? Alejarme de ustedes, alejarme de todo. De aquí soy y aquí me quedo, España no es mi lugar en el mundo.
—Mirame a los ojos –le exigió Dolores. Guadalupe rara vez no aceptaba un pedido de “La D”.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—¿Podrás?
—Es lo que deseo. Tengo mucho por qué pelear. Goytisolo no me deja decir “no puedo más y aquí me quedo”.
—¡Qué bueno! Amo a Goytisolo.
—Voy a llorar mucho, sabelo.
—Si eso te sirve, llorá a mares. Vamos a ayudarnos entre todas.
—Entre todas.
—¿Cómo dice la frase que citaste de esas hojas autobiográficas de tu ama de llaves?
—La lucha por la revolución es mucho más larga que una sola batalla.
—Qué buena máxima, pero para eso hay que estar dispuesta a seguir el destino de millones de mujeres y en especial de las más oprimidas, como aquellas de las tierras altas y de muchas otras que padecen los peores sufrimientos.
—No tengo opción, aunque se crea que siempre las personas tenemos opciones. Sin las demás mujeres, no soy nada. Nada.
—“Un hombre solo una mujer, así tomados, de uno en uno son como polvo, no son nada”.
—¿Ves que Goytisolo no me deja abandonar? No hay elección.
—“La vida es bella, ya verás, como a pesar de los pesares, tendrás amigas, tendrás amor.” Tendrás amigas, tendrás amor.
Guadalupe volvió la vista al cielo y se abrazó a Dolores.
La noche se llenó de gotas de estrellas.


[1] Historia de Belgrano, Bartolomé Mitre.

[2] Palabras para Julia, José Agustín Goytisolo

[3] “Pero no tengo tu voz, ni tus maneras, / ni tu sombra pequeña y tu entusiasmo grande. / Nada cambió, salvo tu ausencia. / Camino la calle. Son las mismas piedras. / Unos hombres van a la par de sus mujeres / y tras ellos sus sombras, como siempre. / Yo en cambio sigo sola y digo “no puedo más”, “no puedo más y aquí me quedo”. / Y Goytisolo me llama para decirme / que no es así, que no es posible, / y yo le miro los ojos y lloro. / Lloro cuando miro sus ojos / y me regaña porque me da sus versos. / Yo no soy Julia, le digo, yo no soy Julia, le repito, / pero eso a él no le interesa. / Todas somos Julia, todas, / eso me dijo y me dejó sus versos. / Y aquí me quedo. / Repito tu nombre y algo me consuela.” Poema atribuido a Guadalupe.

[4] Bienvenida, Mario Benedetti.

[5] Corazón coraza, Mario Benedetti.

[6] Marcha triunfal del ejército rebelde.

[7] El nombre escrito es Anna Kruspaieva.

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