Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 31, «Alguien debe morir»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 31, «Alguien debe morir»

XXXI

Alguien debe morir

1

—Mujer inteligente –“Pérez y Pérez” celebró la inteligencia de Guadalupe para comprender la esencia del juego. Esa clase de oponentes lo entusiasmaba.
Guadalupe mostraba un notable dominio de la lógica y una serenidad de espíritu que confundía. Torturada de niña, privada de su madre a temprana edad, sometida a una tragedia en el internado y luego abandonada a una familia sustituta, que, aunque amorosa, no podía de modo alguna suplicar la que debió ser suya, arrebatado su amor en un instante, no se dejaba obnubilar por el odio ni vencer por la fatiga. “Pérez y Pérez” consideró que ella y Amanda Da Silva pertenecían a un linaje excepcional de seres humanos (y aquí comprendía tanto a hombres como a mujeres), capaces de sostener empresas imposibles y llevarlas hasta su fin exitosamente.
Amanda puso su vida al servicio de la logia. Para ella la patria estuvo siempre por encima de todo. Atender a La Reliquia fue su tarea, pero si otra hubiera sido, la habría hecho con la misma dedicación y el mismo orgullo. Era una joven hermosa y talentosa. Se privó del amor y canceló todos los sueños que tuvo desde niña. Luego, anciana, cuando predijo el acoso con que sería sometida para que diera cuentas antes sus carceleros, cantó por última vez Nessun Dorma y se entregó a la luz liberadora de una luna que tronante.
Y Guadalupe avanzaba “arrastrándose entre espinas”. Para rescatar a Ámbar, correr el velo sobre quién había sido en realidad su padre biológico y todos los crímenes que este había cometido a lo largo de su podrida vida y rescatar a su madre de la muerte anónima.
También especuló “Pérez y Pérez” con qué ocurriría si el camino de Guadalupe se cruzara por azar, por error o deliberadamente (los relicarios podían tentar suerte en ello) con la Logia de La Reliquia. Personas como Guadalupe, mujeres como Guadalupe, estiraban la perspectiva de un cambio radical de manera extraordinaria. Las grandes revoluciones en la humanidad, muchas veces comienzan de un modo imperceptible por los prejuicios que cagan una sociedad habituada a creer que lo inmutable es lo verdadero y que los cambios no son sino ficción de la literatura. Y aunque “Pérez y Pérez” luchaba por sostener el orden establecido, su cínica inteligencia no lo cegaba. Por ello era un adversario de temer. Aquel que puede ver el fondo de las aguas, se vuelve un enemigo peligroso porque va a la esencia de los asuntos y nunca se queda machacando pequeñeces con su pequeño martillo.
“Siglo XXI, un siglo de mujeres.” Así lo expuso el hombre en una de sus últimas conferencias. Podía haber cerrado aquella disertación con aquello de que “quien quiera oír que oiga”, pero el acendrado antiperonismo hubiera hecho contraproducente esa frase de Perón.
“¿Cómo juzgar a una sociedad?”, dijo “Pérez y Pérez” en esa oportunidad. Por el grado de ponderación que una sociedad demuestra por sus mujeres. Y si estas no eran consideradas por la sociedad sino como simples reproductoras, abastecedoras del mercado de mano de obra barata, incubadoras humanas sometidas a la esclavitud doméstica, por el nivel de sus luchas y organización. Se las podría apalear, se las podría rociar con combustible para quemarlas vivas, se las podría balear para arrebatarles la vida en el breve tiempo que una bala tarda en perforar un corazón o cualquier otro órgano vital. Como Ámbar, milagrosa sobreviviente. Y allí estaba ella en un roñoso calabozo de un chupadero en silencio, esperando la sentencia que preveía, y estaba el otro, López Teghi, sin saber qué hacer con una mujer que sobrellevaba su secuestro de un modo que no pudo ser predicho. Ni hablar de su pareja a la que no podía tocar sin someterse a un largo debate interno con incierta suerte. No todos estaban dispuestos a llevar el silencio hasta el crimen organizado de una mujer que, en definitiva, ni tenía precisión de todo el andamiaje que sostuvo hasta entonces la fachada heroica de su padre. Nadie inmola una institución por unas cuantas incisiones en los laterales de su arma personal. El todo, siempre, está por encima de las partes.
“Pérez y Pérez” podía mirar más allá de los avatares del momento, las circunstancias rutinarias, la táctica barata del día a día por las redes sociales y sus bandas de troles como cuervos. Él observaba el futuro desde otra perspectiva, una difícil para los poderes establecidos y que se pretendían demostrar inmutables.
“Todo fluye, somos y no somos”.1 El griego le daba una mano en el razonamiento. Para ese jefe, era honesto aceptar que el porvenir, de la mano de su propio logos, encontraba el modo de superar todos los obstáculos e imponer su impronta.
¿Podría la Agencia impedirlo? López Teghi mediante, no lo creía posible. Los “Pérez y Pérez” que se formaban en las escuelas más lúcidas, podían retrasar el acontecimiento. Para una clase privilegiada cien años es una conquista nada despreciable. El imperio de la injusticia duró miles de años, pero cada año fue todo lo trascendente que es cada molécula en la conformación de una vida sana y prolongada. Un mínimo error en la cadena de la vida, deriva en resultados tan impredecibles como horrorosos. O en la extinción simple y sencilla.
López Teghi, era un cretino. Un verdadero y completo cretino. Así lo consideraba “Pérez y Pérez”. Con su martillito golpeando contra todas las cosas.
Por lo menos tenía el informe que Iniustitiam le había hecho llegar. No tenía desperdicio. Podía ocurrir que un escrito de un fiscal resultara un legítimo bodrio. Pero este no era el caso.
No podía decidirse si lo que más lo entusiasmaba era el comportamiento de la mujer o que los relicarios volvieran a dar tan claras señales de actividad. Porque él no tenía duda alguna de que fueron ellos los que le hicieron llegar a Guadalupe el sobre con las fotocopias de los manuscritos de Amanda Da Silva. ¡Amanda Da Silva! Él que la investigó con dedicación.
Admirar a un oponente no era signo de debilidad, para “Pérez y Pérez”. Era una demostración de que la inteligencia no admite prejuicios. Más quisiera él contar con mujeres y hombres dispuestos a tanto sacrificio, a dejar juventud y vida al servicio de una causa.
Estaba en Londres. Shakespeare lo inspiraba. Charles Dickens. ¡Lord Byron! Lewis Caroll. ¡Chesterton! ¡Cuántas veces citó a Chesterton! Recordaba que en una oportunidad se lo arrojó al propio López Teghi. Aunque debió reconocer que en esa ocasión el hombre le respondió con inteligencia. Una anomalía de esa pasta sosa que tenía por cerebro su oponente.
John Le Carré y su chica del tambor. Kipling. Green. Imposible seguir la lista.
Y mientras repasaba a esos autores que había leído y leía con entusiasmo juvenil, el teléfono sonaba y sonaba. Sabía quién era y por eso no atendía el llamado. ¿Orwell, Tolkien, Wells, López Teghi? No. Decididamente, no. Inaceptable. Al menos dejaría pasar unas cuantas horas antes de atender el llamado de ese “hombre del martillo”, como lo llamaba jocosamente. El puerco “exceliano”. El burro de las inútiles tablas predictivas.
No estaba de ánimo para hablar de minucias operativas. Todo había sido planificado. Todo había sido explicado. ¿Qué podía ocurrir que requiriera su atención, cuando estaba nada más y nada menos que en el corazón del imperio británico, admirando su grandeza y su porvenir? Podía auscultar el brexit en su morada y comprender las razones de su triunfo aún en medio de tempestuosas oposiciones.

Llevar la Orden del día N.º 5 hasta sus últimas consecuencias era algo que, hasta un mediocre como López Teghi, podía prever sus consecuencias. Pero los amigos le habían advertido cuál era el verdadero propósito de ese llamado. Hacerlo responsable de algunas “anulaciones” oportunas.
Una supresión era un asunto que “Pérez y Pérez” siempre tomaba muy en serio. No era un hombre ligero para esas decisiones. Además, no se podían decidir tales cosas a miles de kilómetros de distancia. En la guerra como en el amor, en el único lugar que se podía vencer era en el mismo escenario de los hechos. En la guerra, en el campo de batalla. En el amor, dentro del cuerpo de la mujer amada.
Quienes creían que podían vencer o amar por telegrama, eran pedantes destinados al más rotundo fracaso. “Tu derrota es tu derrota, tus cuernos son tus cuernos.”
Si López Huidobro estuviera a su lado, recitaría: “un ejército victorioso lo es ya antes de entrar en combate; un ejército abocado a la derrota se bate sin esperanza de vencer”. Y luego citaría a Chen Hao: “En materia de planificación, jamás un movimiento inútil; en materia de estrategia, ningún paso en vano”.
Con estas pocas palabras habría dicho cuál era el destino de todo lo dispuesto por López Teghi, pero dudaba que él o su entorno pudieran aceptar la verdad de esas reflexiones.
Discreción, humildad, inteligencia. “Las cualidades indispensables de un general son, ante todo, la clarividencia, el arte de hacer reinar la armonía en el seno de su ejército, una estrategia cuidada respaldada por planes de largo alcance, en sentido de la oportunidad y la facultad de percibir los factores humanos.” ¿Percibir los factores humanos? López Teghi entre sus columnas excelianas estaba completamente incapacitado para ello. Era probable que la clave de todos los éxitos no estuviera en la buena fortuna, sino en el éxito de los factores humanos.

2

¿Era necesario que debiera volver a explicar lo que explicó hasta el hartazgo? En algunas oportunidades, dijo, y aunque no era una regla, pero sí una impronta, alguien debía que morir.
Era un modo de purificarse, una manera de purgar errores o de manifestar un poder. La muerte era tan habitual en este confín del mundo que no ejercerla era un capricho insostenible. A caballo, de a pie, con brebajes venenosos, en emboscadas traicioneras, con sables dentados, amarrados a la boca de los cañones, en los tugurios de las picanas del Polo Lugones, en los chupaderos de Videla.
También era una demostración de obediencia, de confianza ciega, de aptitud para el sacrificio.
Una muerte, diez muertes, cien muertes, miles de muertes. Todo dependía del momento histórico. Matanzas. Holocaustos. Exterminios. La palabra que mejor les resultara para denominar el ejercicio del poder de una clase sobre las otras.
La ejercieron los conquistadores durante trescientos años. Muertes rápidas a lo Pizarro o muertes lentas a la usanza de encomenderos.
Los expansores del dominio feudal en todas direcciones también la ejercieron con total eficacia. Y sus herederos, los terratenientes abrazados a su Majestad, la Reina de los siete mares, como ninguno.
La muerte no como extravagancia. Eso era patrimonio de los psicópatas y con los psicópatas no había que entrometerse. Había que dejarlos hacer su trabajo.
Ellos no lo eran. Solo se trataba de simples hombres de un sistema edificado con sangre ajena. Una alquimia poderosa: plusvalía y sangre y su resultado en oro.
Oro. Oro de los dioses. Nada como pesar el oro al son del Anillo de los Nibelungos. “Pérez y Pérez” amaba a Wagner.
El Oro del Ring y su anillo mágico que concede al portador el poder de dominar el mundo. Y si el mundo resultaba demasiado ancho y demasiado ajeno, esta geografía del fin del mundo era todo lo apetecible que se podía esperar.
Pero la muerte siempre era un asunto que debía tomarse con absoluta seriedad. “Pérez y Pérez” rechazaba que no se lo hiciera de ese modo. No se trataba de decisiones que se tomaban en bonitas reuniones donde buchones y alcahuetes desesperaban por salir corriendo con la noticia fresca para difundirla a como diera lugar. No. Así no era.
Tampoco era en el refugio de unos crápulas, seres poco escrupulosos que apostaban diez, cien vidas a una mano de póker.
Los tugurios de la muerte resultaban de mala muerte y al final se acababa en un escándalo que llevaba un buen tiempo componer. Nada de andar por sucuchos roñosos o sótanos oscuros tramando asesinatos en penumbras.
Medias palabras, claves organizadas, lenguaje cifrado, ejemplos escurridizos, delicadas insinuaciones eran lo necesario para indicar el destino de alguna persona. O de muchas.
Y nunca debía faltar el sostén ideológico. La ideología era como la médula que permitía que el crimen estatal fluyera con naturalidad, sin vacilaciones ni arrepentimientos.

Ocurría a veces que para poder seguir había que purificar las propias filas. No eran muertes en vano. De manera alguna. Eran verdaderas válvulas de escape como las de las ollas a presión. Permitían que el sistema no estallara y se regenerara. Como cualquier tejido humano.
Dejaba escapar ciertas toxinas y ayudaban a regenerar el cuerpo. Un purgatorio a medida.
Lo que interesaba era la subsistencia del sistema, el engranaje en su totalidad y no en sus pequeños componentes.
Y esa era la cuestión. Para resolver tal asunto estatal no precisaban fastidiarlo con llamados a cualquier hora, preguntando cualquier tontería, inmiscuyéndolo desde una distancia por la que no se podía apreciar ningún detalle. Y, como la vida le enseñó, el diablo, irremediablemente, siempre se esconde en los detalles.
No se trataba de que eludía responsabilidades. Al transferir el mando, transfirió el poder de las decisiones. Él, a lo sumo, había quedado reducido a un consultor externo que recorría el mundo en representación de su Agencia. En el exterior era como un ministro plenipotenciario. Pero en lo que refería al orden interno, era menos que un don nadie. Un apartado de los favores del señor presidente y de su alcahuete presidencial. Para eso llevaron a su entorno a Consiglieri, el extranjero, el ilustrísimo innovador con su teoría de la nueva política y su correlato en la nueva “Inteligencia”. El “faraón” estaba echado a un costado apreciando el porvenir de las siete plagas. Pocas veces un hombre puede darse ese bíblico lujo.
Él ni siquiera equivalía a un consejero quien, en los dominios de la ‘Ndrangheta, equivalía a un primer ministro en el reino de los negocios clandestinos y los asesinatos públicos.
Había en todo ese embrollo algo que a “Pérez y Pérez” lo fastidiaba decididamente. Se lo dijo cuando el propio López Teghi lo llamó por teléfono para incomodarlo. El quinto postulado había sido deliberadamente violado y él no podía repararlo de manera alguna. No solo se había violentado el postulado, se lo había hecho de la manera más ruin que se conocía en los subterráneos de la muerte.
Él debía apartarse del grotesco del martillo de López Teghi, a conciencia de que lo que se destruía por brutalidad o por ignorancia, no podía ser ni reparado ni repuesto.
No lograría nadie involucrarlo en la derrota. Cada vez que el teléfono sonara y sonara, se limitaría a mirarlo con la serenidad de quien mira un amanecer esplendoroso o un atardecer de enamoramiento. “Música porque sí, música vana”2 resultaba el ring-ring del teléfono del hotel. Y con ese espíritu de grillo, “Pérez y Pérez” volvería al poema de Roxlo, que siempre le había causado cosquillas en la boca.

3

López Teghi miraba demudado el noticiero que el canal oficial estaba transmitiendo en vivo desde las quintas donde se descubrió un hoyo de la muerte. Una tumba colectiva. Un osario general en medio del suburbio más próximo a la capital. ¿Quién se haría cargo de semejante descalabro?
El Dr. Iniustitiam convocaba a una conferencia de prensa. Rastrearon qué información había recibido el fiscal que lo alentaba a exponerse ante los periodistas, y que este no informó debidamente, y encontraron ese email delator. Luego, precisar su origen, desde dónde fue enviado, fue difícil.
Los hackers al servicio de la logia se dedicaron con esmero a ocultar su origen. ¿La Agencia podría revelar ese secreto? Con seguridad. Pero para cuando lo hiciera sería demasiado tarde. El escándalo estaría en todos los programas de televisión, de radio, en los diarios. Luego se esparciría por el mundo porque había muchos interesados en crearle problemas al señor presidente.
Ordenó a su secretario que insistiera con el llamado a “Pérez y Pérez”; él no tuvo éxito. El viajero no atendía los llamados. Necesitaba que lo hiciera al menos una vez, que levantara el tubo y dijera “Hola”, porque con eso alcanzaba a comprometerlo con las decisiones que estaba evaluando tomar.
Pero “Pérez y Pérez” conocía la partida de antemano, podía leer las cartas de todos sus oponentes y saber en consecuencia qué baraja jugar en cada mano. Y en esa partida la clave de su triunfo era el silencio, el total y absoluto silencio. Nunca atendería el llamado de López Teghi. No se es jefe solo para disfrutar de magníficos beneficios dinerarios y la alabanza fácil de los alcahuetes de turnos. Se lo era, también, para tomar las decisiones en los momentos más complejos. Mucho sabía de eso “Pérez y Pérez” que había perseguido a La Reliquia durante años y que cargaba con el fracaso de no haber logrado liquidarla como se había decidido en su momento.

López Teghi llamó al mismo Reinafé. Uno de sus secretarios lo informó que el “señor” se hallaba hacía semanas de viaje confidencial por algunas capitales intercambiando información antes de la reunión de los poderosos del planeta. Pronto llegarían los reyes para que sus virreyes les lamieran las manos como perritos falderos. Los mastodontes del capitalismo globalizador preparaban sus valijas para arribar al país en medio de descomunales operativos de seguridad.
Luego llamó al alcahuete presidencial. Hombre rudo, heredero de la voluntad de los portadores de los Remington Patria cuando los exterminios del siglo XIX, tan cínico como gélido, no tenía inconveniente en responder al llamado, pero no estaba en condiciones de ofrecerle una solución. Muy por el contrario, le reclamó soluciones a ese desbarajuste.
En su entorno alguien le dijo que, en situaciones excepcionales, correspondía soluciones excepcionales.
Consiglieri les sugirió hacer como en el judo, utilizar la fuerza del atroz descubrimiento para fortalecer al sistema. El sistema descubre los crímenes, captura a sus responsables, los juzga. Simple. ¿Suficiente? López Teghi no lo creía. “¡Jiji! ¡Jiji!”, podía escuchar la risita hiénida del asistente de Consiglieri, anunciando el próximo fracaso.
La metáfora del judo se presentaba elegante y simbólica. Pero no todo se reducía a una estratagema sobre un tatami. Los hombres asustados corren como esos despreciables ratones de ojitos rojos, tratan de ponerse a salvo a como dé lugar, y abandonan sus aprendizajes como si una amnesia extraordinaria los enfermara de manera incurable.
Habría delaciones, conspiraciones, renunciamientos. La gente pierde con facilidad el rumbo cuando las cosas se dan de cabeza contra la realidad.
Desde su mismo entorno la sugirieron usar algo de fuerza, pero sin excederse demasiado, casi como el judo.
“Tres”, dijo el hombre. ¿Tres? Preguntaron los que integraban su entorno de confianza.
—No puede ser menos de tres.
—Diga los nombres –reclamó otro jefe al que se había consultado antes de convocar a un cónclave para definir el rumbo de la operación.
No los dijo. Ni siquiera los escribió. Puso sobre la mesa tres fotos. Todos las miraron detenidamente sin pronunciar palabra alguna. Luego se llamó a reunión. Los jefes fueron llegando de a uno y se mantuvieron en total silencio.
Se le mostró las tres fotos a cada jefe. Cada uno de ellos, luego de observarlas, las pasó al siguiente y las acompañó con su voto. El silencio era realmente perturbador. En esas circunstancias nadie solía pronunciar ni una palabra. Las voces no debían quedar registradas. Se podían oír las respiraciones, los leves chasquidos de las lenguas en las bocas, y el parpadeo nervioso de los más asustadizos.
Al final de la votación se hizo una comunicación secreta para obtener la aprobación final. Encriptar la información llevó su tiempo. Y hacerlo llegar dónde correspondía, otro.
Tiempo después, un criptograma llegó a la mesa de López Teghi. Descifrarlo también ocupó un tiempo. López Teghi deseaba señalar que cuanto más tiempo pasaba, más cerca de un escándalo incorregible se estaba. Pero a los demás jefes eso no les importaba, no era su operación la que estaba al borde del abismo. El éxito se parecía en algo al amor, era una flor extraordinaria pero nacida al borde de un abismo peligroso.
Muchos disfrutaban con el seguro colapso nervioso de ese jefe que había arribado a la máxima jerarquía de la mano de la politiquería, posponiendo los merecidos ascensos de hombres de dilata trayectoria institucional. La venganza acampaba entre sonrisas aleves y códigos no escritos en ningún reglamento.
Los medios abundaban en imágenes y el fiscal federal Dr. Carlos Iniustitiam confirmó la realización de una conferencia de prensa para informar detalles de su investigación. Se sentía como Antonio Di Pietro, en italiana, y su “mani pulite”, haciendo caer los muros de la corrupción y la inmoralidad de la trata de mujeres y niños para la prostitución. Se imaginaba lanzado a la carrera de las más altas dignidades del sistema judicial. ¿Y por qué no pensar en aventurarse en la política?
En el criptograma se le solicitaba que hiciera llegar al estado mayor un acta con todas las consideraciones y su firma al pie. Ese requisito era indispensable para que el estado mayor pudiera aprobar o no la operación propuesta. Renglón abajo, le sugirieron tomarse el tiempo que considerase necesario para evaluar todos los pros y todos los contras de su solicitud. Porque en el gobierno todo debía ser propositivo. Y de eso no se estaba dispuesto a renunciar. Propositivos, como lo había explicado Consiglieri. Propositivos como le gustaba farfullar al señor presidente.
“Sea propositivo, López Teghi”, le exigieron entre chirimbolos, números y letras incoherentes. Así culminaba el criptograma.

4

Coqui estaba ahí como pintado. Lilit no entendía para qué Enriqueta le mandó ese tipo a su casa. Todo el día sentado sin hacer nada, mirando por una ventana, mirando a la nada. La vista vacía, la boca reseca. No tomaba alcohol, no fumaba cigarrillos y menos consumía drogas. Era un tipo que parecía más una sombra, un muñeco, un maniquí pálido y que si no fuera por el lugar que ocupaba hubiera pasado completamente desapercibido.
Lilit ni intentaba disimular su fastidio. Pero a Coqui el malhumor de la mujer no le importaba en lo más mínimo.
—Podrías hacer algo… –la mujer le reprochó su pasividad.
—¿Algo como qué?
—No sé, hacé los mandados, prepará la comida, algo. Estás al pedo todo el día.
—No soy tu sirvienta.
—Yo tampoco soy la tuya.
—Habla con Enriqueta, ella me mandó acá. Yo me quedo acá y vos me atendés. Si no, pedí el libro de quejas.
Coqui era pequeño, insignificante. No pasaba del metro sesenta de altura. Él mentía con gracia. Decía que medía de alto un metro setenta. “Ni en puntas de pie” le dijo Ziploc cuando la respondió a su pregunta. Coqui rio divertido.
Era pequeño pero muy fuerte. Gran tirador con ambas manos. Un asesino hecho y derecho. No se podía decir que era admirado, pero sí requerido. Si le tocaba un trabajo no fallaba nunca. Viejo, vieja, joven, niño, niña. No se dejaba impresionar nunca. Estaba bien dotado mentalmente.
Ziploc le preguntó al viejo por qué, cuando el atentado a la pareja de la lesbiana, no lo mandaron a él. El viejo solo suspiró y cruzó sus labios con el dedo índice.
—Shhhh –fue todo lo que dijo.
Saber callar es una virtud que cuesta adquirir. El viejo las tenía todas y enseñaba cada vez que podía.
Coqui pasaba las horas esperando nada. Absolutamente nada. ¿Qué debía esperar? ¿Un milagro? ¿Un suceso extraordinario? No. Además, él detestaba lo inesperado. Prever, prever y prever. Ese era su método. Luego, entrenar, entrenar, entrenar. Esa era su fórmula. Prever y entrenar y luego dejar la mente en blanco. El arma lista. El corazón sereno. El pulso firme.
Esa actitud a Lilit al principio de la estadía del hombrecito la inquietaba, pero a esa altura, la fastidiaba. ¡Cómo la fastidiaba! Todo el día sentado mirando por la ventana la nada. Nada.
—¿Para qué mierda mirás el celular todo el tiempo? –Lilit quería pelear con Coqui. Buscaba algún pretexto, cualquiera.
—Por acá me van a avisar cuándo me tengo que ir de esta pocilga.
—Pocilga será tu casa. Esta es una casa decente. –Coqui se encogió de hombros y sonrió despreocupado. Él no vivía en un lugar mucho mejor. Solo que era más próximo a la capital y eso tenía sus ventajas.
No lo volvió a decir, pero ese rancho, para él, era una pocilga.

5

Muerte de Lilit

Cuando estalló el escándalo del osario, Lilit se puso realmente nerviosa. Ese asunto la tocaba de cerca. Muy de cerca.
Ella vio cuando los camiones de exteriores de todos los medios empezaron a llegar a la zona y se posicionaron lo más próximo que pudieron del hoyo de la muerte. Todavía era una discusión por qué las aguas habían subido de forma intempestiva, arrastrando los huesos hacia la superficie hasta dejarlos primorosamente expuestos. De eso se enteró tarde, si alguien la hubiese advertido, se hubiera ocupado de limpiar la zona. Pero nadie le avisó. Maldijo al puestero que se había refugiado en las tierras altas, uno de los pocos que se avivó que las napas estaban creciendo de manera exagerada y que pronto saldrían por el pozo para buscar el riacho donde derramarse. El otro fue el rastreador, pero con ese no tenía trato. El hombre la esquivaba si la veía. Ni la saludaba.
La turgencia del agua fue bastante más importante que el simple desborde del pozo hacia el río. Adquirió volumen, como si no fuera agua, sino arcilla viscosa, un barro semilíquido, pero abundante que empujó los huesos hacia arriba.
Cómo las osamentas se acomodaron ya fue un misterio. Como si alguien las hubiera dispuesto para que los paisanos que habían ocupado las tierras las pudieran ver con facilidad. Y no solo los paisanos, hasta la policía que había llegado para desalojar a los ocupantes, también las vieron acondicionarse para quedar expuestas de manera franca. La calaverita de un niño era la más inquietante. Aunque después de un rato, todos empezaron a observarla desde otra perspectiva. Era tan pequeña, que su aspecto sonriente empezó a resultar hasta familiar para todos.
Gloria y Faustino no habían trabajado de balde. Fueron cuidadosos los dos. Ella, protegiéndolos entre sus polleras y el muchacho, cuidando de que los ratones no astillaras los pequeños huesos de los niños. Los otros, los grandes, los de los adultos, mordiscón más, mordiscón menos, no habían podido ser reducidos y se exhibían bien acomodados para llamar la atención de cualquier curioso.
Desde las tierras altas los huesos, en principio, se confundieron con piedras. Pero al segundo día, cuando el sol comenzó a secarlos, la intensidad de su blancura no pasaba desapercibida.
Luego de la reyerta con la policía y mientras el cuerpo de delegados y la comisión de visitantes negociaba sobre el destino del inmenso predio, fue el rastreador el primero que bajó hasta las proximidades del hoyo donde las osamentas quedaron estacionadas cuidadosamente. La pequeña calavera de un niño no lo espantó. Por el contrario, una beatica ternura lo hizo observar el pequeño cráneo con piedad, con auténtica misericordia.
Como el rastreador no confiaba en la policía, convocó a unos paisanos que usaban celular regularmente. El hombre no comprendía mucho ese asunto de las redes sociales, pero los otros sí. Tomaron fotos de todos los huesos y las subieron algunos a Facebook y otros a otras redes.
Uno de los paisanos comenzó a enviar las fotos a los noticieros de la televisión y de los diarios. El rastreador no supo nunca quién de todos fue el que tuvo la ocurrencia. El resultado fue que, en poco tiempo, esas fotos andaban circulando por todos lados. Aves raras, revoloteaban por lugares increíbles, pasaban por circuitos extraordinarios y llegaban alborotadas a las manos de algunos que se convencieron de que ellas debían darse a conocer rápidamente.
Algunos, escépticos, creyeron que era broma de muchachos tontos. Pero siempre hay alguien que observa la realidad sin prejuicios, con ojos inquietos, y no tuvo dudas de que la calavera pequeña pertenecía a un niño. Y si la calavera de un niño era expuesta en las redes, es muy difícil que el escándalo no estallara.

6

Como había anunciado, el fiscal convocó a una conferencia de prensa. El Dr. Iniustitiam no estuvo locuaz pero sí preciso.
—Los peritos forenses están recolectando los restos óseos. La operación puede durar horas porque la cantidad de material es importante. Una vez culminada la recolección se va a poder determinar a cuántas personas pertenecen y a qué edades corresponden.
Se está tomando declaración a numerosos testigos que sindican a personas que debemos identificar como las responsables de algunos o de la totalidad de estos espantosos crímenes. He solicitado al señor Juez que proceda a la detención de todos los guardias privados del predio, a la identificación de los verdaderos propietarios de estas extensiones de tierra y al establecimiento de un riguroso control policial para impedir la destrucción de evidencias.
No era mucho para los noteros que querían más precisiones, hipótesis, cantidades de material, algo con qué llenar los noticieros. Los estudios de TV lo reclamaban casi a gritos. ¡Más! ¡Más! ¡Más! Si no había más, habría que exagerar lo poco que se tenía.
Un periodista bien informado vinculó los hallazgos a una red de pedofilia que operaba desde una localidad determinada que se hallaba en dirección a la provincia de La Pampa, y que era proveedora de niños y niñas a reconocidos y adinerados pederastas algunos de los cuales sustentarían posiciones de privilegio en el aparato estatal.
El silencio prolongado del Dr. Iniustitiam fue deliberado. Al callar, dejó la sensación de que el periodista hablaba con fundamento. Luego de unos minutos insoportables, el fiscal retomó la palabra.
—Tenemos pistas firmes de todos los responsables de estos crímenes. Pero no puedo adelantar más información porque estamos bajo secreto de sumario. Lo que les puedo decir, y deseo hagan saber a toda la ciudadanía, es que el Estado será implacable con los responsables de estos aberrantes crímenes. Verdad y justicia es nuestro compromiso. Cuando tengamos más detalles y estemos en condiciones de hacerlos conocer sin comprometer la investigación, convocaremos a una nueva conferencia de prensa.
El fiscal se retiró como un héroe y los periodistas chocaban sus micrófonos por obtener una primicia, una declaración que diera algunas precisiones más que las pocas que el fiscal había dicho durante su conferencia. Pero Iniustitiam había calculado todas sus palabras, todos sus gestos, y no se apartaría ni un ápice de su plan. Era la oportunidad de su vida profesional de pasar a la historia como uno de los hombres del sistema Judicial que hacía honor a su profesión. Un apóstol de la moralidad pública.

7

¿Por qué el fiscal adelantó que tenían pistas firmes sobre los responsables de tan macabro suceso? De eso Lilit nunca se habría de enterar. Supo algo de lo que el fiscal anunció en su conferencia de prensa, porque el Coqui se lo comentó, luego de escucharlo en su radio, en una vieja y pequeña Spika del año del ñaupa, pero que andaba a la perfección.
Coqui amaba esa vieja y pequeña radio. Era su compañera, casi su confidente, fiel hasta lo indescriptible, invulnerable.
En ella, ningún transmisor extraño, ningún rastreador. Vieja y noble tecnología dejada de lado. Como su arma, siempre con él, bien pegadita al pecho, en un bolsillo que su madrecita le cosió para que pudiera llevarla a todos lados con su auricular original. Una joya.
Lilit entonces, y a pesar de que no tenía conciencia de todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, tuvo miedo. El miedo, las más de las veces, es imprudente. Salió de la casa en dirección al alboroto, para bichar como una chusma metereta, una chusma cualquiera. Pero no debió acercarse al lugar donde los forenses recolectaban huesos.
Quiso pasar por una simple curiosa, pero los curiosos estaban lejos, muy lejos. Ella entró por detrás y quedó en medio de las osamentas.
El cordón policial evitó que los noteros, que trataron de abalanzarse sobre la mujer que había aparecido sin aviso, pisotearan todo echando a perder las pruebas, y obligaron a la mujer a salir por donde estaba todo el enjambre de micrófonos, la parafernalia de las cámaras y los noteros que salivaban extasiados de semejante encuentro.
Lilit tartamudeó. Tartamudear cuando hay unos asuntos de muertos no hace culpable al desdichado, pero lo incomoda, lo pone en aprietos.
Los periodistas, además, lanzaban sus preguntas como verdaderas pedradas. Directo a la cara de la mujer, que las recibía con estoicismo. Ella no era la adúltera salva por Jesús cuando impidió que los acusadores lapidaran a la mujer. Y ninguno de los noteros era Jesús piadoso protegiéndola de los acusadores.
López Teghi miraba la escena donde una sucesión de televisores que reproducía en todos las dimensiones y calidades posibles las imágenes de ese error. Era una mujer en el lugar y en el momento equivocado. Una aparición no solo inoportuna.
En ese instante se convenció de que no quedaba mucho tiempo para que todo terminara en un escándalo de proporciones. Las osamentas, el fiscal como un pavo real anunciando hallazgos y pruebas extraordinarias, una mujer que se comportaba como culpable a la vista de miles, centenares de miles de televidentes.
Sus asesores le decían de los llamados de ministros alterados, secretarios conmovidos, sacerdotes indignados, advenedizos que esperaban se desmintieran algunos nombres que empezaban a circular por las redes.
El hombre convocó a una nueva reunión. Ya no había tiempo para la reflexión amena ni el debate gracioso. Había que tomar decisiones.
Su autoridad lo habilitaba a reclamar fidelidad de sus subordinados. Así lo hizo. A cada jefe le reclamó su voto. Papeleta negra o papeleta blanca. El concilio había llegado a su fin y solo quedaba emitir el voto.
López Teghi fue juntando las papeletas. Alguno bromeó con que esa mañana habría fumata. Blanca o negra. Dependía del contenido de los “papers”. Y fue negra. Muy negra.
Él mismo escribió de puño y letra la decisión, estampó su firma y exigió una rápida respuesta. La misma no tardó en llegar. Todo lo que querían los del estado mayor era su firma. Sus fundamentos, razones y elucubraciones no interesaban a nadie. La firma, porque el que firma se hace responsable. Todos los camaradas presos habían dejado esa enseñanza. Si quieres una operación punitiva, que todos pongan su rúbrica. Nada de que la patria y Dios os lo demande, porque a la hora de las sentencias la patria dice “yo no tuve nada que ver” y Dios señala a los culpables con su enorme dedo.
Luego de recibir la conformidad, empezó a bajar la orden hasta los escalones operativos más bajos. El último en recibir la comunicación fue el viejo. El viejo no quería compromiso, así que reclamó que a Enriqueta la llamaran desde la base. Cosa extraña, accedieron a su pedido.
Un ignoto comunicador se puso en línea con ella. Algo risueño le dijo que recibiría un WhatsApp con información confidencial. Enriqueta no sabía qué le causaba gracia al tipo.
—Doña –le dijo socarrón– entienda con claridad el mensaje.
Enriqueta lo leyó. Sin esperar otra indicación y sin hacer un comentario envió un mensaje al celular de Coqui con las palabras convenidas con mucha anterioridad.
Coqui sonrió. ¡Por fin! ¡A casa! Unos buenos ñoquis de la madrecita. Con estofado. Él prefería la aguja en el estofado. Pero madrecita se arreglaba con vacío o asado. Adoraba el asado en estofado.
Para Coqui, un crimen. El asado era para la brasa. Pero a madrecita no se le discutía la decisión culinaria. Se comía, se disfrutaba y se aplaudía. Luego, hijo amoroso, lavaba los platos.
Solo tenía que esperar. La paciencia para un hombre como él era una virtud que se cultivaba a conciencia. Equivalía a gran parte del éxito. La premura por resolver una ejecución nunca daba buenos frutos.
Esperó la oportunidad. Lilit, en algún momento, debía dormir. Él, en cambio, podía estar hasta días sin pegar un ojo. El instinto de supervivencia entrena en ese sentido.
Para garantizar el sueño profundo, le dio el gusto a la doña. Él cocinó. ¿Su especialidad? Fideos caseros. Pesto y tuco. Conseguir la albahaca no fue fácil.
Vino tinto, en abundancia. De buena marca. Si Lilit no fuera tan mediocre, hubiera sospechado por el asunto del vino. ¿Celebraban algo? No, diría Coqui por compromiso, pero sí celebraban que él volvería a su casa a disfrutar los mimos de la madrecita.
Lilit comió y bebió en cantidades, otro error que demostraba el poco apego a la prudencia que la mujer demostraba. Coqui solo tuvo que agregarle al vino unas pocas gotas de un elixir del sueño que en la propia Agencia preparaban para la ocasión. Como las de Bach, pero algo más potentes, con otros atributos y para fines nada sanadores.
La mujer entró en un sueño profundo. Coqui tuvo que calcular muy bien la posición del arma. Le gustaba ser cuidadoso con su trabajo. Calculó distancias, precisó ángulos, adivinó trayectorias.
Debía cuidar que fuera de abajo hacia arriba, no demasiado, y de adelante hacia atrás, sin exagerar. No creía que el asunto mereciera tanto cálculo de parte de los forenses, después de todo, “El Morro” se ocuparía de que las conclusiones ayudaran a encuadrar la muerte en suicidio. Pero el trabajo bien hecho facilita las cosas. “El Morro” le debía respeto y él era un hombre de honor. Respeto con respeto se paga. Coqui no tenía ni idea de lo que pronto se daría a conocer sobre el famoso forense. De haberlo sabido, hubiera extremado sus cuidados. De todos modos, hombre prolijo y meticuloso, no dejó nada librado a la improvisación. El que improvisa, pierde. Así razonaba.
Calzó unos guantes especiales. Bonitos guantes negros que no permitían que una huella digital quedara impresa por accidente en algún lugar.
Se posicionó correctamente. Como era de talla pequeña, algo menos que Lilit, y la mesa era bastante alta, la posición que adquirió fue casi perfecta. Apoyó la boca del arma en la sien, Lilit estaba reclinada en la silla y roncaba sonoramente.
Coqui disparó. “Una buena bala”, se dijo. “Hermosa”; muy hermosa, no lo dijo, porque le pareció exagerado y a él no le gustaba exagerar, salvo con los cariños de la madrecita.
Se felicitó por el trabajo. Tomó la mano de la mujer, le colocó el arma y disparó dentro de un recipiente especialmente diseñado para absorber el impacto y el sonido de un disparo.
Una obra de arte. Un suicidio perfecto. Solo faltaba encomendarse a las nobles artes de “El Morro” y asunto concluido.
Juntó sus pocas pertenecías. Limpió los lugares por donde él sabía había pasado y salió de la casa tranquilamente.
La luna estaba hermosa en un cielo tan oscuro que lo conmovió casi hasta las lágrimas. Qué bella la noche. Qué bella la luna. No había nada como caminar en la serenidad de la madrugada. Coqui siempre le agradecía a Dios permitirle ser testigo de tanta belleza.


[1] Heráclito.

[2] “El grillo”, Conrado Nalé Roxlo.

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