Tarde o temprano todos libramos una importante batalla en nuestra vida. Algunas veces se pierde todo en el combate y otras, puede ocurrir, que se pierda ganando. Como fue mi caso. Luché lo más que pude contra las contrariedades de mi relación. Entiendo que hay héroes, generales, líderes, mártires y todo tipo de gente que se puede tomar como modelo por haber salido triunfantes del mayor reto de su vida. Mi lucha es grande para mí, pero para quien la escuche será banal como todas las historias que hemos oído sobre las difíciles relaciones de pareja. ¿Por qué he dicho que perdí al ganar? Pues por la simple razón de que cometí un asesinato, lo que significó el triunfo y fui, también, condenada a vivir sin mi objeto de odio o martirio detrás de las rejas que, como comprenderán ha sido mi derrota. Estoy resignada a dejar que las cosas sigan su curso sin ponerles atención. Deseo con toda el alma quitarme ese peso de encima. Mientras se odia y se sufre, el tiempo pasa volando y uno no se da cuenta de las dimensiones reales de las horas y los años. Si alguien me pregunta qué hay del dolor, les responderé que sí, se padece mucho y los minutos parecen interminables, pero lo que los hace diferentes es el deseo de venganza, esa sed que adormece los sentidos y crea una fijación a la que le damos vueltas en la cabeza con una manía sádica.

Lo conocí en una cafetería. Recuerdo el primer día que lo vi. Yo Iba con mi amiga Marisela quien me había insistido mucho que la acompañara a una cita que tenía en ese lugar. Lalo estaba en el escenario con su pantalón verde, con una zapatilla deportiva de canto y la otra encima, enrollado en su guitarra rasgaba los acordes mientras las expresiones de su cara iban cambiando con cada movimiento de los dedos de la mano izquierda. Tocaba bien y tenía una voz varonil y dulce, era por eso que la mayor parte de su repertorio era de boleros. Tenía mucho talento y por eso sabía cómo acoplarse a otros ritmos cuando algún cliente caprichoso le pedía una cumbia o una pieza de rock para bailar. Nos sentamos y pedimos unos postres banana Split y un capuchino. Estábamos en buena forma y la dieta no nos amenazaba en absoluto. Estuvimos escuchando las canciones románticas que nos encantaron como a todas las parejas que se encontraban en el opaco salón. De vez en cuando Lalo se secaba un poco el sudor y se tomaba una copa que le traía una camarera. Cuando se empezaba a emborrachar hacía chistes y se metía con los espectadores que, al sentirse aludidos, preferían fingir que no se daban cuenta, pero las ocurrencias eran tan agradables que al final se lo agradecían dándole una propina, pidiéndole una canción o invitándole una bebida. Esto último era lo que más le gustaba a Eduardo y fue por esta razón que se vino a nuestra mesa y nos obsequió su compañía bastante tiempo. Raúl, el novio de Marisela era su amigo y por eso le hizo una seña para que viniera a sentarse con nosotros.

Al verlo de cerca me gustó mucho y, seguro que yo también le resulté atractiva, me lo confesó con una insinuación más tarde, pero luego no lo reconoció y con el tiempo hasta me maldijo por ese encuentro. En aquel instante, en el que vi sus penetrantes ojos de niño travieso, se me estremeció el vientre debajo del vestido y él lo adivinó, tenía la suficiente experiencia para olerlo. Lo saludé con voz débil y nerviosa y él se aprovechó de mi debilidad para abordarme con más valor y esa misma noche me hizo dar el primer paso hacia la dura relación que mantendríamos por unos años. Nadie me ha considerado nunca una mujer bella, pero sabemos que en la juventud la carne firme y el buen control que tengamos sobre el cortejo nos ayuda a volver locos a los chicos y obligarlos a cumplir lo que queramos. Lo difícil viene después, cuando ya nos han poseído y nos obligan a complacerlos como si fuéramos de su propiedad. En compañía de Raúl, Eduardo era un hombre muy gentil y amable, se deshacía en cumplidos y reía con gusto. Me habló de la música, de los grandes cantantes y de las composiciones que más le atraían.

Era un buen interlocutor. Encontraba los momentos más apropiados para interrumpir y su conversación era como su trabajo. Después de medianoche se ofreció a acompañarme a mi casa y en la puerta se despidió con un beso. Fue un beso rápido, calculado, sin la intención de transmitirme su pasión, pero surtió efecto. Comenzamos a salir y al cabo de un mes iba todas las noches a verlo actuar. Tenía una mesa reservada en la que pasaba mucho tiempo conversando con Lalo. Descubrí que era astuto y tenía un sentido del humor agudo y en ocasiones irónico hasta las lágrimas. Nuestra relación se estrechó tanto que terminé viviendo con él en un pequeño piso que le había heredado alguien. Al principio no sabía que estaba metiéndome en una trampa fatal. Cegada por la venda del amor no logré ver cosas a tiempo. Me fue imposible apartar mi instinto maternal cuando Eduardo se lamentaba como un bebé de sus desgracias, luego no pude librar la barrera de los conceptos éticos y morales cuando mostró sus garras, pues sentía el compromiso de ayudarlo y orientarlo por el buen camino. Mucho tiempo después descubrí como se había ido tendiendo la red a mi alrededor. La atención que me prestaba no era porque me quisiera, sino porque tenía miedo de perderme, de que me alejara y lo privara del gusto de martirizarme. Las reconciliaciones no eran más que la estrategia para irme mermando la seguridad en mi misma y, por último, el sentimiento de culpa que se edificó frente a mí como una muralla.

Un mes duró la relación ideal, ya estaba completamente entregada a Eduardo y esperaba sus caricias por las mañanas, sus atenciones, los cafés que preparaba con esmero y las rosas que se traía de su trabajo. Pasábamos una hora abrazados haciendo planes para el futuro y llegué a pensar que el hombre ideal existía, sin embargo, el chapuzón helado que me dio el catorce de febrero corrió el telón de la nueva obra que estaba a punto de representarse. Me hizo una pregunta sobre San Valentín y al no contestársela se puso furioso, me estrelló contra la pared y me explicó gritando la respuesta que tenía que haberle dado. Luego, se disculpó y dijo que había tenido un problema en el trabajo y que se había exaltado contra su jefe y no contra mí. Me llevó a la cafetería y me dedicó varias de las canciones más conmovedoras. El público le aplaudió y me hicieron subir a la escena para agradecer los aplausos. Estaban Marisela y Raúl. Me felicitaron y dijeron que era la mujer más afortunada del mundo. Lo creí y borré el suceso desagradable de mi mente, pero esa noche no hicimos el amor, a pesar de que estábamos muy encaramelados, Lalo dijo que estaba cansado y no me tocó. Se durmió rápido y me dejó hirviendo toda la noche a fuego lento. Al día siguiente llegué tarde al trabajo y mi jefe me reprendió. Marisela empezó a hacerme infinidad de preguntas, por un lado, se interesaba en mi relación, pero por el otro yo sabía que me envidiaba, pues Raúl era muy parco y no se comparaba con el apuesto Eduardo. Me sentí llena de vanidad y gocé en silencio el sufrimiento que vi en mi amiga. A veces, las mujeres no sabemos por qué actuamos de una forma determinada, será que los sentimientos se nos revuelven como un amasijo en el vientre y dejamos de pensar para dejarnos arrastrar por el torrente de emociones que nos ahoga en algunas circunstancias. Ahora sé que si me hubiera quitado el velo de los ojos y hubiera puesto los pies en la tierra habría evitado encaminarme por el escabroso sendero de la violencia y el odio. Una semana después del suceso del día de los enamorados, Lalo se levantó en la madrugada y me dijo que me quería mostrar algo. Era la película de “El último tango en París”. Puso una escena muy rara en la que la protagonista acostada boca abajo siente cómo Brando le hace una porquería usando un poco de mantequilla. Me inmuté y le dije mi opinión al respecto, pero él comenzó a hablarme con suavidad y argumentando que nuestra vida íntima era tan monótona le gustaría experimentar. No quiero que piensen que soy morbosa o que trato de meterles cosas cochambrosas en la mente. Si no me hubiera relacionado con aquella bestia, ahora no hablaría sobre estas cosas. El caso es que accedí a que hiciera lo mismo que en la película. Lalo me abrazó después, me agradeció mi colaboración y dijo que el amor se sostenía en las fuertes columnas de la confianza y el compromiso. Yo estaba desconcertada y un poco herida, pero con su trato tierno lo superé.

Lo malo vino una semana después en la que me estuvo provocando todas las noches sin llegar a culminar la unión. Era como un largo cortejo que terminaba con un “buenas noches” y yo tenía que idear algo para apagar el incendio que tenía por dentro. Un sábado, se metió en la cama después de tomarse unas cervezas y comenzó a hurgar entre mis piernas, lo rechacé, pero fue más una actitud provocadora que una negación. Entonces dijo que quería otra vez lo de la película, yo no pensé en nada y me aferré a él. No estoy segura de que haya intentado repetir lo del sucio actor porque sentí fuertes golpes en la cara. Primero un bofetón y después varios puñetazos, de los cuales el último me destrozó la nariz. Después me pateó cuanto quiso. Se vistió y con un azote de puerta se fue. Al día siguiente tuve que llamar a mi empleo para pedir una baja por incapacidad. Tuve que inventarme un accidente para no quedar en ridículo frente a todo el personal, al parecer me lo creyeron, pero después no pude volver a la oficina. Volví a mi casa y le expliqué a mi madre lo del accidente inventado. No sé por qué lo hice. Tenía que haber sido sincera, pero un temor muy profundo me obligó a no decir la verdad y lo lamenté después. Me recuperé, pero las huellas del golpe en la nariz me quedaron para siempre. El doctor que me había atendido me dijo que no podía garantizarme una cirugía profesional y que estaba a tiempo de acudir a un cirujano plástico para que me hiciera bien la operación. No lo hice y cuando se me bajó la inflamación noté que el tabique no estaba del todo bien y se me veía la nariz torcida hacia la derecha. Pensé que tendría que ir de forma urgente a rectificarla en cuanto tuviera un poco de dinero para la operación. Me encontraba muy nerviosa, la inquietud me obligaba a llamar a Marisela y gritarle a mi madre para que no me molestara. Por desgracia, las cosas empeoraron mucho, pues se apareció Eduardo. Iba muy arreglado, con un traje azul nuevo, bien peinado y con mucho perfume. Traía un ramo de rosas y un regalo para mi madre. Se presentó y alabó el buen gusto de nuestra familia, hizo comentarios de la foto matrimonial de mis padres y le regaló a mi madre una cadena de oro con un medallón de la Virgen María. Cuando ella se negó a coger el obsequio dijo que era la forma de consolidar su relación con su futura suegra, pues el objetivo de la visita era el de pedir mi mano. Sacó un estuche con un anillo de compromiso, era de una muy buena marca y le dijo que era para mí. Yo no quería verlo, estaba dispuesta a rechazarlo, pero mi madre insistió tanto que salí a hablar con él. No fue una buena idea porque Lalo se deshizo en halagos hacia mi madre, habló con tanta sinceridad que a ella se le humedecieron los ojos y me dijo que nunca jamás encontraría un hombre mejor que él. Luego vino el lavado de cerebro y los planes del futuro. Yo lo podía haber desmentido todo y confesar lo de la golpiza, pero no lo hice y me reproché mucho tiempo no haberlo hecho, quizás el ridículo de verme como una mentirosa frente a mi madre me impidió desvelar la personalidad real de Eduardo. Acepté el anillo con la idea de que Lalo se fuera y me dejara tranquila, pensé que podría deshacerme de él pronto.

No fue así. Al día siguiente llegó en un taxi y me pidió que recogiera todas mis cosas porque nos casaríamos en dos semanas. No tenía mucho que llevarme y con la ayuda de mi mamá llené dos maletas y unas cajas y me subía al coche. Cuando llegamos al peque departamento de Lalo, me dijo que había pasado por un problema que lo había vuelto loco. Su jefe—según me explicó—lo había despedido sin causa y no le había pagado el mes que había trabajado. Había llegado al piso fuera de sí y no fue dueño de la situación. Yo sabía que era una patraña y que sólo era un descanso que se daba para volver a maltratarme, sin embargo, cedí de nuevo. Fueron sus caricias, su persistencia y delicadeza en la cama lo que me tiró al abismo. Me dijo que tenía un nuevo empleo muy bueno donde le pagaban más y ya era hora de sentar cabeza, que yo era la única persona con quien se sentía identificado y que si estaba dispuesta a ayudarle seríamos una familia feliz. Me encontré de nuevo con la miopía causada por las vísceras. No pensé en nada y me dejé obnubilar por sus palabras. Me prometió que iríamos a buscar el vestido, que haríamos las invitaciones, que arreglaríamos el piso para recibir a nuestro bebé. Me pidió que dejara mi empleo y le jurara que me dedicaría al cuidado y educación de los niños. Acepté y me condené en ese mismo instante. Dejé de relacionarme con mis compañeros, me perdí en el anonimato y se esfumó la confianza en mi madre, pero todo fue apareciendo como las losas de un camino que se va construyendo con cierta rapidez.

Una mañana, Eduardo se levantó, me trajo el desayuno y salió a hacer compras. Trajo algunas herramientas, detergente, papel tapiz y comenzó a trabajar sin parar. Limpió todo, hizo con unas tablas una cuna muy bonita, la pintó de color azul y blanco, puso nueva ropa de cama y cuando el nido de amor quedó preparado se entregó como nunca lo había hecho antes. Estaba convencida de que sería el mejor marido del mundo. Trabajó unos días y el fin de semana me pidió que fuéramos a buscar un vestido de novia digno de mí. En una tienda prestigiosa me tomaron las medidas y Lalo dejó un adelanto, luego fuimos a la iglesia a hablar con el padre para pedir una fecha. Todo parecía ir viento en popa. Eduardo trabajaba mucho, su trato era mejor que nunca y su entrega era total. Cantaba y me hacía regalos. Llegué a olvidar lo de la nariz y me imaginaba que todo lo malo que había sucedido era parte de una pesadilla que jamás había existido en este lado de la realidad.

Me encontraba hipnotizada, le creía todo lo que me decía y, más aún, lo que le decía a la gente. Era un mentiroso profesional, frío y calculador. Se confesó con el padre y dudo que le haya dicho la verdad. Invitó a mi madre y mis tíos a la boda. Contrató un salón modesto y elegimos juntos el menú. Faltaban sólo dos días para el gran acontecimiento de nuestra vida. Me parecía que estaba viviendo el mejor período de mi existencia y que en adelante viviría feliz al lado de mi querido esposo, pero Lalo tenía su plan.

Se abrió la puerta y, muy nervioso, Eduardo, me dijo que tenía una urgencia, que tenía que acompañarlo. Me vestí rápido pensando que sucedía algo muy grave y salí, al bajar por las escaleras sentí que Lalo se tropezaba conmigo y me golpeé muy fuerte la cabeza, luego perdí el conocimiento. Cuando me recobré estaba en una cama de hospital y tenía enyesado el brazo. Me dolía mucho la cabeza y sentía dolor en todo el cuerpo. La enfermera me dijo que había corrido con mucha suerte y que el atropello sólo me había dejado la clavícula rota y un descalabro no muy profundo. No tiene rotas las costillas—dijo consolándome—, pero los golpes fueron muy duros. No tiene, tampoco, derrames internos. El hígado y los riñones están un poco inflamados, pero se le quitará con unas pastillas. No entendía nada y fui tan ilusa de preguntarle si estaría presentable para mi boda. La joven se conmovió un poco y dijo que Eduardo, mi futuro marido, había estado una hora a mi lado y se había ido para resolver algunas cosas que tenía pendientes, que lamentaba mucho mi situación y que la llamara cuando necesitara algo.

No sabía por qué razón estaba internada y no tenía ni idea de lo que me había sucedido. De forma vaga recordaba lo de las escaleras, pero la imagen se iba borrando con tanta rapidez que después quedé convencida de que lo que me decía Eduardo era la verdad. Según él salimos de la casa y al estarlo escuchando seguí cruzando la calle sin poner atención a los coches y una camioneta me había arrollado. Por fortuna, el conductor había frenado a tiempo, pero que el golpe había sido muy duro. Me costaba mucho trabajo memorizar porque el constante dolor de cabeza me hacía perder la concentración y la paciencia. El doctor me recetó unas pastillas para la migraña. Cuando llegué al piso de Lalo no reconocí nada porque era otro lugar, no estaba la hermosa cuna, ni estaba limpio. Era otro sitio, pero Eduardo afirmaba que ahí vivíamos, que llevábamos unos meses allí y que si no lo recordaba era porque el accidente me había afectado la memoria. Comenzó a envolverme en caminos oscuros, empecé a dudar de mis convicciones y me volví muy insegura. Tenía una técnica bien elaborada. Primero, hacía una hipótesis de algo y comenzaba a repetirla cada día, luego, la convertía en una afirmación y, por último, me comenzaba a reprochar las cosas. Me hacía sentir culpable de todo, mi confianza se fue por los suelos y comenzó la etapa de mi aislamiento.

Lalo salía y cerraba con llave, me traía comida hecha y seguía metiéndome cosas en la cabeza, para recibir mis medicamentos tenía que pasar por lo que él llamaba las pruebas, que eran básicamente las cosas obscenas con las que el satisfacía su naturaleza sádica. Podía ser muy descriptiva en este sentido, pero se lo dejaré a su imaginación para no hablar de los sufrimientos que me llevaron a tomar una decisión precipitada en cuanto se me presentó la oportunidad. Comía con desgana y dormía lo que podía para evitar los dolores de cabeza y los que me provocaban los abusos de Lalo. Estaba gorda, no me peinaba, no planchaba ni lavaba la ropa. Un día Eduardo llegó con una mujer a la que le hizo el amor frente a mí. Todo el tiempo me estuvo reprochando que por mi culpa, había tenido que acudir a otras mujeres y que si seguía así me iba a matar. Sabía a la perfección que no lo haría porque me necesitaba como alimento vital. Mi sufrimiento significaba tanto para él, que, si algo hubiera puesto en riesgo mi vida, habría hecho lo imposible para salvarme, pues era como una araña que deseca a sus moscas poco a poco.

Cuando ya estaba completamente convertida en autómata, Eduardo invitó a una drogadicta a nuestra casa. Era una mujer muy alta de piel muy blanca, se reía de todo y era una bestia salvaje haciendo el amor. A Lalo le gustaba esa fiereza de loba. Tal vez, sentía un reto y se fortalecía con ella para castigarme más. Al tercer día, La Loba salió y trajo un paquete enorme de polvo. Se pusieron a calentar unas cucharillas, se ataron una liga en el brazo y se inyectaron un líquido que había surgido del polvo color hueso. Empezaron a alucinar y decir cosas muy incoherentes, paseaban como poseídos y no notaban mi presencia. Dormían mucho y tres días seguidos se inyectaron, luego la mujer salió y no volvió. En el piso seguía el paquete de polvo y tuve la intención de probarla, pero después descubrí que en esa situación podría escapar, se dice fácil, pero en aquel momento no pensaba ya en salir ni salvarme. Era como un perro enjaulado que no recuerda cómo es la calle. Estuve sentada mirando a Eduardo, se levantó y me miró como a una desconocida. Se volvió a dormir. Fue cuando lo imité. Puse polvo en la cucharilla, prendí la vela achatada, preparé la jeringa y cuando el líquido ya estaba listo cogí la inyección y me la puse sobre el brazo, pero una voz de alerta me hizo dirigirla a Lalo, se la puse y le metí tres más. No noté cuándo dejó de convulsionarse, ni cuándo se quedó tieso. Lo único que oí fueron los golpes a la puerta de una vecina que se interesaba por un olor pútrido. En cuanto le abrí saltó la alarma en todo el vecindario, vino una ambulancia y unos policías me interrogaron. No supe nada hasta que empezaron a llegar rostros conocidos. La primera fue mi madre, quien me dijo que Lalo le había dicho que nos habíamos casado y vivíamos en otra provincia. Marisela me dijo que había visto a Eduardo y que lo había felicitado al saber que yo estaba embarazada. Así fui recuperando paulatinamente mi imagen perdida. Regresé a la vida y me pude integrar al mundo, pero fue por poco tiempo porque pronto recibí un citatorio para enfrentar un juicio. Se me acusó de asesinato premeditado y se negó que tuviera algún desequilibrio psicológico que me indujera al homicidio. Estoy satisfecha de lo que hice y cumpliré mi condena sin remordimientos, pues hace mucho que mi vida ya no es normal y ahora, ha llegado el momento de partir.

Adiós.

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