Sí que era raro el sujeto aquel que iba montando una cebra renga; “como las glicinas que no florecen en primavera”, recuerdo que pensé, así de raro.

Me sentí obligado a llamarlo, y mientras me bajaba del techo del tranvía le grité:

-Eh, eh, señor, ¿por qué hace sufrir a esa pobre cebra renga?

-¿Quién celebra lo que venga?- me respondió al momento de apearse y caminar rengueando hacia mí -de espaldas, para no perder de vista a su corcel-.

Mientras tanto la cebra, al sentirse alivianada, se alejó al trotecito recuperando la perfecta armonía de sus cuatro patas, se detuvo un instante y sacudiendo su cuerpo como secándose logró que todas las rayas negras se cayeran al piso, luego el animal, devenido potrillo blanco, desplegó un par de alas celestes con las que tomó vuelo y rápidamente se elevó hasta aterrizar (¿nuberrizar?) en una nube tornasolada que recorría el cielo a bastante velocidad.

Se perdió de vista en pocos segundos.

-¿Vio lo que logró? -me dijo el tipo, dando vueltas en círculo y rengueando-Asustó a mi Pegaso y se fue, ¿y ahora qué hago? ¿qué hago? ¿qué hago?

Le ofrecí mi bicicleta y mis dos gatos azules para compensarlo, pero él se puso a llorar y patalear mientras repetía “Mi Pegaso, mi Pegaso…”, y de repente empezó a dispararme con una pistola de aguas multicolores.

Cuando todo mi cuerpo se iba coloreando por los impactos del arma del energúmeno, escuché a mi madre que me llamaba: “Levantate vago, que ya está el desayuno, a ver si llegás tarde de nuevo”.

Le juro señor que así fue.

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