Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 30, «La rebelión de los nadie»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 30, «La rebelión de los nadie»

XXX


La rebelión de los nadie


Los derechos de propiedad sobre la tierra en Argentina (en América) son producto del saqueo. Desde el primero, el de la conquista española a sangre y fuego, a las últimas de fines del siglo XIX, durante todo el XX y lo que va del XXI. Los mismos fuegos, la misma sangre. El saqueo es el verdadero título de propiedad de los terratenientes.

1

El puestero de las quintas fue el primero que percibió el sonido. Sabedor de cuando las aguas suben con voluntad propia, auguró el desastre que se aproximaba. ¿Quién le iba a llevar el apunte a un puestero?
Los matones dijeron “no es asunto nuestro”, y como no había autoridad a la que dirigirse o la autoridad estaba de juerga como de costumbre, el hombre, simplemente, armó su bolsa de ciruja y se dirigió a tierras altas, donde al agua nunca había llegado. Pensó que de ese modo podría a ponerse a salvo de la inundación.
Todo el camino que recorrió desde su tapera a las tierras altas, fue avisando a cada tantero de que las aguas venían subiendo. Muchos no tenían demasiada idea de qué les hablaba. Pero aquellos que hacía muchos años estaban atados a la tierra, y que habían sobrevivido milagrosamente, sí. Ellos habían visto en otras oportunidades cómo el agua salía de la tierra misma y se llevaba todo. Limpiaba las inmundicias, vaciaba los pozos ciegos, removía los basurales.
Pero ahora estaba el asunto del osario. Todos sabían que si el osario hablaba la cosa se iba a poner difícil para los patrones y sus esbirros. En primer lugar, para el patrón, y aunque hacía años que circulaban la historia de que ahí no había patrón, sino una sociedad anónima cuyos verdaderos propietarios eran desconocidos, algún representate debería de haber, un testaferro al menos, un prestanombre a sueldo, quien, de momento y por circunstancias excepcionales, debería hacerse cargo de cualquier entrevero que se presentara. Y ese descalabro se estaba acercando rápidamente con el ascenso de las aguas y las revelaciones del osario.
Todos los arrendatarios sabían que aquellas eran tierras fiscales robadas a la provincia o a la nación. Los primeros que iban a tener que rendir cuentas eran los rufianes que reclutaban a los mensúes en la selva subtropical en Misiones o a los bolivianos a la Puna. Ellos lo sabían y por eso mostraban sincera preocupación porque no tendrían nadie que los defendiera. Los patrones, porque descargaban en sus subordinados las responsabilidades, y los tanteros, porque eran los que sufrían a diario sus abusos y esperaban la oportunidad para hacerles pagar sus tropelías.
El puestero conocía bien dónde acomodarse en las tierras altas. Invitó a los vecinos a que cargaran lo que pudieran y emigraran con él hasta donde les decía. Tierras mejores, les dijo, fértiles, abandonadas del trabajo del hombre y que los patrones no dejaban poner en producción porque de ese modo mejoraba la renta que les sacaban a cada productor.
¿Tierras de nadie? La gente quería saber bien de qué se trataba todo eso. Ocupar una propiedad privada era un asunto complicado y que podía terminar de mala manera. La autoridad siempre estaba del lado de los poderosos, para eso era autoridad, para volcar la romana en contra del sacrificado trabajador. Para eso los habían elegido.
¿Tierras de nadie? Eso parecía imposible. Desde que el mundo es mundo, la tierra siempre es de alguien. Del más fuerte, del que tiene buen dinero para comprar voluntades de jueces y policías, del que es amigo del gobierno.
Se trataba de tierras provinciales que se extendían hasta donde se perdía la vista. Sin nadie que las trabajara, sin nadie que las reclamara hasta entonces. Así estarían hasta que llegara un terrateniente con la policía, echara alambrado diciendo ¡esto es mío! Y se las apropiaría. Falsificar títulos de propiedad era cosa de niños. Desde las mercedes reales era asunto corriente. Luego un juez corrupto certificaría que el título de propiedad era legítimo. Para entonces, decenas de familias arredrarían las tierras y trabajarían para el señor que podría entonces irse a Europa a disfrutar la buena vida gracias al trabajo ajeno.
¡Ver tanta tierra sin trabajar! ¡Y ese viejo carcamán que gritaba sobre las aguas que anegarían todo y los muertos que clamarían su venganza!
—¿Nadie le siembra allí? –preguntaron a coro los tanteros a quienes les entró la duda sobre qué hacer.
—No. Desde que yo llegué nunca produjeron, están sin echarle ni una semilla.

Hay tierras para todos, fue la conclusión. Había que trabajar mucho para desmalezar aquellos campos, pero eran tierras prometedoras. Lo que allí se plantaba crecía con generosidad. Las hectáreas improductivas eran tantas que alcanzarían para todas las familias y muchas más.
—¡Vienen las aguas! ¡Vienen las aguas! –azuzaba el viejo los ánimos de los paisanos– ¡Y los muertos van a salir a pedir justicia! ¡Agarren todo y vayan a las tierras altas! ¡No les va a quedar nada si se quedan!
Pero no todos prestaban oídos a sus advertencias. Algunos por descreídos, otros por desconfiados. El que llevaba el anuncio era el mismo que hasta hacía poquito andaba alcahueteando a los tanteros. Confiar era temerario. Solo el asunto del reclamo de los muertos los preocupaba de verdad, porque los muertos tienen una lógica diferente a los vivos porque ya no pueden volver a morir. Todo para ellos es diferente.
A los que dudaban de sus anuncios los mandó a poner la oreja cerca del osario. Si mentía, dijo, se tiraría ahí dentro para morir comido por los malditos ratones de los ojitos rojos.
—Y por los gusanos que son los primeros moradores de la carne podrida –le dijo una vieja que sabía bien de qué le hablaba.
—Vayan y escuchen –insistió– ruge como un animal el agua cuando quiere emerger de las profundidades. ¡Y cómo ruge! ¡Asusta!
Los matones indignados desdecían al viejo.
—¡No le den bola a este viejo borracho! –gritaban mientras apuntaban con sus armas a los que estaban dispuestos a corroborar las noticias del puestero–. ¡No le lleven el apunte! Si joden mucho, el patrón los va a echar a la mierda ¿y a dónde van a ir?
Y el viejo les repetía que el único lugar al que se debía ir era a las despobladas tierras altas a donde el agua nunca había llegado.
La mayoría acató la orden de los balandrones. Desde las negras bocas de sus armas la realidad se veía bastante diferente de lo que anunciaba el viejo puestero.
Pero siempre hay uno que quiere saber por sí mismo. Oír con sus oídos, ver con sus ojos, palpar con sus dedos, oler con su nariz.
Allá fue uno aprovechando un descuido de los rufianes. No precisó poner su oreja en la tierra. Como lo hacían los buenos rastreadores, miró como el polvo se retorcía en el sentido de las agujas del reloj y dijo que el viejo no mentía, exageraba un poco, tal vez, sobre cuánto tardaría en subir el agua. Pero que, si el polvo se retorcía del modo que él lo había visto, era porque el agua estaba preparándose para subir por ese hoyo de todos los muertos.
Después dijo:
—¡Cómo andarán los muertos allí abajo! Y todos admitieron que era una pregunta difícil de responder.
A ese, todos le creyeron. No era hombre de andar haciendo alarde de ninguna habilidad, pero era el único que con solo mirar sabía para donde disparaban los pibes cuando corrían huyendo de las mujeres que robaban niños, o a dónde se habían llevado a las muchachas que nunca más se las volvía a ver.
El rastreador tenía razón. El acontecimiento no se produjo tan rápidamente como el puestero creyó. Pero no era para tomar todo lo que decía el viejo a la chacota.
El rastreador no lo defendió, porque el puestero también había hecho de las suyas; pero no se burló de él porque sabía que hablaba con la verdad. Además, el rastreador no era de hablar demasiado, era medido en todo. En el hablar, en el beber, en el comer. Tampoco solía burlarse de los demás. Era sobrio en todas sus costumbres y modales. Pasaba desapercibido en donde estuviera. No se hacía notar nunca. Era siempre una sombra. Los matones lo tenían entre ojos porque sospechaban de él, siempre callado, siempre bichando todo. Decían “con estos indios hay que tener cuidado”.
El rastreador les daba la razón. Quinientos años de opresión los había vuelto sabios en cómo ser subterráneos, pasar desapercibidos, actuar con medida, con razón y sin sobrepasarse nunca.
Fue el rastreador el que le avisó al suboficial “Pérez” de la muerte de Gloria y de Faustino. También de otros asuntos que ocurrían dentro de los dominios de esos terratenientes. Ellos sabían del reclamo de los muertos.
Se conocían de mentas, por otros paisanos que hacían los viajes entre las quintas y la ciudad. Nunca se habían visto. La revuelta de los nadie exigía mucha reserva. Reservado era el rastreador, reservado era el suboficial “Pérez”.
Se dijo, pocos creyeron, que una bandera flameaba cada vez más entusiasta. Una afirmación que pocos tomaban en serio. Otros, en cambio, empezaron a esperanzarse en su mensaje. Cuando la bandera flameaba altiva, era porque algo bueno estaba por suceder.
Solo faltaba una manga de langosta que se hiciera cargo de algunos malandras. Como en Tucumán, contra los maturrangos.

2

El agua llegó más o menos a la mitad del pozo. Nadie se animó a echar ni un vistazo. Los rufianes menos que ninguno; temían a todo aquello que no pudieran explicar con dos palabras y disciplinar con dos rebencazos. Pero a medida que los pequeños ratones empezaron a abandonar sus túneles y los gusanos a reptar hacia la superficie, a casi nadie la quedó dudas de que pronto se produciría el cíclico acontecimiento.
Tantas veces alguien lo quiso explicar y otras tantas se quedó pagando como un charlatán. Los de Aguas llegaron tiempo atrás y miraron el pozo, pero de soslayo. Ellos no sabían lo que se comentaba sobre que había en sus fondos, pero de todos modos les pareció poco seguro asomarse para observar el movimiento de las aguas.
—Las tierras están muy blandas –mintieron–, en cualquier momento el pozo se desmoronará. No conviene estarse cerca. –Y casi nadie se acercó desde entonces. Sí, el puestero, y a escondidas el rastreador.
Que el pozo estaba por desmoronarse no resultó cierto. En realidad, ellos desconfiaban porque la naturaleza del hombre es desconfiada y algo holgazana. A qué arriesgar la propia osamenta en un pozo de mala muerte. Y cuando se ve un pozo del que no se sabe la profundidad y hay justo temor de resbalar por él hacia el abismo, lo que surge recomendar es auténtica prudencia.
Allí quedó ese asunto. El consejo de los de Aguas se tomó como palabra santa. Solo los rufianes se acercaban de vez en cuando por las noches y arrojaban sus bultos para salir carpiendo inmediatamente.
En el último tiempo, tal vez dos o tres años, nadie podía precisarlo, dos mujeres acostumbraban rondar el agujero. Parecían salidas de un viejo daguerrotipo. Cuando ellas llegaban había olor a mercurio. Era una señal de mala muerte.
Botaban unos bultos pequeños de los que se dijo, eran niños sacrificados en noches de brujería. Rituales satánicos. Orgiásticas celebraciones del demonio. Era después del Ángelus, cuando se escuchaba una voz calcárea que salía del propio pozo como un canto de piedra caliza empapada en sangre.
Pero de eso sí que no se hablaba. Ni siquiera en voz baja se animaban los lugareños a comentar. Cuando faltaba un niño, la familia solía desaparecer casi al mismo tiempo. No quedaba nadie que confirmara o desmintiera la ausencia. La ausencia era lo único que perduraba, se esparcía en las cuatro direcciones y echaba raíces en el temor que provocaba.
Es que con el diablo la cosa siempre era seria y siempre terminaba de mala para el cristiano. Por eso el temor era el sentimiento más poderoso que se apoderaba de la gente e imponía un silencio de misa.
El agua mutó su aspecto a un barro semilíquido. Eso se atribuyó a un conjuro o capricho de los muertos. Era una pasta espesa y desde cierta distancia, desde cierta altura, por ejemplo, subidos a las ramas de los gigantescos eucaliptus que abundaban, los lugareños podían observar unos resplandores blancos, especie de brillos que a medida que pasaba el tiempo se hacían más notables y de mayor tamaño.
Cuando el agua se dejó ver a metro o metro y medio de la boca, todos tomaron en serie el consejo del puestero. Fueron varios a bichar las tierras altas.
Para su sorpresa, en ellas flameaba la bandera que se dijo. Y no era cualquiera. Era tan grande que algunos creyeron que era obra de Dios que pudiera flamear del modo que lo hacía.
Allí fueron las familias del feudo y de zonas cercanas al latifundio. De todas direcciones llegaron campesinos que preguntaban para acomodarse. Hubo que organizar un comité de recién llegados a las tierras altas y todos decidieron cobijarse bajo la enorme bandera celeste y blanca. Fue por ello que de común acuerdo los paisanos decidieron bautizar el lugar como “Campos del General Manuel Belgrano”, y alguien, un muchacho desconocido, estampó en un árbol un pergamino en el que estaban escritas algunas líneas del Reglamento para el Régimen Político y Administrativo y Reforma de los treinta pueblos de Misiones.
Los mensúes entendían bien de qué se trataba. Y si bien muchos de ellos no sabían leer, sí los viejos más viejos y las viejas más viejas que habían sido enseñados por unos curas que se establecieron en la selva y que no pudieron ser expulsados de allí ni en cien años.
El más viejo leyó con esmero. Dijo con entusiasmo, mensú él y todos los suyos, que de acuerdo al reglamento “todos los naturales de Misiones eran libres, y que gozarían de sus propiedades, y también que podrían disponer de ellas como mejor les acomode, como no sea atentando contra sus semejantes”. Esa era una decisión que merecía el aplauso de todos los paisanos. Él aplaudiría con sincera alegría. Claro que lo haría. Era hombre agradecido y su familia también lo era. Ahí mismo se dijo que esa condición de hombres libres se haría efectiva a todo campesino o trabajador rural.
Los iguales debían unirse como lo había dicho Fierro en sus versos. “Los hermanos sean unidos”, versos que algunos paisanos payaban en las pocas noches de festejo.
Si el fervor del viejo era grande cuando leyó que todos los hombres de su condición debían ser tratados como hombres libres, al leer que “quedaban liberados de todo tributo” proclamó que nunca llegó a creer que algo tan extraordinario iba a sucederle en toda su vida que había resultado extensa.
Estaba escrito en el pergamino, donde decía que quedaban los naturales exentos de todo impuesto, y que era “por espacio de diez años”. ¡Diez años! ¡Eso sí que era ocuparse de los pobres que trabajaban de noche a noche para quedar siempre endeudados con los recaudadores de impuestos! ¡Desgraciados los pobres que apenas si podían juntar monedas para el locro guacho!
Su alegría era tan grande que contagiaba, todos estaban ansiosos para que les siguiera leyendo tan extraordinarias noticias. Cuando pausadamente leyó que “a los naturales se les daría gratuitamente las propiedades de las suertes de tierra que se les señalaran, y que sería de un tercio de cuadra en el pueblo, y en la campaña, según las leguas y calidad de tierra que tuviera cada pueblo en suerte, hasta legua y media de frente y dos de fondo”, la muchedumbre estalló en un alborotado festejo. ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Por fin! Como decían esos jóvenes inquietos que les insistían para que marcharan por sus reclamos. ¡Tierra!, techo y trabajo. Las tres “T” de las que les habían hablado en tantas oportunidades.
Los rufianes miraban a la distancia desorientados, sin saber bien qué hacer. Nadie atinaba a dar orden alguna y por ello empezó a cundir la división entre sus propias filas. Algunos matones preguntaron si en algún lugar de ese pergamino no estaba escrito que todos esos beneficios también le tocarían a cada uno de ellos. Allí empezó una discusión que duró largos minutos porque muchos de los rufianes se consideraban también naturales y con los mismos derechos que el resto.
Mensúes y puneños alabaron la decisión de que “en atención a que nada se haría con repartir tierra a los naturales si no se les hacían anticipaciones así de instrumentos para la agricultura como de ganados para el fomento de las crías, se habría de concurrir a la Excelentísima Junta para que se abriera una suscripción para el primer objeto, y conceda los diezmos de la cuatropea de los partidos de Entre Ríos para el segundo; quedando en aplicar algunos fondos de los insurgentes, que permanecieron renitentes en contra de la causa de la Patria a objetos de tanta importancia; y que tal vez son habidos del sudor y sangre de los mismos naturales.”

El asunto que le siguió a la necesidad de proveer de herramientas y ganados fue el de “la seguridad así interior como exteriormente”, y proponía “que se levantara un cuerpo de milicias, que se titulará Milicia Patriótica” y que ahí bien podría llamarse “Milicia Patriótica de la Zona de Quintas en las Tierras Altas”, para respetar en su nombre el lugar en que había sido reconocidos como dignos hijos de la patria. Muchos pidieron ser inscriptos sin demoras y exhibían sus machetes para demostrar que no solo estaban decididos a la defensa común, sino que tenían con qué ejercerla eficazmente. Discretos los paisanos, prefirieron no hacer comentario sobre algunas armas de fuego que guardaban con extremo celo.
También que “indistintamente serán oficiales así los naturales como los extranjeros que vinieren a vivir en los pueblos, siempre que su conducta y circunstancias los hicieran acreedores a tan alta distinción; en la inteligencia que ya estos cargos tan honrosos no se debían al favor ni se prostituyeran, como hacían los déspotas del antiguo gobierno.”
Por último, leyó el viejo, “no les sería permitido imponer ningún castigo a los naturales, como se sabía que se habían impuesto y ejecutado con la mayor iniquidad hasta entonces, pues si tuvieren de que quejarse ocurrirán a los jueces para que se les administre justicia, so pena que si continuare en tan abominable conducta y levantaren el palo contra cualquier natural serían privados de todos sus bienes, que se habrían de aplicar en la forma arriba descrita, y si usaren el azote serán penados hasta el último suplicio.”

3

—Bien –alguien dijo entre la multitud– si todo esto se va a cumplir vale la pena luchar.
De cómo se convocó a todos a elegir a sus representantes por cuadra y por manzana para organizar la Junta de gobierno, nadie podía explicarlo. Pero así se hizo y en menos que canta un gallo, representantes de todas las cuadras y de todas las parcelas en que se había dividido la tierra, se reunieron en asamblea.
Fue entonces que los matones sintieron verdadero temor. Hasta ahí sus patrones habían sido personas desconocidas que daban órdenes por teléfono o desde sus poltronas extranjeras, pero que siempre hablaban en nombre de un gobierno. De este, de aquel, del que fue o del que vendrá. Pero ellos siempre hablaban desde el gobierno. Y allí se habían juntado todos esos nadie, decretado que las tierras les pertenecían, tomado medidas sobre el cobro de impuestos y, lo más grave, organizado una “milicia” para la seguridad interior y la paz exterior. Ese sí que era un asunto demasiado grave.
Nadie supo bien por qué, pero algunos de los guardias decidieron atropellar a los paisanos que estaban todavía trabajando en el loteo. No había proporción en la refriega. Los rufianes eran perversos, pero eran pocos. Ellos inspiraban temor cuando los paisanos ocupaban las tierras bajas. Pero al llegar allí todo había cambiado. La bandera los protegía y los nucleaba, como fue en Tucumán, en Salta y hasta en las tragedias de Vilcapugio y Ayohuma. La bandera era el modo que la patria verdadera tenía como manifestarse. Y todos los nadies no son sino la patria verdadera.
El primer piedrazo que se lanzó contra ellos dejó tendido a un matón. Nunca nadie supo quién disparó esa pedrada, pero se comentó por años la feliz puntería del lanzador. Un verdadero David.
Los otros malandras no tuvieron mejor suerte. Todos fueron corridos a palos. Una modesta victoria, pero que merecía el festejo.
Luego llego la autoridad. Había policías por todos lados y trataban de establecer una prudente distancia entre ellos y los campesinos para preparar el desalojo, como lo había ordenado un juez del que nadie sabía el nombre.
Los más ariscos acopiaron muchas piedras para la escaramuza, también había buenos garrotes, rebenques taleros y alguna que otra navajita bien afilada para pegar un lindo tajo en la cara. Algún milico se iba a llevar una condecoración que lucir de por vida.
La milicada lanzó primero sus bombas de gases lacrimógenos. En campo abierto su efecto fue pobre. El viento, viejo conspirador, viró de golpe y les devolvió la humareda. Algunos llevaban máscaras para protegerse de esos gases, pero la mayoría estaba a cara descubierta. Luego empezaron a sonar las escopetas con sus balas de goma. Del otro lado, lanzaban piedras del tamaño de un puño.
La policía, a lo lejos, podía observar la bandera que ondeaba protectora de los paisanos, y que parecía guiar la pelea como lo había hecho en tantas otras por la independencia. Algunos eran indiferentes ante ella, pero otros dudaban ante su majestuosa presencia.
Así se estuvo durante horas. De un lado y del otro y sin que a los paisanos se les diera por rendirse. Nadie quería soltar lo que había obtenido.
Los nadie, como los llamaba la policía (les gritaban “¡ustedes no son nadie para ocupar estas tierras!”), pueden ser obstinados si se lo proponen. Los hijos de la Acosta Ñu sabían lo que era luchar en desventaja. Corría por sus venas sangre de aquella, y muchos otros condes D’Eu los habían sacrificado entre balas de plomo y fuegos genocidas. Ni hablar de esos bolivianos hijos de la guerra altoperuana. Para los nadie, cuando se unen, nada es imposible.
Se estableció una tregua que pareció imponerse más por cansancio. Pero lo que ocurrió en realidad fue que al lugar llegó una comitiva de políticos y curas que lograron imponer cierta calma.
La policía se reforzó con más tropas. Y el señor presidente, hombre defensor de ricos y malandras, dispuso el envío de fuerzas de frontera para la represión.
Todos los delegados se autoconvocaron para oír a los recién llegados. Algunos de ellos pedían calma, todos prometían algo y esperaban mucho.
Los del pueblo, en cambio, pedían tierra, techo y trabajo.
La bandera estaba atenta. La patria sabe nacer de modos inesperados.

4

El que también llegó al lugar de la reyerta fue un fiscal de nombre impronunciable. No fue bien recibido por los matones, pero ellos carecían de autoridad para impedir al hombre hacer su trabajo.
Dijo que llegó por una denuncia anónima. La denuncia era terrible. Llegó en un correo de email, como se usaba. Pero dijo en voz baja para que alguno pescara sus palabras. Era una denuncia tan grave y en la que se describían tantos detalles que no pudo obviarla.
Reinafé mismo le dijo que no se podía ignorar lo que en ese correo se decía.
Pero el fiscal, Dr. Iniustitiam, así se llamaba, no fue a las tierras altas. El asunto de la ocupación de tierras fiscales no era asunto de su competencia. Él se dirigió sin vacilaciones a las tierras bajas, donde las quintas, y más precisamente a las proximidades de la orilla donde el correo informaba, había un pozo profundo.
Casi al llegar a la boca del hoyo ya pudo divisar una filigrana macabra organizada con montones de huesitos delicadamente dispuestos. Iniustitiam pensó que su distribución no podía ser accidental, y hasta llegó a creer que el prolijo despliegue de las osamentas había sido dispuesto por quienes querían hacer pública esa verdad oculta desde hacía largo tiempo.
Nunca se llegó a saber quién subió las fotos de los huesitos a las redes sociales. Pero en el mismo instante en que el fiscal trabajaba con la científica en la recolección de evidencias, por el éter circulaba el macabro hallazgo.
Como ocurre con las ciber nubes, sus tormentas son extravagantes, inusuales y se autoamplifican cada vez que alguien replica la información. Pues no se trató solo de las horrendas imágenes. Cada uno agregaba su comentario y los trols gubernamentales, al principio, replicaron la noticia creyendo que podrían valerse de esas revelaciones para perjudicar a sus enemigos, pero luego recibieron la terminante orden de cesar en la divulgación de aquellos espantos.
Al fiscal se lo notaba conmocionado. Una pequeña calaverita lo miraba desde una corta distancia. Lo miraba como solo las calaveras saben mirar a los vivos, desde lo profundo de sus cuencas vacías, donde las cosas se aprecian de una manera absolutamente diferente. Ni hablar cuando esa mirada proviene del esqueleto de un niño, una menudencia ósea que reprocha el abandono al que había sido arrojado y que permitió que fuera absorbido en una noche macabra entre pedófilos adinerados.
Hubo que llamar a expertos para bajar al fondo del pozo. Llegaron los buzos, porque todavía se veía mucha agua, aunque nadie sabía la profundidad total que tenía ese hueco extraordinario.
Los pequeños ratones de ojitos rojos se alejaron muy prudentemente a una distancia importante. Ellos no querían compromiso porque nunca fueron de la partida. Su trabajo era su naturaleza. Los gusanos permanecieron en sus capullos escondidos a la espera del momento oportuno para liberarse de su sedosa prisión.
Un experto hizo traer unas cañas que se unían unas a otras para tantear dese la superficie la profundidad del pozo. Cuando las retiraron, comprobó que había bastante más que un metro de agua y el fiscal recomendó esperar para la requisa del fondo a que las aguas escurrieran definitivamente. El experto sugirió una bomba extractora, porque el hombre temía que al abandonar el lugar alguien se dedicara a robar evidencia.
Iniustitiam debió aceptar y no fue a desgano. Traer la bomba llevó casi una hora. En ese tiempo, la gente que ocupaba las tierras altas y hasta la propia comitiva de curas y políticos se arrimó donde el fiscal se hallaba trabajando.
¿Si habría algún testigo? Preguntó el fiscal, no se sabía si por inocencia o por malicia. No era uno, ni dos, ni diez, eran decenas. Un centenar llegó a contar el asistente. Tomarles declaración fue una tarea ardua. Pero mientras se continuó con la recolección de las osamentas, y con el arribo de otros secretarios, el fiscal recolectó numerosos testimonios, todos, todos, en el mismo sentido.

Quedó dicho lo de las dos mujeres. La que aún vivía en la casita de Doña Gloria, la que desapareció una noche y de la que nunca nadie volvió a tener noticias. Como tampoco se volvió a saber de su hijo, Faustino, y de la suerte de su amigo Rudecindo, nadie quiso asegurar haya sido mejor.
El fiscal ordenó hacer comparecer a los matones antes de que se terminara la tarea de recolección de pruebas. De ellos también se dijeron muchas cosas. No de sus atropellos contra los campesinos, sino de sus rondas en la boca del pozo de los muertos. Y de eso quería el fiscal saber hasta el menor de los detalles.
La gente, que se apretujaba a corta distancia del lugar, reclamaba rápidos castigos. Pero el fiscal debía primero dilucidar el asunto de los huesitos, para luego dar curso a la investigación.
Cuando se vació el pozo por completo, un buzo experimentado bajó aseguro a un arnés poderoso.
Desde el fondo y a través de su radio se le escuchó pedir un recipiente donde depositar otros hallazgos. No bastó un balde, fueron varios los que el hombre llenó con otras osamentas, pero esas eran más grandes y pesadas. Por lo menos extrajo lo que parecían restos de dos esqueletos. Luego dijo que era posible que algo más se hallara, cuando se excavara, porque sospechaba que el fango apestoso hubiera tragado otros huesos más antiguos. Sus piernas se hundían hasta casi las rodillas. Era un lodo casi líquido y allí podía haberse hundido mucha evidencia.

5

Iniustitiam habló largamente por teléfono con el juez y lo puso al tanto de los hallazgos. La información que en el mensaje de email había llegado a su fiscalía era totalmente cierta. Incluso, dijo el fiscal, creía que no era completa, porque los hallazgos superaban largamente lo que esa denuncia les había advertido.
Iniustitiam hablaba con el juez, el juez con López Teghi y López Teghi con el alcahuete presidencial. López Teghi propuso convocar a “Pérez y Pérez” pero su pedido quedó en suspenso, ese era un asunto que solo el señor presidente y Reinafé podían resolver. El alcahuete sospechaba que Reinafé se opondría a dar curso a la convocatoria, y que tal vez aceptara un nuevo llamado telefónico al viajero.
Consiglieri ya no estaba. Ni él ni su ayudante a quien retiró de sus investigaciones días antes de los hallazgos. Los dos habían partido a su reunión con Scrotus en la patria del norte.
Era probable que nadie supiera que Consiglieri había sido advertido del infeliz suceso. De todos modos, Consiglieri, consideraba que la investidura presidencial estaba a salvo; nadie podría nunca atribuir a su excelencia relación alguna de esos espantos. Solo se trataba usar el penoso hallazgo en propio beneficio. Diría, si se lo consultaba “ir a fondo”, demostrar que el ansia de Justicia era parte del nuevo proyecto, de la nueva política, y que cayeran todos los que tenían que caer.
Así dijo, porque, como se podía prever, el alcahuete presidencial fue al primero que llamó para consultarlo.
—¡Pero amigo! ¡Investigación a fondo! ¡Que caigan todos los responsables!
“¡Jiji! ¡Jiji!” reía “Foreign” a salvo en la cómoda poltrona del servicio premium del avión rumbo a su destino norteamericano.
“¡Jiji! ¡Jiji!” fue lo último que escuchó Remington Patria, alcahuete presidencial, quien ya preparaba su conferencia de prensa para reclamar celeridad en la Justicia, verdad y castigo para todos los responsables.
6

Ziploc y el viejo dejaron la cueva. La orden le llegó al viejo por un canal encriptado. Enriqueta, por supuesto, no fue informada de la decisión.
No había mucho que juntar. Algún libro perdido, un mate, algo de yerba, otras chucherías. Ni Ziploc ni el viejo eran de andar acumulando cosas como si fuera su casa. Cuanto más impersonal, más fácil de dejar. Se los había enseñado “Pérez y Pérez”, nada que cueste más de diez segundos abandonar. No había de ellos ninguna evidencia directa.
¿Huellas? ¿ADN? “Tranquilidad”, dijo el viejo. Nunca nada es para tanto. Sabiendo con mucha precisión lo que iba a ocurrir, le dijo a Ziploc que la mujer no iba a tener oportunidad de hablar de nada.
Bastó una seña para que el grandote supiera de qué le estaba hablando.
—¿Llegó el momento de explicar por qué me dicen Ziploc?
Antes de despejar el lugar, el viejo modificó la cerradura del cofre de la mujer, no sin antes dejar dentro de él algunas fotos de sus andanzas junto a la otra rubia, la gorda y petisa que respondía al nombre de Lilit.
Las de Lilit eran estremecedores. Ella nunca sabría cómo habían sido tomadas esas fotos y era muy probable que ni la propia Enriqueta lo supiera.
El enterramiento de la cabeza y las manos de la muchacha asesinada, estaba fotografiado de un modo que hasta resultaba impúdico. Pero la suerte de ese niño rubio, pequeño, minúsculo, eran patéticas. Fotos de las mujeres juntas, con el niño detrás de Lilit, pidiendo desde su mirada ser rescatado. Y Enriqueta, la vampiresa, golpeándolo para sacárselo de su lado.

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