Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 34, «El sonido de una hoja muerta»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 34, «El sonido de una hoja muerta»

XXXIV

El sonido de una hoja muerta

1

Leyó la nota sin el menor sentimiento. Así son las cosas, pudo haber dicho. Pero era un hombre que no acostumbraba abrir la boca salvo para decir “buen día” o “buenas noches”. Nunca más que esas cuatro palabras y distribuidas como correspondía, dos a la mañana, dos a la noche.
Chasqueó los dedos para que el guardia llamara a la puerta de la celda. El hombre golpeó y gritó “capucha, capucha”. Esperó tal vez treinta segundos.
—¿Listo? –preguntó.
—Listo –respondió Ámbar.
El hombre revisó el arma. Una glock, nueva. Impecable. Silenciador de última generación. Detestaba el estampido del disparo. El silenciador transformaba ese alboroto en un golpe seco y apagado. Así lo prefería. Sin estridencias.
Ámbar reconoció en esas pisadas a otra persona. No eran las que había escuchado en los últimos tiempos. Y lo que más significativo para ella fue la respiración. Muy diferente. La otra era algo agitada, esta cabalmente serena. Aquella caliente, esta apenas tibia.
Su cabeza estaba cubierta por la gruesa capucha negra. No podía ver y le costaba respirar. Presintió que ese visitante se detuvo a su lado, a la derecha. El largo de un brazo de distancia. Un brazo y algo más.
Olió el aceite. Olió algo azufrado. ¿En qué podía pensar en ese momento, sino en su amor, en Guadalupe? Fue lo que hizo. Nada en especial, solo su rostro, sonriendo, sus ojos claros mirándola de frente. Era reconfortante capturar esa imagen justo en ese momento.
Afuera el hombre esperó su turno. El sonido apagado del disparo del arma salió de la habitación con la misma fuerza que una hoja muerta. Quedó allí, a poco de la entrada.
El sicario salió, sonó sus cervicales, guardó el arma. Dejó una nota impresa sobre la mesa del guardia. Palabra más, palabra menos, decía a qué hora pasaría la morguera para llevar el cadáver al crematorio. Se sacó sus guantes y se fue sin despedirse
El vigilador se sentó a la mesa, guardó la papeleta y encendió un cigarrillo. 

Guadalupe sintió que sus piernas no la podían sostener. Una fuerza brutal, el golpe de una piedra glacial, un áspero rayo entre los ojos, las venció y la hizo postrarse conteniendo el aliento de un amor que pudo ser para siempre y duró lo que pudo.
En el mismo instante que la bala atravesó la bella cabeza de Ámbar, sintió cómo el vínculo de su amor se cortó definitivamente. Ya no quedó esperanza. Hubo un vacío atroz, hubo un silencio huraño, un “se acabó” desesperado, definitivo. Solo quedaron adioses de aire en el aire flotando como la tumba de una burbuja negra.
Un puño mortal le apretó el corazón casi hasta estallarlo. Quedó sin aire, exhausta, despojada. La muerte la saludó sin entusiasmo.
Ámbar pasó a su lado. Le tomó el rostro con las dos manos y humedeció sus labios con los de ella. Entonces despertó de la muerte. Se arrodilló como pudo, se tomó el pecho y lloró desconsoladamente.

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