Llegó como lo hacen todas las cosas buenas en la vida: tarde. Cuando ya ni siquiera esperas; cuando tus esperanzas se han vuelto dudas y cuando te quedas esperando de porfiado, de terco, de iluso quizás, porque no hay más que hacer, y más a las dos de la mañana.

Ya se había tomado cuatro cafés, recorrido todos los pasillos y revisado visualmente cada descarga de los autobuses que llegaban.

Ella bajó en el último, con los rayos de la luna llena tras de sí, alta, como siempre lo había sido y la recordaba, radiante, una sonrisa iluminaba su rostro. La distinguió de inmediato, nunca pudo olvidar sus caderas, su forma particular se le había grabado a pesar de los años en su mente.

Pensó por un instante, que quizás, a él, se le estaba cumpliendo paso a paso un sueño atrasado, pero al fin y al cabo un sueño. De esos donde la observas la primer vez y la deseas, de esos donde te sabes un hombre casado, de esos donde sabes que lo que a uno le gusta es ilegal, es inmoral, engorda o es de otro. Hacía muchos años fue uno de esos instantes donde la deseó con toda la fuerza de tu corazón, se le notó en los ojos, él lo sabes, ella lo notó, lo adivinó, pero no se dijeron nada, y luego… pues lo de siempre, la vida los separó. La soñó para sí, tiempo atrás, cuando escribía estupideces que no sirven para la vida en un tablero, y ella, entonces su alumna, con su risa pícara le miraba el trasero moverse mientras borraba. La pilló burlona y hermosa como siempre, pero la mirada de él la dejo seca, apenada. De eso ya habían pasado ocho años, y en ellos, muchas cosas. Desde entonces, él, no había vuelto a verla.

Sobre la plataforma de arribo se abrazaron y notaron un poco cambiados, intercambiaron unas cuantas palabras, el, le apretó nuevamente contra su pecho, no le importó que ella fuera más alta. La tomó de la mano y la llevo en taxi al hotel donde le tenía un cuarto reservado. Hablaron un poco sobre las vidas de ambos, sus trabajos, sus hijos, sus sueños logrados y los perdidos, comieron comida china que prudentemente le había comprado antes, esperándola.

Llegó la hora de acostarse y le ayudó a quitarse el brasier. Entonces ella supo que tendrían sexo. Ella igual lo esperaba. Se ayudaron a acabar de desnudarse, tomaron un baño juntos, y por primera vez se observaron desnudos. La espera de tantos años, pensó él, había valido la pena.

Se abrazaron de todas las formas posibles, se dieron todos los besos habidos y los que no había los inventaron, detuvieron el tiempo libidinosamente. Se invitaron a pecados que quisieron compartir hasta ese amanecer. Ambos sabían que su película preferida era la japonesa «El Imperio del Placer», su libro preferido «El Kamasutra», así que supieron que no estaban allí para mojigaterias. Cuando él le explicó geografía y otros, ella siempre pensó que Bélgica estaba en Africa. Le hizo bromas sobre ello, y nombró su pechos como Pirámide y Kilimanjaro, y su pubis y sexo como las Cataratas Victoria, para que nunca se le olvidara.

Esa noche no durmieron, apenas si algunos momentos, no pudieron hacerlo completamente, las ansias, las ganas, no los dejaron. El, despertaba a ratos y le observaba el rostro acanelado, tocaba suavemente su nariz y luego se la besaba como se le hace a un niño. Ella se despertó una vez, lo pilló en ello, sonrió y volvió a dormirse; el viaje de cinco horas le había dejado exhausta.

El día siguiente los bautizó con sus rayos de luz abrazados y dormidos sobre la cama. El miró su rostro radiante, feliz, destensionado, así lo adivinó no estuvo en mucho tiempo. Le invitó a dar algunos pasos por las calles y juntos, recorrieron los alrededores, le compró dulces. Recorrieron la ciudad sin tomarse de la mano, cenaron en un conocido restaurante, y él, tuvo que saludar a unos cuasi familiares chismosos de esos que no faltan en ninguna familia, la presentó como una amiga que por razones de trabajo estaba de paso y que había decidido guiarle un tanto porque desconocía la ciudad. Todo eso, era cierto, lo único que no mencionó, fue que la noche anterior le hizo su amante.

Su piel africana había llegado hasta él, con el abrazo de una leona que quiso devorarlo. El, después de desvirgarle analmente, quería algo suyo, virgen, luego se lo hizo por la vagina con fuerza desde atrás, sujetándole las manos a la espalda, sometiéndola, diciéndole que era suya, hasta dejarle jadeante, temblorosa y plena de orgasmos. Luego, fueron por última vez a la piscina a limpiarse sus pecados. Sin embargo, era un amor de causas perdidas, desde antes de amarse hacía ya dos noches.

Se cumplieron un sueño mutuo de encontrarse y amarse, era lo menos que podían hacer; ambos morían, ella lo sabía: un pequeño tumor en su cabeza le hacía sangrar por la nariz ocasionalmente. Tres veces operado, tres veces fallado. A él, lo mataba el tedio de las relaciones intimas con su esposa; ella lo quería rápido y a él, le gustaba demorarse, ella creía que un encuentro sexual era para criticarse y él, optaba por quedarse silencioso. En fin, él sabía que su cuerpo envejecía pero su espíritu no, así que decidió gastar unos últimos cartuchos en una buena piel que le hiciese sentir vivo. A veces la realidad era más increíble que la ficción.

Ambos comprendieron que estaban atrapados por sus pasados, por sus distantes ciudades, por sus edades, por sus cotidianos problemas, por sus hijos y amarse dos noches, solo fue un descanso. Además, sabían que las parejas de ambos, antes, les habían engañado y coincidían en que no sabían perdonar y que se merecían estos hermosos cuernos.

Una estrella fugaz paso esa noche de su regreso. trenes de recuerdos se quedaron en sus cabezas para siempre.

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